Filosofía en español 
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[ Juan Maragall Gorina ]

La cuestión de la moral pública

Película espiritual

Este rápido embrutecimiento de las gentes por el cinematógrafo, es cosa que empieza a preocupar a los que se ocupan en asuntos sociales. Y es triste cosa, en efecto, que de una invención tan buena, si se la dejara en su lugar, nos vengan tan malos frutos.

Es esto, sin embargo, lo propio de todo progreso en la materia, al cual no corresponda su equivalente en el espíritu: y no corresponde nunca, sino que hay que hacerlo corresponder después. El hombre siente siempre el peso de su barro, y si se le dejara, invertiría todos los refinamientos de la civilización en andar más cómodamente a gatas. Así vemos como toda invención material es seguida por de pronto de una agravación de la bestialidad: las máquinas producen la esclavitud en las fábricas, los explosivos favorecen el prurito sanguinario, la fotografía la difusión de la vulgaridad y la indecencia, &c.

Porque todo lo que es mecánico es una multiplicación de la actividad material humana; y como en el hombre todavía si el espíritu representa uno el barro representa diez, cuando viene la máquina a centuplicar su acción estos diez se convierten en mil, mientras que aquel uno no llega a convertirse en diez, porque la máquina puede multiplicar el brazo, pero no puede multiplicar el corazón ni el entendimiento; de modo que ni la proporción se guarda; así es como a toda gran invención material sucede una positiva agravación de bestialidad.

Y así ha sucedido con el cinematógrafo. ¡Gran invento! ¡Poder reproducir los espectáculos más grandes de la vida natural, las escenas más interesantes de la vida social, y esto divulgarlo de unos pueblos en otros, hacernos vivir hasta cierto punto, en lo que otros viven, y a ellos en lo nuestro, servir la vivaz curiosidad de los humanos hermanándolos, elevándolos! Y esto después a través del tiempo, de los siglos. Figuraos no más que este invento hubiera sido hecho cien años atrás, nosotros ya podríamos revivir en cierto modo los tiempos napoleónicos, presenciar las acciones de aquellos ejércitos fanatizados por la grandeza del momento, asistir, por ejemplo, a la entrevista de Napoleón y Goethe en Ehrfurt, ver moverse aquellos príncipes, aquellos caudillos, aquellos diplomáticos. Figuraos más lejos aun el invento y más perfecto, y veríamos agitarse las multitudes romanas en el foro. Figuraos menos: que el viejo de hoy se ve a sí mismo, estudiante de veinte años, corriendo alegremente a la vida con sus compañeros. En fin, pensad cómo el cinematógrafo puede multiplicar las sensaciones a través del tiempo y del espacio, cómo puede enriquecer nuestro sentido con sólo ponerse modestamente en su lugar de mera reproducción de lo natural y de lo vivo.

Pero ahora viene el triste hecho: que el público no tiene aún bastante sentido para gozarse en la sublime sencillez de la vida y prefiere que le den una cosa puesta, la reproducción de una representación, en cuyo doble tránsito la flor pierde su aroma y queda sólo el bajo interés de la acción, lo que pasa, aunque pase entre míseros figurantes, entre monigotes que apestan a farsa a una hora lejos. El dramón, la necia pantomima, han recobrado por el cinematógrafo el favor de una gran parte del público que ya se había apartado de ellos y librado el espíritu de su bajeza. Ahora, invitados por la multiplicidad de estas exhibiciones, por su rapidez, por su funesta baratura, la gente ha vuelto al dramón espeluznante o insulso, con la agravante de que en él no queda ya siquiera aquel grano de vida que le comunicaba la representación directa por actores vivos; ahora ni esto; el torpe interés de lo que pasa; y que pase aprisa de modo que el espíritu no logre ni un momento de elevación en la inspiración de una frase o de un gesto, que quede bien ligado al bajo interés de la acción, que quede bien terre á terre, bien a gatas.

Esto es lo que quiere la bajeza natural del público, y esto se le da. Ya no digo de los horrores y de las indecencias, porque no es necesario ir tan allá, siendo la trayectoria la misma: ¡abajo! Y si el público pide abajo, el empresario no le dará arriba; porque el oficio del empresario es absolutamente contrario al del misionero. Se ha visto intentos de cinematógrafos que fueron lo que debían ser, reproducciones de espectáculos naturales y de escenas espontáneas, vivas, y la gente ha dejado la sala vacía y la empresa hubo de quebrar. No, los empresarios no tienen obligación de meterse a redentores.

Entonces, la autoridad –decís,– el Municipio, el Estado. ¡Bah! ¡ya pareció la entidad! La estética y la moralidad dependiendo de unas elecciones municipales, de la manga ancha o estrecha de un censor y del buen gusto de un empleado. Sería una insoportable tiranía que no haría sino avivar el aliciente de las bajezas clandestinas inevitables, suponiendo que supiera elevar el nivel de lo lícito.

No, los redentores habéis de ser vosotros mismos, los que os preocupáis de estas cosas, esforzándoos en extender, en contagiar vuestra repugnancia por medio de una acción personal. En vuestra casa, en vuestros hijos, en vuestros deudos, en vuestros criados, habéis de esforzar vuestra acción; y conquistar al vecino para que haga igual en su casa, y cada uno en la suya y en sus relaciones personales. Y sin necesidad de hablar de cinematógrafos siquiera: avivad simplemente vuestro espíritu en el amor de las cosas altas, comunicad este amor y esta vida, y los espíritus se levantarán, y, con sólo levantarse ellos, repudiado quedará lo que esté bajo: el cinematógrafo y lo demás.

Quiero decir que habéis de promover un avance espiritual equivalente al avance material que el cinematógrafo y lo demás representa, y entonces estad seguros de que, quedando cada cosa en su lugar, todas serán aprovechadas para el bien.

Si educáis a vuestros hijos en el amor de las cosas que Dios crió –los árboles, las montañas, el mar, la noche estrellada,– nunca se gozarán en las farsas cinematográficas; si lográis comunicarles no ya el gusto, –que esto es cosa dada de gracia– pero al menos el respeto a las grandes creaciones artísticas, no podrán gustar de la película dramática, ni del gramofon, ni de todas esas mecánicas pseudo artísticas que van desde la insoportable pose de la calamitosa tarjeta postal hasta el horrible piano de manubrio; si infundís en cada uno solamente el sentido de lo sagrado de su propia vida, y que hay una alma que llevar a Dios por uno u otro camino, tendréis ya mucho adelantado.

Hay que hacer sentir al hombre su nobleza en su bajeza; cómo aquélla está sellada en la imagen y semejanza de Dios, y el peligro de que su cuño se disipe y borre con el público roce, quedando sola la materia bruta y otra vez informe. Salvad al hombre vivo, y no os turbe el fantasma social.

J. Maragall