Filosofía en español 
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Obreros e intelectuales

Conferencia leída por D. Ramiro de Maeztu el día 5 de Marzo en el Teatro Principal, y perteneciente a la serie organizada por el Ateneo Enciclopédico Barcelonés


El problema de los intelectuales

He de empezar pidiéndoos perdón por haber dejado anunciar esta lectura con el título de «Obreros e intelectuales», después de haberla anunciado con el de «Socialismo administrativo». No se trata de dos temas distintos. Por el de «Obreros e intelectuales» he dejado vagar vuestros espíritus por todos los supuestos imaginables, pues no hay apenas camino del cielo o de la tierra que no se entrecruce con el problema de los obreros y de los intelectuales. Por el de «Socialismo administrativo» habríais comprendido desde luego que se trataba de la fórmula característica del socialismo inglés o sea del día en que el movimiento socialista ha adquirido conciencia en Inglaterra de la necesidad de los intelectuales para la realización inmediata, en lo posible, de su idea.

Era deber científico el haber preferido el título más concreto al más vago para que el público no se llamara a engaño; si al cabo de las vacilaciones he aceptado el menos concreto es porque mientras seguía en Inglaterra las polémicas suscitadas por la fórmula del socialismo administrativo mi pensamiento se escapaba a las cosas de España, en general, y hasta más de una vez se me cruzaban aquellas disputas con las cosas de Cataluña y aun de Barcelona, porque se me antojaba que las polémicas inglesas eran de actualidad inmediata en nuestra patria. Lo eran, en efecto. Cuando en Barcelona se discutía la mayor conveniencia de las Bibliotecas, estrictamente científicas, o de las de libros de vulgarización, el problema, en el fondo, era el mismo que se disputaba se continúa disputando en Inglaterra. Cuando en Madrid la juventud intelectual recogía de las predicaciones fervorosas de Costa la palabra, «Europa» como solución al problema de España, quedaba planteado el problema de los intelectuales suscitado por los «fabianos» de Inglaterra. Cuando el señor Prat de la Riba concibió el tema de la nacionalidad catalana pensó inmediatamente en la Sociedad de Estudios Catalanes como procedimiento para crear un plantel de intelectuales que sirvieran de instrumentos a su idea. Cuando el Sr. Cambó quiso realizar en la política positiva la idea del Sr. Prat de la Riba puso los ojos en la creación de la burocracia catalana. Cuando el Sr. Lerroux creyó llegada la hora de extender su radicalismo a toda España se planteó inmediatamente el problema de formarse su Estado Mayor. Y es que esta cuestión de los intelectuales no es efímera ni circunstancial, sino que se plantea en todo país y en cualquier tiempo, siempre que haya surgido una idea en el espíritu del hombre y la idea suscite emociones y las emociones produzcan el deseo de realizar la idea. Así fue en los orígenes del Cristianismo. Primero, la idea y la predicación; luego la pasión y el martirio; por último, el sistema, la organización, la Iglesia como jerarquía de intelectuales, previo un apostolado, que requirió, a su vez, la concesión del don de lenguas a los doce apóstoles.

El Socialismo sin intelectuales

Pues esta nueva iglesia católica que llamamos socialismo es también una idea, una emoción y un método. Si la palabra socialismo disonara en nuestros oídos, sustituidla por las de justicia, moralidad, democracia, acracia, libertad, Ciudad del Buen Acuerdo, Reinado de Cristo o República de Platón. Personalmente prefiero la palabra libertad, como expresiva de un estado dinámico, es decir, real, al mismo tiempo que de un estado ideal. Mi posición en este conflicto de palabras la he fijado al llamarme liberal-socialista y al considerar el socialismo como economía del liberalismo y el liberalismo como moral del socialismo. Pero se trata, en suma, de una sociedad de hombres en la que impera el bien y es tontería disputar sobre palabras.

Lo importante es afirmar que el socialismo es primero una idea, segundo una emoción y tercero un método. Primeramente fue una idea, es decir, una utopía, como la República de Platón o la Ciudad de Dios, o la Edad de Oro que describe don Quijote. Luego fue una emoción, una pasión por el contraste entre la Edad del Oro de la idea y esta Edad del Hierro que nos muestran los ojos. Luego ha sido un método, sin dejar de conservar al mismo tiempo su carácter de utopía y su carácter de pasión. Y he aquí el modo con que al surgir el problema de método, de la realización, ha surgido el problema de los intelectuales.

Ello ha ocurrido en Inglaterra y en la cabeza de Sidney Webb, fundador de la Sociedad Fabiana y su alma viviente durante estos últimos veinticinco años. Sidney Webb es un oficinista, un burócrata que mientras servía pundonorosamente en el Ministerio de las Colonias se puso a meditar sobre El Capital de Carlos Marx y sobre lo que podía hacer personalmente para apresurar el advenimiento del ideal socialista en el mundo. Su aspecto es más insinuante que apostólico, su palabra más precisa que cálida, su carácter más metódico que apasionado. Allá, por debajo de su burocracia, de sus estadísticas y de sus libros azules, hay en Webb un poeta, un idealista y un Quijote, que se propone realizar el bien en este mundo y que por proponérselo seriamente consagra a su propósito doce horas diarias de trabajo. Pero el aspecto de Sidney Webb es el de cualquier otro oficinista.

Se le ocurrió un día que en El Capital de Carlos Marx había la posibilidad de abrir camino al ideal socialista; pero que Marx no lo había abierto o había abierto un camino que no llevaba precisamente al ideal. Lo importante de Carlos Marx no es tanto la crítica de la economía clásica que sólo se ocupaba del aumento de producción y que prescindía de los valores humanos. Lo importante de Marx es haber visto que la economía individualista no podía ser eterna porque tendía a concentrar la riqueza es pocas manos. Así predijo el advenimiento de una época en que la minoría de propietarios y la mayoría de proletarios se encontrarían frente a frente, sin que ninguna otra clase social encubriera o mitigara su oposición irreductible, salvo una clase media de profesionales educados dependiente de los ricos y que no constituiría después de todo sino la capa superior del proletariado.

Carlos Marx no se equivocó tanto como ahora nos parece. En aquellos países donde ha prevalecido el criterio de dejar que las cosas económicas siguieran su camino, como en los Estados Unidos, los trusts se han desarrollado y multiplicado hasta cubrir el país entero. «Día llegará», anunciaba Macaulay en 1857 «en que la nueva Inglaterra esté tan poblada como la antigua, en que tengan los Estados Unidos sus Manchester y Birmingham y en que los obreros, que se cuenten por centenares de miles, tendrán sus días de falta de trabajo. Ese día lo será de prueba para vuestras instituciones democráticas». Hoy podemos ver que tanto Marx como Macauley veían claro. El individualismo económico o para hablar en términos filosóficos, la autonomía de la economía, no puede producir otra cosa que la lucha por la existencia y su consecuencia inevitable de dividir a los hombres en vencedores y vencidos. Junto a los millonarios de la Quinta Avenida cuya vida describe Sinclair en su novela «The Metropolis», las masas obreras que trabajan en las minas de Pittsburg y en los mataderos de Chicago lo que nunca trabajaron los negros en tiempos de esclavitud.

Y esto que acontece en los Estados Unidos habría acontecido en toda Europa de no haber modificado fundamentalmente el industrialismo que prevalecía cuando Marx escribió Das Kapital, de haber consentido los gobiernos que los hombres buscasen libremente la ganancia, sin vigilancia ni inspección de los Estados, que los obreros no obtuviesen otro salario que el estrictamente necesario para su subsistencia y que todo el resto de los productos de su labor, la «supervalía», en términos Marxistas, sirviese para aumentar el poderío de los propietarios. En vez de llegarse a la solución del problema social, como ya parece que se podrá llegar, por lo menos en Inglaterra, en Francia y en Alemania y en los pueblos pequeños del centro y Norte de Europa, por una serie gradual y eslabonada de pequeñas reformas, se habría llegado a una separación tan profunda de clases que se hubiera deshecho la organización social en una de esas catástrofes milenarias como la que destruyó la civilización romana.

Lo que no vio Marx, lo que ahora ven muchos socialistas, es la posibilidad de que la lucha terminase no con el triunfo del proletariado en rebeldía, sino con su derrota y el establecimiento de una aristocracia plutocrática o feudalismo industrial, que culminase en un imperialismo y acabara en desintegración social. Tampoco previó el desarrollo económico de los Estados y de las municipalidades, con relativa independencia del poderío capitalista, que tiene ya en Europa fuerza bastante para interponerse entre las clases sociales en pugna y dulcificar su lucha. Tampoco vislumbró los cambios en las leyes, costumbres y opiniones, que hacen ya posible el advenimiento del socialismo por conexión gradual y desarrollada de sus proposiciones en aquella medida que favorezca y no cohíba el desarrollo de la personalidad humana, frase por la que ha de entenderse la capitación del hombre para la conciencia del mundo objetivo. Pero el mayor pecado del sistema Marxista consiste en que hace fatalistas y a sus adictos, les amortiza el sentimiento vivificante de la incertidumbre en la victoria, les hace creer, proclamándolo con toda la pomposidad de la ciencia popular, que el socialismo ha de prevalecer por sí mismo. Primero los trusts se apoderarán del mundo, después el mundo se apoderará de los trusts. He ahí todo el Marxismo en una cáscara de nuez. Consecuentemente, el Marxismo vulgar no se cuida poco ni mucho de las necesidades de la administración y del gobierno, es estéril para la acción, es intolerante para con los pequeños progresos, «predica la predestinación y la salvación sin las obras», es de difícil manejo en las cosas políticas, se aferra pedantemente a la letra de su enseñanza, se opone con obstinación a lo que llama «paliativos». Concentra su alma en la fe de que algún día el pueblo, el mismo pueblo de ahora, ineducado, engañado, vejado, se apodere de los trusts y desarrolle de la noche a la mañana maravillosas aptitudes administrativas y entre tanto deje que los trusts se apoderen del mundo.

Un día Mr. Hyndman, el Marxista inglés, hablaba en el Queen's Hall del próximo e inevitable advenimiento de la gran catástrofe y de la revolución en Francia, en Alemania, en Rusia, en Norte América, y al mismo tiempo excitaba a sus oyentes a agitarse en todas direcciones. Un oyente creyó advertir una contradicción en ello y le preguntó:

—¿Para qué molestarnos en agitaciones si los trusts nos están dando hecho el trabajo?

—Porque tenemos que estar listos para entonces, contestó Mr. Hyndman.

Y Wells comenta con justeza:

«Con esas palabras quedaba pulverizado el fatalismo Marxista. ¡Tenemos que estar listos para entonces! La verdad es que tenemos que hacer nosotros la obra: con la educación, con la intensión, con el firme propósito. El socialismo no nos lo deparará el destino, sino la voluntad.»

El genio de Carlos Marx nos ha legado dos cosas positivas: 1.ª La demostración de que los hombres entregados a sus instintos económicos no se conciertan armónicamente, como auguraban los economistas clásicos, sino que tienden a separarse en ricos y pobres: 2.ª La excitación a los trabajadores de todo el mundo a que se uniesen. Lo que Marx no vio por su materialismo histórico es que la economía no es un fin sino un medio en la vida del hombre, que el fin es la moral y que es función del fin la de regular el empleo de los medios. Y lo que vio Sidney Webb, al fundar la Sociedad Fabiana, es que el socialismo no podía venir meramente con la revolución social, porque la revolución más gloriosa del orbe no puede organizar un servicio de ferrocarriles, por ejemplo, y el mundo necesita de ferrocarriles, y para que funcione un ferrocarril necesita un ingeniero.

El diagnóstico de Marx era exacto; su remedio pueril. La democracia ineducada no puede encargarse del gobierno del mundo en tanto que no tenga a su servicio médicos e ingenieros, abogados y maestros. No basta con guardar la fiesta del 1.° de Mayo, ni con lucir corbatas y banderas rojas, ni con soñar en barricadas. La revolución social puede ser necesaria en determinados países. Allí donde las oligarquías gobernantes, cegadas por el materialismo, se han olvidado de que lo único que justifica su existencia como tales oligarquías, es la posesión del reino de las cosas invisibles, la justicia, la cultura, la ciencia, el arte y la moral, puede hasta hacerse inevitable ese «degüello universal de señoritos» de que se ha hablado recientemente en el Ateneo de Madrid. Pero al día siguiente del degüello sería necesario siempre desinfectar las ciudades, examinar los alimentos, administrar justicia, organizar los servicios ferroviarios, fabricar abonos químicos, sistematizar la producción, la distribución y el consumo de productos y hacer vivir las cosas invisibles en las cabezas de las gentes, si no había de extinguirse la cultura. En otros términos, la democracia necesita intelectuales para que su triunfo no signifique la barbarie.

El planteamiento del problema

Sidney Webb se planteó, en efecto, el mismo problema que había determinado la oposición violenta del historiador alemán Henri de Treitschke no sólo contra el socialismo sino contra la política social de reformas graduales que en 1874 personificaban en Alemania los profesores Schmoller y Brentano y que ya no personifica nadie, porque con el establecimiento de las leyes protectoras del trabajo, con las Bolsas de trabajo, con las pensiones a los viejos, con los tribunales arbitrales, con la enseñanza y la higiene obligatorias, con los seguros sobre la enfermedad, la invalidez y el paro es ya la realidad de la Europa más culta. Antes que Treitschke había Lotze observado melancólicamente que sólo una pequeña minoría de hombres llega a una elevada cultura intelectual y significa así el progreso, en tanto que, junto a esta selección la gran masa del proletariado permanece en el mismo nivel intelectual. Diríase que Lotze se sintió tentado a aplicar a los obreros y a los intelectuales aquel principio general en su filosofía: «Sobrevivirá toda cosa creada, cuya sobrevivencia entra en el sentido del universo y mientras ella entre; parecerá todo aquello, cuya realidad no se encuentre justificada más que en una fase transitoria del curso del mundo».

Pero Treitschke afirmó que la cultura sólo era posible en una organización social aristocrática; que solamente las aristocracias podían absorberse en el culto del ideal, en tanto que acumulaban los cuidados vulgares sobre los hombros de sus esclavos; que la esclavitud o, por lo menos, el proletariado era indispensable para la salvación de la cultura; que la miseria de millones de esclavos se compensaba con el Zeus de Fidias, y con las tragedias de Sófocles; que el trabajo grosero y cotidiano no permite elevarse el pensamiento por encima de los intereses personales y que es preciso «que millones de hombres aren, forjen y cepillen madera para que unos cuantos miles puedan meditar, pintar y reinar».

Estas afirmaciones quedaron, hasta cierto punto incontestadas en la magnífica respuesta de Schmoller. El patriarca de la política social no vio manera de que la democracia absoluta que representa el socialismo pudiera elaborar de su propio seno una aristocracia y consintiera en colocarse bajo su dirección. Por eso Schmoller dejó fundamentalmente en pie las afirmaciones de Treitschke respecto del mundo cultural. Un hombre como Schmoller, que afirma la economía dentro de la moral, que funda su moral en el principio Kantiano de que cada hombre es fin y no hay derecho a considerarle como medio para la realización de nuestros fines, que niega la legitimidad absoluta del egoísmo, que no cree en el orden natural de las cosas y en la armonía de la vida material, como creían los economistas clásicos, debió haber sido socialista, ya que no Marxista, y haber seguido las consecuencias que lógicamente se deducen de sus principios, ya que por ser socialista no es en último término, sino subordinar la economía a la moral.

Lo que detuvo a Schmoller, lo que detiene a la inmensa mayoría de los intelectuales en el impulso lógico que nos lleva al socialismo, es el hecho histórico que Treitschke condensaba en la frase cruel de que «muchos millones de hombres tienen que arar, que forjar y que cepillar madera para que unos cuantos miles mediten, pinten y gobiernen». Porque al volver un intelectual los ojos al mundo se encuentra con el régimen de la propiedad privada se traduce ciertamente con codicias repugnantes, en engaños sórdidos, en crueldades feroces, en una vida de lujo estúpida y exenta de sentido. ¿Qué intelectual no se siente rebajado en su dignidad de hombre al seguir al burgués a los lugares en donde se enriquece o en donde gasta su dinero? Estos negocios del comercio y de la especulación que consisten en comprar barato y vender caro ¿no son esencialmente una mentira baja, una ocupación inútil, un empeño inmoral? Y esos lugares donde se gasta el dinero así ganado, el París de los bulevares, el West-End de Londres, Biarritz, Niza, las tiendas de modas, los teatros concurridos, las pornográficas novelas, el mundo de las cortesanas y de las reuniones de alta sociedad, ¿no son muestra evidente de una humanidad rebajada, entontecida, avillanada, desubstancializada, convertida en espuma?  No os alarmen estas palabras. Yo no soy partidario de esas violencias anti-burguesas a que estáis acostumbrados en Barcelona. Son tan escasos desgraciadamente, los hombres asequibles a la emoción del ideal que no podemos arriesgar la vida de uno solo. Todas las cabezas de todos los burgueses de América y de Europa que sólo vivan para sus egoísmos no valen lo que un solo cabello de una sola cabeza en la que haya vibrado algún segundo el ideal social.

Y sin embargo, los intelectuales no se deciden a unirse al socialismo.

¿Qué consideración mantiene su tolerancia hacia este régimen capitalista? ¿Qué escrúpulo impide que los intelectuales, médicos, abogados, profesores, escritores, artistas, oficiales de mar y tierra, hagan causa común con los obreros e instituyan un estado de cosas en el que no sea ya legítimo vivir de rentas o de especulaciones? No se trata de la consideración teórica de que la tendencia de adquirir propiedades sea un instinto natural e irrefrenable, porque esa consideración es insostenible. Los hombres persiguen la seguridad y la suficiencia económicas y si buscan estas comodidades en la propiedad individual es porque el sistema socialista que ya actualmente garantiza la suficiencia y la seguridad a los funcionarios públicos no se ha extendido todavía a otras esferas de la actividad humana. No es tampoco que el señuelo de la propiedad privada sea el mayor estímulo descubierto hasta ahora para hacer trabajar a los hombres, porque los que trabajan más y que trabajan mejor, los verdaderos creadores del mundo, son hombres que se esfuerzan por motivos meramente ideales, como el afán de gloria y aun este mismo afán de gloria, que es el motivo característico de un régimen socialista, como el afán de dinero es característico de un régimen burgués, se encuentra ya rebasado por numerosos ejemplares de hombres que saben sumergir gustosos sus individualidades en un negociado, en un banco, en la confección de un diccionario para los cuales la busca de la fama es cosa tan vulgar como la busca del dinero. Ya se anuncia una generación de Europeos en quienes no es lo distinguido la fama, sino la obra y que encuentran su placer más intenso en hacer buenas y en esconder la mano que las hace.

Lo que sostiene este régimen capitalista es el hecho de que, con todos sus defectos y vicios de origen, permite, bien que modestamente, la conservación de los valores ideales del hombre, en otras palabras, que hace posible, aunque difícil, la subsistencia de los intelectuales y, consiguientemente, del mundo espiritual. Porque es verdad que el capitalismo sólo es generoso con los medio intelectuales: los cómicos, los novelistas, los abogados de grandes compañías, los financieros poco escrupulosos, los médicos de buena sociedad, los músicos virtuosos, los cantantes, los pintores que adulan a sus modelos y los periodistas sensacionales. Pero entre la baranda de las mediocridades han hallado manera de colgar sus nidos de paz y de trabajo libre unos cuantos millares de pensadores, de artistas y de santos de que son la sal de Europa y la conservación de la cultura.

No cabe duda de que el día en que estos verdaderos intelectuales y las masas obreras se pongan de acuerdo, el régimen de la propiedad privada no tardaría en desaparecer más tiempo que el que se tardase en convencer a los campesinos de las ventajas de las cooperativas de producción agrícola. La fuerza temporal está en las masas, la espiritual en los intelectuales verdaderos. Unidas las dos espadas, ningún poder humano podría afrentarlas con resistencia seria.

Solo que actualmente la unión es difícil. Las masas obreras se han unido en dogmas y en aspiraciones inaceptables para los intelectuales. No pueden secundar el Movimiento Marxista porque el Marxismo los rechaza ¿Cómo ha de reconocer un intelectual la doctrina del materialismo histórico ni la lucha de clases, cuando su propia vida le enseña inmediatamente que no es cierto que el motor fundamental sea el económico ni el espíritu de clase, puesto que dedica generalmente su existencia a actividades que no pueden enriquecerle y que tampoco contribuyen a afianzar la hegemonía de su clase, ni de su casta, porque no se ha encontrado la manera de legar a los hijos, al través del claustro materno, el conocimiento de la filosofía? ¿Cómo ha de apoyar la aspiración niveladora e igualitaria del proletariado socialista cuando vive en ese mundo de la cultura, que en la región de los respetos y jerarquías? Enhorabuena que se destruyan las falsas jerarquías del dinero y de la sangre, ¿pero cómo destruir la clásica relación jerárquica de maestros y discípulos, base de toda pedagogía y de toda cultura? He aquí el obstáculo que impidió a Schmoller y a los partidarios de la política social adherirse al socialismo democrático. No podían adherirse al movimiento socialista, porque el socialismo alemán no reconocía a los intelectuales su función directora; no podían tampoco sumarse a los liberales para proponerse redimir a los pobres de su miseria proletaria. Y por eso los reformistas alemanes se fueron con los partidos conservadores para realizar burocráticamente, desde arriba, desde el Gobierno, aquellas reformas modestas como la difusión de la enseñanza y de la higiene, las pensiones a los viejos, las Bolsas de Trabajo y los seguros sobre enfermedades, invalidez y paro, que son la verdadera gloria de la Alemania moderna. El día, ya próximo, en que triunfe por completo en Alemania el movimiento revisionista de los principios de Marx, no podrá ya ocurrir que intelectuales de buena voluntad se hagan conservadores para poder servir al pueblo.

El socialismo administrativo

En Inglaterra se planteó de otro modo el problema de los intelectuales. Al darse cuenta Sidney Webb de que una democracia no educada era incapaz de encargarse de la dirección de un Estado moderno fundó la Sociedad Fabiana con el doble objeto de depurar la dogmática socialista y de constituir una minoría intelectual que fuera preparando administrativamente el triunfo de la idea. Al poco tiempo de fundar la Sociedad Fabiana casó con Beatriz Potter, mujer que supo asociarse con perfecta simpatía a todos esos trabajos, y entre los dos comenzaron a dar por buenos los principios generales y los propósitos del socialismo, y a plantearse el problema de los medios para realizarlos.

Dieron de lado el supuesto de que todo se arreglaría por sí solo cuando el pueblo se apoderase de los medios de producción, «y así ganaron la enemiga incurable de los que creen que el mundo se arreglará con la seña exposición de banderas y corbatas rojas». Afirmaron que los métodos administrativos y económicos del porvenir serán el desarrollo secular de las actuales instituciones e inauguraron un proceso de estudios para dar con el cómo realizar las ideas socialistas.

La Fabian Society se convirtió en misionero encargado de enseñar a hacer socialismo; se le importó poquísimo de propagar el nombre de la idea; concentró, en cambio, sus esfuerzos en su realización. Su táctica fue la penetración pacífica. Los hombres de la Fabiana se distribuyeron por todo el Reino Unido e influyeron con los ayuntamientos para que socializasen sus servicios públicos. El programa de la Fabiana consistía en desarrollar el proceso de transición hacia la Sociedad futura por medio del socialismo administrativo y con arreglo a las siguientes bases:

1.ª Adquisición pacífica y sistemática por los municipios y el Estado de los servicios públicos de tracción, tráfico de bebidas, alumbrado, aguas, minería, propiedad territorial, &c.

2.ª Expropiación sistemática de los propietarios por los impuestos sobre herencias y directos.

3.ª Formación de una gran maquinaria administrativa organizada científicamente para dirigir estas nuevas funciones públicas.

4.ª Expansión constante de los servicios de instrucción públicos, museos, bibliotecas, laboratorios, cantinas escolares, baños públicos, parques, campos para jugar los niños, &c.

5.ª Creación sistemática de un servicio de salubridad o sanidad pública que se encargue de los actuales hospitales y otras caridades y de los servicios que realiza privadamente el cuerpo médico.

6.ª Reconocimiento del derecho de cada ciudadano al bienestar por medio de pensiones a las madres y a los ancianos.

7.ª Elevación sistemática del salario mínimo por medio de disposiciones legislativas.

Esta ha sido la labor realizada por los miembros de la Fabian entre el año 1880 el final del pasado siglo.

El espíritu de Mr. Webb se caracteriza por su horror a todo lo que signifique mera destrucción. Ello ha hecho, naturalmente, que la actitud de sus amigos se caracterice tal vez por su excesiva benevolencia hacia las actuales instituciones. Pero los amigos de Mr. Webb han exagerado sus doctrinas y del principio exacto que se supone incapaz a un pueblo mal organizado de construir el sistema socialista han llegado a concebir la creencia de que bastaba la organización, aun sin la ayuda popular, para hacer socialismo, que de esta suerte se iría elaborando de manera insidiosa.

En vez de ser revolución abierta, el socialismo se ha convertido en un complot. Todo consistía en dar las mayores facultades posibles a una burocracia científica, arrancándoselas si era necesario, a los representantes elegidos por sufragio. No era preciso seguir predicando los principios socialistas que tanto alarmaban a los timoratos. El socialismo se hizo oportunista. Los miembros de la Fabian se hicieron representar en diversos ayuntamientos y se dejaron llamar liberales y aun conservadores con tal de que se les permitiera socializar los servicios públicos. El propio Mr. Webb ha contribuido personalmente en gran parte a municipalizar los servicios de aguas, tranvía y electricidad del consejo del condado de Londres. Así actuaron como fermentos en la política municipal, estilando el orgullo y patriotismo locales y consiguiendo en algunos grandes ayuntamientos que los servicios espíritu fueran una demostración práctica de la plausibilidad del régimen socialista.

El éxito de la municipalización de servicios ha sido excelente, por lo menos de aquellas corporaciones animadas de espíritu público como el condado de Londres, los municipios de Birmingham, Manchester y Glasgow.

En aquellas ciudades como Manchester, donde el dinero es abundante y barato, donde es sólido el crédito del ayuntamiento, donde hay arraigadas tradiciones fuertes de administración municipal económica y honesta, donde los electores fiscalizan severa, activa y conscientemente la gestión de sus representantes en el ayuntamiento, donde hay fe en el porvenir de la población y actividad para mostrar la fe con obras, donde, en una palabra, es poderoso el espíritu municipal, no cabe duda de que la municipalización de los servicios públicos es conveniente y salvadora, y que cuanto antes se emprenda mejor.

El abandono de los servicios públicos a las empresas particulares, es un lujo que acaso puedan permitirse ciudades de América por la rapidez de su desarrollo, aunque haya colocado a las de los Estados Unidos bajo el yugo algo pesado de los trusts, pero que es excesivo para las de Europa, cuyo moderado desenvolvimiento no les permite soportar esa carga, sin riesgo para su porvenir. En la concurrencia de las naciones, las industrias de Alemania prevalecen sobre las de Inglaterra, porque los ferrocarriles alemanes son propiedad del Estado que los explota en pro del general desenvolvimiento, mientras que los británicos son de empresas particulares que los administran con la mira de repartir dividendos. En la concurrencia de las ciudades Glasgow y Manchester prosperan mucho más que aquellas otras ciudades inglesas que no han sabido o no han podido municipalizar sus servicios públicos: unas porque se han asustado ante la idea del socialismo municipal, otras porque la presión de las empresas privadas era ya demasiado poderosa, otras, como Londres, porque dividida como se halla su población en 31 ayuntamientos, que cada uno tira por su lado, carecen sus vecinos de una visión sintética de las necesidades e intereses de la urbe y se hallan a merced de cualquier especulador o coalición de especuladores interesados en engañarles.

Pero si ha sido gigantesca la obra de los socialistas de la Sociedad Fabiana en el orden de la administración local, mucho más grande ha sido en punto a la política general del Estado. A su influencia se debe la transformación profunda del programa del partido liberal. Por su acción propagandista se han llegado a implantar las pensiones a los viejos, por su consejo se han establecido las Bolsas de Trabajo con carácter nacional, que permiten ir regularizando lentamente la oferta y demanda de trabajo, dando a unas ciudades los brazos que en otras sobran, y canalizando el aprendizaje hacia los oficios en que hacen falta brazos, por ellos anuncia el último discurso de la Corona los seguros sobre la invalidez, la enfermedad y el paro, y ellos han dado, con el magnífico informe de la Minoría de la Comisión Regia que dictaminó sobre las Leyes de Pobres un plan completo de educación y vigorización material y moral del proletariado que es ya programa de los radicales ingleses y que nos permite asegurar confiadamente que dentro de una generación habrá desaparecido el pauperismo en Inglaterra.

Necesidad de la propaganda

Es verdad que el fabianismo ha fracasado, en parte, al llegar a corporaciones menos prestigiosas que el condado de Londres, los municipios de Birmingham, Manchester y Glasgow y los servicios del Estado. El tipo medio del concejal de oficio no sirve para administrar honestamente los servicios del Estado. El tipo medio del concejal de oficio no sirve para administrar honestamente los servicios públicos municipalizados. Era preciso que los hombres conociesen perfectamente el mecanismo de esos servicios y que los administrasen en provecho de la comunidad. El Mr. Bumble, de los consejos parroquiales inmortalmente pintado por Dickens en su Oliver Twist, no servía para el caso, pero el concejal del pequeño ayuntamiento se dejó engañar por Mr. Bumble o se asoció con él para engañar a la comunidad. Los municipios que sólo se habían ocupado de barrer las calles no supieron montar con la debida economía las instalaciones eléctricas para alumbrado público.

Los fabianistas de hace 30 años creyeron que bastaba con crear un cuerpo de funcionarios hábiles para que prevaleciera el socialismo administrativo. Ahora, por boca de Mr. Wells, se dan cuenta de que eso no basta, de que es preciso crear una mentalidad y voluntad colectivas para que pueda tener éxito el sistema de la propiedad colectiva. El fabianismo da al ideal socialista los funcionarios que han de realizarlo; pero no dice nada de lo que ha de estar por encima de los funcionarios, de lo que ha de guiarles. Marx ponía su fe en una democracia mística, que sin educación previa, se alzaría por milagro a la gobernación del mundo. Estos fabianistas, en cambio, han caído en otro misticismo menos poético, en la adoración del burócrata, con sus libros azules y su papel sellado.

Pero ni la democracia ignorante ni la mera burocracia pueden estar destinadas a gobernar un Estado socialista. Este es imposible sin la existencia de una mentalidad y voluntad socialistas. Hasta que cambiemos las mentes humanas no podremos tener socialismo; hasta que las multitudes no sientan con fuerza al ideal socialista, es decir, hasta que no admiren el ideal del servicio público con más fuerza que el de la propiedad privada, el socialismo es imposible. Consiguientemente, el maestro y el propagandista son los dueños de la situación.

(Acabará)


(Conclusión)

El movimiento socialista no es menos que el desarrollo de la conciencia colectiva de la humanidad, el germen actual de su futura conciencia, la levadura que ha de hacer fermentar al mundo. Si no fermenta, será derrotado. Si la propaganda socialista de hoy no pone de su parte a toda la opinión pública de mañana, su fracaso es indubitable.

Consiguientemente, el socialista constructivo de hoy ha de poner toda su alma, ante todo, en el enriquecimiento de la idea social, en hacer sentir el ideal del Estado y de la ciudad a todas las gentes, en adornar ese ideal con todas las dotes del escritor y del artista. Esa obra espiritual es la más importante de todas. Si los ciudadanos no sienten con mayor intensidad la ciudad y el Estado, el socialismo es imposible.

La obra fundamental del fabianismo ha consistido en dotar a la democracia de una multitud de intelectuales de toda índole: maestros, médicos, abogados, funcionarios, ingenieros, arquitectos, capataces e inspectores, que encuentran su modo de vivir con independencia del beneplácito de las clases ricas y de los intereses privados. Esos intelectuales han enseñado al pueblo la posibilidad de tender tranvías, de montar servicios telefónicos, de hacer, traídas de aguas, de concertar empréstitos, de fomentar la enseñanza y la higiene sin necesidad de someterse a los egoísmos del capital y de los contratistas. Por añadidura, constituyen la fuerza positiva que mantiene en Inglaterra el movimiento reformista. ¿Queréis saber por qué ha sido derrotado el partido conservador inglés en estas dos elecciones últimas? Tened en cuenta que nunca han contado con mayores recursos las organizaciones conservadoras de Inglaterra, que son suyas las nueves décimas partes de los periódicos, que han derrochado los millones de libras esterlinas en propagandas electorales, que las noventa mil familias que poseen los cien mil automóviles particulares de Inglaterra y todo el prestigio de la nobleza y de las Iglesias anglicana y católico-romana, han luchado unánimes y en desesperado esfuerzo para arrojar del poder a esos liberales que han cometido el delito imperdonable de recargarles los impuestos para costear con su dinero, los cinco chelines semanales que perciben ochocientos mil ancianos y ancianas sin recursos. Pues el obstáculo que ha hecho estrellar el colosal empuje de las oligarquías británicas, ha de encontrarse sencillamente en los humildes intelectuales empleados por la municipalización y la nacionalización de los servicios públicos, que han logrado desvanecer la atmósfera de calumnias creada por la prensa conservadora, que se han visto atacados por la coalición del dinero y de la Iglesia, que en las sociedades de debates y en los mítines han abierto los ojos al pueblo sobre sus intereses verdaderos y que han salvado con su propaganda las reformas sociales ya realizadas y preparado el camino para el triunfo de la economía socialista, como base necesaria para la libertad de la mayoría de los hombres.

Esta labor de propaganda realizada por los intelectuales ingleses, vale tanto o más para el pueblo que las mismas pensiones y seguros y Bolsas de Trabajo y todas las reformas positivas en proyecto. En Alemania se ha realizado desde arriba una obra análoga por Schmoller; Brentano y sus discípulos, mas por haberse realizado desde arriba y por imposición cancilleresca no ha sido apenas necesario defenderla y el pueblo público la ha tomado a beneficio de inventario, sin cesar de soñar con los Marxistas en el triunfo final de una democracia ineducada. Esto mismo quisieron hacer muchos fabianos de Inglaterra, que pensaron al principio en la posibilidad de disfrazar el socialismo y de imponerlo por complot en los servicios públicos. Pero las clases conservadoras de Inglaterra son mucho más poderosas, ricas e influyentes que en Alemania, y al verse amenazadas en serio han sabido defenderse con brío. Esto ha sido un bien.– Permitidme, decir, entre paréntesis, que la cohesión conservadora es un bien. ¿Qué no daríamos los pocos liberales que somos en España por encontrar frente a nosotros unas clases conservadoras unidas y conscientes en lugar de nuestros señoritos? Al librar la batalla las clases conservadoras de Inglaterra contra la municipalización y nacionalización de los servicios públicos, han tenido que salir a la defensa pública de estas reformas los mismos funcionarios encargados de su realización. Así se han discutido en estos años las diferentes posibilidades de la democracia y de la aristocracia, de los expertos y de los ignorantes, del socialismo administrativo y del socialismo popular. Y por esta polémica incesante que ha puesto en inmediato contacto a los obreros con los intelectuales se ha sensibilizado el pueblo inglés, se ha espiritualizado, ha desertado de su sueño alcohólico, se ha entreabierto a la visión de las cosas invisibles, ha hecho surgir sobre el tipo zafio del antiguo menestral sajón un tipo de obrero sobrio que siente y que medita; sobre la antigua «Trade-Union,» que solo se cuidaba de pedir aumentos de salario y disminución de horas de trabajo, empiezan a elevarse los anhelos de un socialismo que recoja del misticismo poético de los ingleses un sentido ideal que hace de la cultura la religión de las cosas exactas. La coalición de la nobleza, el dinero y las Iglesias dogmáticas no podrá prevalecer contra la unión de los obreros y los intelectuales. La fuerza de las clases conservadoras servirá para obligar a los propagandistas radicales a mantener su propaganda en toda su tensión. Los capitalistas ingleses buscarán en otros países gobiernos que les entreguen indefensas las masas obreras para sacar mayor interés a su dinero. Ya lo hacen, y lo seguirá haciendo en mayor escala. No importa. Lo fundamental del capital inglés, puertos, caminos, tierras, casas, minas y ríos, irá pasando poco a poco a poder de la democracia, merced a un sistema de impuestos graduales, y la democracia si continúa dejándose guiar por los intelectuales, emplearía una parte creciente de esos bienes en dotar de vida interna, por medio de la educación, a cada inglés del porvenir. Y como Inglaterra será de esta suerte, dentro de una o dos generaciones, más que nunca, un pueblo de santos, de sabios y de artistas, esos mismos capitalistas ingleses que ahora huyen del gobierno radical, volverán a sus islas, cuando mande un Gobierno socialista, para buscar en el contacto de esa espiritualidad intensa el sentido de la vida que en vano habrán pretendido hallar en las cacerías del centro de África, en los bulevares de París, en las nieves de Suiza o en los casinos y balnearios.

El socialismo y Europa

Pero aun falta explicaros un factor, y es este: ¿de dónde han salido los elementos inteligentes y probos, los técnicos con espíritu público de que se han servido los fabianos en Inglaterra y los fomentadores de la política social en Alemania, para realizar su obra?

En Inglaterra ha habido fabianismo aun antes de fundarse la «Fabian Society». En Birmingham, por ejemplo, bastó el buen sentido del patriotismo local para que se desarrollase, siendo alcalde Mr. Joseph Chamberlain, el sistema más amplio de municipalización de los servicios públicos que hasta la fecha se había conocido en ninguna ciudad. Y es que durante todo el siglo XIX la vida política de Inglaterra ha estado en manos de una clase gobernante, procedente de la aristocracia y de los negocios, que se ha ocupado desinteresadamente en los asuntos públicos y que con su ejemplo ha contribuido a dar un carácter administrativo al patriotismo inglés. «Comparado con el Norteamericano, dice Wells, el inglés es consciente de los intereses o del Estado, mientras que el Norteamericano es ciego. Aunque intensamente patriota, el norteamericano ve en la nación y en el Estado algo que está sobre su cabeza, como el cielo o como una bandera enarbolada pero que no interviene ni debe intervenir en sus asuntos habituales».

Pues bien, esta conciencia de los intereses del Estado que ha distinguido en Inglaterra y en Alemania a buena parte de las clases gobernantes, es lo que ha permitido al fabianismo y a la política social encontrar un núcleo de hombres dispuesto a trabajar por los intereses comunales y a convertirse en educadores de la burocracia honrada y competente que ha continuado y entendido su labor. Y aquí no se trata meramente de buena voluntad. Inglaterra no es un país semita, que se contente con la buena voluntad. Es que las oligarquías gobernantes inglesas, o al menos una parte de ellas, se han cuidado desde hace muchos siglos de afirmar su buena voluntad en el conocimiento preciso de las cosas. Es que la Inglaterra gobernante, por ser Europea, se ha cuidado escrupulosamente de las cosas científicas. Es que Inglaterra, con Alemania y Grecia, es uno de los tres países eminentes en Europa y Europa es la ciencia.

Todos conocéis la historia de Lord Bacon de Verulamio. Era un intrigante, un cortesano, un mal amigo, un licencioso, un juez prevaricador, y no es posible excusar estos vicios. Pero cuando Bacon se encerraba en su biblioteca, era veraz, escrupuloso, laborioso y, gracias a sus virtudes de sabio, pudo dar al mundo su admirable sistematización del método inductivo, que tanto ha contribuido al desenvolvimiento de las ciencias físico-naturales. Veamos en este ejemplo eminente un símbolo de la acción histórica de la oligarquía en Inglaterra. Como tal oligarquía ha sido abominable, porque una oligarquía no puede ser moral; pero algunos de sus miembros se han cuidado de fomentar las ciencias y las artes, han sentido el deseo de remontarse al plano de las cosas objetivas, han querido saber, y esto justifica en cuanto es justificable, la existencia de las oligarquías. Ahora ha encontrado el mundo, merced al socialismo administrativo, la fórmula de sustentar la vida cultural en sociedades democráticas. Las oligarquías no son ya indispensables para alimentar la vida interna, y esta es la razón verdadera de que estén llamadas a desaparecer en plazo breve, por lo menos en los pueblos más adelantados. Pero la oligarquía inglesa se ha distinguido en la Edad Moderna, como la italiana del Renacimiento, como los «déspotas ilustrados», franceses y alemanes del siglo XVIII, como la Iglesia de la Edad Media, por su afición a la cultura. La oligarquía británica ha dado a Europa las universidades mejor dotadas y más libres, con Europa ha contado durante siglos. Por esas nobles Universidades de Oxford y de Cambridge las clases gobernantes de Inglaterra no han cesado de producir helenistas formados en el conocimiento directo de los griegos, jurisconsultos tocados de los más nobles ideales que ha producido la mente humana, poetas generosos, matemáticos creadores, pensadores y teólogos veraces y administradores rectos. Los movimientos ideales suscitados en las Universidades se han traducido en una política de reforma continua y polémica incesante. Y de este entrelazamiento de la ciencia helénica y de la moral del pueblo de Israel, ha surgido también este socialismo administrativo y propagandista, llamado a ejercer en toda Europa la misma influencia estimulante que ejercieron en otro tiempo las doctrinas individualistas de la escuela de Manchester.

Pero ha de advertirse que lo fundamental de este socialismo británico, es su carácter cultural y europeo. Se trata de asegurar a los pobres el pan, no porque con esta positiva «conquista del pan» se satisfaga la aspiración de los socialistas británicos, sino porque el pan es condición previa para la cultura de las masas, como la cultura de las masas es condición previa para la plena libertad. De ahí el carácter europeo de este socialismo. Lo característico de Europa es que busca la virtud por el camino de la ciencia, como lo característico de Asia, es que buscó la virtud por el camino místico de la fe o del nirvana o del milagro, o de la ciega voluntad. El socialismo inglés sale de la Universidad, lleva el pan al pueblo, exige, en cambio, al pueblo, la asistencia a la escuela y se propone convertir la nación entera en una Universidad, en un Museo y en una comunión de santos. Leyendo los volúmenes que Sidney Webb y su mujer, Beatriz Potter, han dedicado a la reforma de las leyes de pobres, reforma que es ya programa del partido radical inglés, se tiene la visión del principio de las cantinas escolares, aplicado a los 46 millones de habitantes de las Islas Británicas. La sociedad se cuida de que cada inglés coma lo suficiente y se gane la comida con su esfuerzo, a fin de que pueda seguir los estudios con aprovechamiento, y cada inglés se pone a estudiar para descubrir en el estudio su personalidad.

Es un socialismo que nace de lo alto, de los intelectuales, de la República de Platón, y que aprovecha para su realización la historia universal, que es, esencialmente, la de las obras máximas creadas por el hombre: desde las matemáticas hasta la pedagogía, desde la mecánica hasta la desinfección, pero que no se impone al pueblo autoritariamente, a la alemana, sino que ha ganado reforma tras reforma en la polémica constante con los espíritus escogidos y los intereses privados, mediante la educación de las multitudes y su consiguiente elevación espiritual. Es siempre una idea, como lo era en Platón, es una emoción, como lo era en los cristianos primitivos y en los socialistas sentimentales; pero es también un método que completa el método de Marx, porque no se limita a unir por intereses a los trabajadores, sino que los pone en contacto con los intelectuales, les capacita por este contacto para gobernar en la futura democracia, levanta el plano de unión de los trabajadores a la región de las cosas objetivas y transforma su unión en comunión.

La raíz europea

Este es, señores, el secreto de la eficacia de este movimiento socialista británico. No se contenta con pedir la cordialidad a sus adeptos; sabe que la cordialidad es por sí misma pasajera; no se contenta con defender los intereses del proletariado, sabe que los intereses sin la moralidad sólo son egoísmos: es un movimiento que sale de la historia universal de la cultura y se propone alzar el pueblo anónimo al plano de la historia universal. Este es, señores, el aspecto transcendental del socialismo universal, como momentánea condensación del socialismo británico, y este es el aspecto que se habían resistido a ver los españoles de generaciones anteriores. Cuando una obra de Wallace, el ilustre colaborador de Darwin, induce al noble Costa a estudiar el Colectivismo Agrario, no se pone delante el problema tal como lo plantea la historia universal, sino que se lanza a buscar las teorías colectivistas que habían aparecido en España, y cuando esas teorías le desagradan por haber «faltado alas al pensamiento nacional», emplea su capacidad enorme de trabajo en inventariar los hechos de colectivismo que encuentra en nuestros campos, fiel siempre a su idea historicista de que «esos criterios positivos, esas reglas inspiradas por la experiencia y la razón común de las colectividades han prestado a la humanidad mayores servicios que todos los libros juntos de los científicos». El resultado de este celtiberismo fue que con doble trabajo del que habría necesitado para dotar a España de una teoría y un método socialista que nos sirviera de base de investigación y de polémica, quedó su libro sin concluir... y los cañonazos de Cavite y de Santiago vinieron a sacudirle de su sueño histórico. Su próximo libro se tituló «Reconstitución y Europeización de España». Reconstituir es volver hacia atrás: el historicista no podía renegar de sí mismo; europeizar es hacer otra cosa distinta de la que veníamos haciendo. Al casar de esta suerte dos sustantivos antitéticos se convirtió D. Joaquín Costa en puente entre la España pasada o celtíbera y la España futura o europea. No necesito deciros cuál de estos dos Costas es el que yo prefiero. Sus investigaciones históricas, análogas a las que han orientado en el Norte y Levante de España los movimientos nacionalistas, contribuyen a darnos el conocimiento del ser de España, que es la materia en que ha de actuar la historia universal. Pero lo que debe ser no puede dárnoslo lo que es, sino la idea y el camino de la idea ha de enseñárnoslo Europa. Buscar la justicia en las espontaneidades populares es como querer aprender medicina en los remedios caseros, que es lo que hacía Balmes cuando buscaba un criterio de verdad en el sentido común. Pero debemos a Costa el haber descubierto que el problema de España se llamaba Europa. Europa es, señores, nuestra escuela.

No escuchemos a los que se lamentan de la posibilidad de que con esta europeización podamos perder la personalidad, el carácter diferencial, lo que nos distingue de los demás países: el elemento pintoresco y exótico que buscan en España los extranjeros que nos visitan. Este argumento me parece plausible en labios extranjeros. Llegará día, «decía hace poco Robert Hitchens en su novela The Spanish Fade, de tema español, en que los españoles adquieran la conciencia de la conciencia y entonces serán como nosotros.» Es el tema viejísimo de los novelistas ingleses contra los italianos modernos porque se han dedicado a estudiar ciencias y, lo que es más doloroso para los exportadores ingleses, a aplicarlas a la industria. Hay extranjeros fatigados de la concentración y del esfuerzo que supone la vida cultural, que se solazan al vernos reflejados en las novelas de Blasco Ibáñez como un pueblo de indígenas sin vida espiritual. Pero cuando oigo este argumento en labios de cabezas españolas que debieran ser cultas me quedo desconcertado y sin saber lo que decir.

¿Qué idea?, –me preguntó,– ¿tendrán esos señores de lo que es la personalidad? ¿Consistirá la personalidad en el aurresco, en la sardana o en la jota? No; esto no es la personalidad; es la particularidad, y nadie combate las particularidades espontáneas del pueblo.

Pero la verdadera personalidad consiste en la originalidad dentro del plano de las cosas objetivas. Si soy filósofo y produzco una idea original sobre la doctrina de Platón y no podré producirla si no conozco previamente las producidas ya, porque sería soberbia inane de mi parte la de pretender que se me ocurriera así, de pronto, lo que a nadie se le había ocurrido, entonces tendré yo personalidad; entonces contará España con personalidad filosófica. La personalidad; es espontaneidad cultural, esta espontaneidad consiste en rebasar el nivel de las cosas conocidas. ¿Qué personalidad es esa que vamos a perder con la europeización? Aquella del verso:

¿Kennst du das Land wo die Zitronen blühn? (¿conoces el país donde florecen los limones?); aquella otra que ensalza Goethe en los labios de Mefistófeles, el espíritu de la negación y de la frivolidad: Wir Kommen erst aus Spanien zurück.– Dem Schönen Land des Weins und der Gesänge. (Volvámonos primeramente a España: el bello país del vino y de las canciones). Lo que canta el pillo gitano de Geibel; Fern im Süd das schöne Spanien: (lejos en el sur la bella España)... La España de los gitanos y de los toreros, de Carmen y de La Marquesita, la España sin conciencia de la conciencia, como dice Hitchens, la España que no figura en los libros europeos de texto, la España de una política local, de un arte local, de una literatura local, de una pintura local, de una música local, la España separada del mundo de las cosas objetivas, la España desterrada del universo cultural... si es esa la personalidad que desean mantener a toda costa los enemigos de la europeización, hacen bien en aconsejarnos que volvamos la espalda a la historia universal de la cultura para que nos pongamos a averiguar en los archivos de los municipios y en los refranes de las sierras apartadas, el sentido ideal de la España autóctona y rural. Realmente no hay peligro de que por el estudio de nuestras espontaneidades populares lleguemos a Europa. A Europa se llega por el estudio de Platón y de Kant, de Newton y de Darwin. Pero yo quiero demasiado a los españoles, tanto obreros como intelectuales, para que pueda aconsejarles que continúen contentándose con el indigenismo.

Pero se combate también la tendencia europeísta con el pretexto de que hace perder el patriotismo. ¿Será posible que se formule en serio semejante acusación contra nosotros? Hay, señores, un patriotismo que es el síntoma del hombre normal; el cariño que liga al hombre con su suelo natal, con su familia, con sus amigos, con su ambiente. ¿Hay quién niegue este patriotismo a los españoles europeístas? ¿Pero en qué se funda nuestro europeísmo sino en este cariño? Pasamos por el tren a través de las estepas del centro de España; nuestros ojos se humedecen de pena; quisiéramos que nuestras lágrimas regasen esa tierra para que en ella llamease la gloria de los árboles; esto es europeísmo. Recordamos la escuela tétrica y sombría donde un maestro irascible nos enseñaba a palmetazos las letras primeras; quisiéramos suplantarla por la escuela-jardín donde se estimulasen con espíritu religioso las curiosidades elevadas; esto es europeísmo. Oímos hablar allá en Madrid de empleados que no van a la oficina, de ministros que sólo emplean a sus amigos, de periodistas que se alquilan a los partidos más opuestos como coches de punto; quisiéramos encontrar en cada negociado la religiosidad de la función que desempeña; esto es europeísmo.

Nos espantamos cuando lloran los niños; ladran los perros, maúllan los gatos y juran los hombres, signos de un pueblo secularmente maltratado; quisiéramos infundir a las clases gobernantes, por el camino de la ciencia, el sentido de sus responsabilidades, para que trocasen estas discordias africanas en colaboración y en armonía; esto es europeísmo. Nos rodea un pueblo escéptico y materializado porque no ha tenido clases gobernantes que le revelaran el mundo de la idea; quisiéramos hallar en cada par de ojos españoles esa suavidad de cortinaje que anuncia una habitación bien amueblada; esto es europeísmo. Trabajar para los españoles, pensar por ellos y para ellos, consagrarles la vida; esto es también europeísmo.

Pero ¿es que cuando hablamos de Europa pensamos en los hórridos palacios de Berlín, en las cortesanas de París o en los millones del Banco de Inglaterra? Pero el lujo de Europa no es Europa; el lujo es lo que griegos y romanos importaron de Asia y de África, lo que luego descubrieron los cruzados en Bizancio y en Oriente, lo que después aportaron los venecianos, lo que ahora han seguido trayendo a tierras europeas los mercaderes flamencos, ingleses y alemanes. Lo europeo es sencillamente la ciencia, la invención de las definiciones generales realizada por Sócrates, la aplicación de la ciencia, en cuanto definidora al arte y a la moral. El oriente es la incontinencia y la acumulación, el lujo y consiguientemente la miseria. Europa es la medida, la austeridad, la contención y la justicia. No tiene tantas piedras el Partenón como una pirámide de Egipto, pero las tiene mejor puestas.

Esta Europa que nosotros planteamos como problema que todo español culto está en la obligación de plantearse, es sencillamente la Europa ideal; la que inventó las matemáticas y la filosofía, la que enseñó a los hombres a dudar de los impulsos personales para devolverles la certidumbre en la conquista de las cosas objetivas. Y no me preguntéis para qué nos proponemos someter a este pueblo indisciplinado a la penosa disciplina que supone la adquisición de las cosas objetivas. Podría contestaros diciéndoos que de Europa vivimos, porque con máquinas inventadas por europeos se cultivan nuestros campos, se tejen nuestros vestidos y se muele nuestro trigo. Pero esto ya lo sabéis vosotros. Sólo que nosotros negamos la legitimidad de ese «para qué» con que interroga vuestro escepticismo a los europeístas. Aunque la ciencia fuera prácticamente estéril, sería deber humano conquistarla, porque no están hechas las cosas superiores para servir a las inferiores, sino éstas para aquéllas. Pero como nuestro espíritu práctico pide a la escuela una justificación, os he hablado esta mañana del socialismo administrativo de Inglaterra, como podría haberos hablado del asunto Dreyfus. ¿Habéis pensado en lo que hizo posible ese admirable asunto Dreyfus, que ha libertado definitivamente el espíritu de Francia de sus antiguos dogmatismos? Pues no penséis que la palabra definitiva del asunto Dreyfus la dijeron los partidarios sentimentales del capitán judío. Lo que hizo posible en Francia el asunto Dreyfus, lo que no ha permitido en España suscitar con mayores motivos análogos debates, es que en Francia, el país de Descartes, había numerosos intelectuales habituados a distinguir entre lo que está probado y lo que no lo está, distinción que es el signo de Europa, y a que este hábito de la veracidad se halla tan arraigado que constituye una necesidad, que no podemos sentir con la misma vehemencia los pueblos que no han pasado todavía del culto de la sinceridad.

La unidad en Europa

Señores: al anunciarse esta Conferencia uno de los vuestros, quien yo solía llamar en otro tiempo San Pedro Corominas, me dijo que por haber vivido largo tiempo en tierras extranjeras y hallarme alejado de nuestras pasiones, podía yo hacer alguna cosa para que en lo futuro se entendieran mejor, más cordialmente, los intelectuales de Barcelona y Madrid. Era grande e inmerecido el personal elogio que estas palabras encerraban. Pero las esperanzas de Corominas tenían que verse defraudadas. Si hubiera intelectuales en Madrid y en Barcelona en número y calidad bastantes para crear ambiente, ¿no estarían ya unidos en la lucha común contra la incultura? Si los que pasamos por intelectuales nos hubiéramos formado desde niños en la historia universal de la cultura, en lugar de formarnos en la historia de nuestras luchas intestinas, ¿no nos habríamos unido en Atenas y en Florencia, en las cooperativas y en el régimen parlamentario, en Kant y en Pestalozzi, en el Renacimiento y en la Revolución, en el amor común de las obras máximas realizadas por los hombres? Corominas desearía que pudiera llegarse a esa unión por un impulso místico, por un salto cordial de ciudad a ciudad. Pero yo no puedo creer en la conveniencia de los saltos ni aun para las cordialidades. Hoy España necesita de Barcelona para que oponga a Madrid el contrapeso de su crítica y de sus agitaciones, como necesita de Madrid para que contenga sus impulsos centrífugos. La lucha de ahora es, de momento al menos, necesaria y saludable. España no ha hallado aún la fórmula de su unidad ideal, acaso por no haberla discutido bastante. Es necesario aún discutir mucho antes de que podamos entendernos del todo, y también los vascongados tenemos algo que decir en este pleito. España es, hoy por hoy, el pedazo de tierra donde nos disputamos. Pero ya hemos llegado a saber una cosa. Sabemos que en el problema de Cataluña, como en el de Castilla, en el del Norte como en el del Sur, en el de Barcelona como en el de Madrid, hay un denominador común, y que este denominador se llama Europa. Sabemos que al través de nuestras disputas hay una cosa que no haremos, y es emplazarlas en la perspectiva de la historia universal. Sentimos, en una palabra, que el mundo no nos oye cuando hablamos, porque tampoco nosotros hemos escuchado las palabras del mundo. Y de Madrid como de Barcelona, del Norte como del Sur, del centro como de la periferia, surge un modesto anhelo de curiosidad que busca al mundo y se pregunta si hemos hecho bien en lo pasado al embozarnos en nuestra capa parda para respirar solamente nuestra atmósfera. Al asomar los ojos a Europa se sufre, de pronto, profundo dolor. ¡Qué largo el camino hasta que nos parezcan posibles esas conquistas del socialismo que ya son en Inglaterra realidades! ¡Y cuán fácil que perdamos nuestro tiempo si pretendemos adaptarnos solamente los resultados y olvidarnos el esfuerzo mental que los ha producido! Y, sin embargo, una Europa exhausta, a consecuencia de esfuerzos anteriores, una Europa de cuyas manos fatigadas parece que quiere caerse la antorcha cultural, ¿no parece invitar a que unos brazos jóvenes arranquen la antorcha de los suyos?

Pero no soñemos. Lo que podemos hacer es muy poco, porque es poco lo que hicieron nuestros padres. Allá, en Europa, sobre nuestras cabezas, sobre la región de las cosas objetivas, está seguramente la fórmula de unión entre los intelectuales españoles, que buscaríamos en vano en nuestro pasado. Y acaso exagere también al formular esa promesa. Después de Europa, después de que el esfuerzo de los intelectuales españoles hubiera hecho pasar por Celtiberia el ombligo del mundo, según la frase de Platón, aún seguiríamos disputándonos, sólo que entonces nuestras disputas serían escuchadas por el mundo, porque estarían emplazadas en la perspectiva de la cultura universal.

No hace muchas semanas visité en Madrid el Museo del Prado y, de pronto, ante la Venus, del Tiziano, rompí a llorar inopinadamente. Fue a la salida cuando me puse a analizar la causa de aquella brusca sensación inesperada. Recordé entonces que antes de ver la Venus me había detenido largo rato ante La Maja desnuda, de Goya. La Maja desnuda es una de las grandes glorias españolas. Jamás se ha pintado más exquisitamente la menudencia y bonitura de una mujer bonita y menuda. Don Francisco de Goya concentró su alma en pintar una mujer y lo hizo inmortalmente. La Venus, del Tiziano, es también una mujer, una veneciana, seguramente; pero además es la mujer tal como el hombre apasionado la concibe: tranquilidad, inercia, fuerza, misterio, algo así como el mar que carece de fuerza por sí mismo, pero en sus caprichos echa a pique a los barcos. A los pies de la Venus un músico toca el órgano y vuelve la cabeza febril y sedienta para mirar la belleza desnuda. En el fondo se ve una alameda que no conduce a ningún sitio. ¿No habéis soñado, cuando enamorados, con recorrer del brazo de vuestra amada un camino ideal e infinito? En el cuadro de Goya hay una mujer genialmente pintada; pero los ojos se detienen en el cuerpo de la mujer pintada y con los ojos se detiene el alma. En el cuadro del Tiziano, a la emoción de primer plano sucede la evocación de la música, de la pasión, de la poesía, de la alameda, del camino infinito. Y es que Goya se confronta directamente con el mundo, pero el Tiziano lleva en su cabeza, además de la visión del mundo, el recuerdo del Ariosto, del Tarso, de Boccaccio, de Dante, de la mitología y es el Renacimiento entero quien presta perspectiva a su cuadro. Las lágrimas quedaron explicadas. Había echado de menos esa perspectiva ideal en el genio de España. ¿Pero no es hora ya de conquistarla?

Ramiro de Maeztu