Congreso de los Diputados
Presidencia del Excmo. Sr. D. Miguel Villanueva y Gómez
Sesión del sábado 1 de julio de 1916
[ Intervención de Melquiades Álvarez González: “Lo que no conozco es una nación de naciones, porque esto es una superfetación monstruosa” ]
Contestación al discurso de la Corona
Continuando el debate pendiente acerca del dictamen de la Comisión, dijo
El Sr. PRESIDENTE: El Sr. Álvarez (D. Melquiades) tiene la palabra.
El Sr. ÁLVAREZ (D. Melquiades): Señores Diputados, comprenderéis que, teniendo que hablar en este debate los representantes de las diferentes fuerzas parlamentarias, era obligada mi intervención para fijar con toda claridad el criterio de la minoría reformista. Os voy a imponer, por consiguiente, una molestia, la de tener que oírme y soportar durante más tiempo un debate tan largo, que, por lo largo, ya resulta fatigante y enojoso.
Mi tarea en esta tarde es relativamente fácil, lo cual parecerá extraño contrastándolo con la naturaleza compleja de las cuestiones que aquí se han discutido. Con solo recoger las notas salientes de los discursos pronunciados por los que han intervenido en el debate, tengo materia más que sobrada para el mío.
Da, además, la casualidad de que por parte de todos los oradores, lo mismo los de la extrema derecha que los de la extrema izquierda, existe una coincidencia absoluta en materia de crítica y en lo sustancial de las afirmaciones. Hay naturales divergencias, divergencias livianas, accidentales, sin importancia; modalidades de temperamento más que de juicio y de convicción. Lo habréis observado ayer y en los días anteriores; lo advertiréis hoy: unos son pesimistas y otros son optimistas. Pesimistas, todos aquellos que, habiendo pasado repetidas veces por el Poder, no han podido remediar el mal; optimistas, todos aquellos que, como yo, han venido a la vida pública después del desastre, y no sienten el remordimiento de responsabilidades contraídas, ni de haber pecado de imprevisores o de incapaces en el Gobierno. Como la mayor parte de los Diputados que me escuchan están en el mismo caso que yo, creo que este optimismo, que es estimulador de energías y de esperanzas, nos colocará a todos, a los de ahí y a los de aquí, en el camino de llegar pronto al remedio.
Pero no hay que negar la realidad ni olvidar lo que se ha dicho, con elocuentísima frase, por casi todos los oradores que han intervenido en el debate: estamos en momentos graves, gravísimos. El representante de la minoría regionalista decía que después de la paz se iba a plantear en toda España un pavoroso problema constituyente, y desde el Sr. Maura al señor Lerroux afirmaban que nunca como en estos momentos ha sido tan necesaria la compenetración de los gobernantes con los ciudadanos.
Aquí empieza mi primera coincidencia con el señor Maura. Siendo esto tan necesario, es verdad que nunca ha sido tan manifiesto el divorcio entre los gobernantes y los gobernados; negarlo sería desconocer la evidencia. Este divorcio, lo estaréis observando todos los días, se traduce en una verdadera hostilidad de los ciudadanos contra el Estado, en un retraimiento político de la masa general, y en una indiferencia, en una escasísima confianza, casi iba a decir en un desprecio, que inspiramos los hombres y los partidos. Por efecto de este divorcio, la política va siendo una cosa odiosa para la gente seria de nuestro país, sobre todo esta política menuda, que no se alimenta de ideas, que se nutre de intrigas y ambiciones, que cobija sin pudor los mayores desafueros de los caciques, y que, lejos de servir al bien de la Patria, como es su deber, fomenta tan sólo los intereses de los clientes y de los paniaguados.
Por si esto fuera poco, estamos dando a diario el espectáculo deplorable de una verdadera incontinencia verbalista.
Recuerdo haber leído que allá en la antigua Tebas, para ejemplo de los ciudadanos, se solía simbolizar la Justicia, Sr. Presidente del Consejo de Ministros, en una diosa radiante de hermosura, de mirada altiva, pero sin manos. Indicaban así que la Justicia no podía contaminarse de las tentaciones impuras de la codicia. Yo creo que si fuéramos a buscar un símbolo para la política española, parecido al de los antiguos tebanos, deberíamos representarle por una diosa, hermosa o fea, como queráis, con todos los atributos de la actividad y del trabajo, pero sin lengua, indicando así que en el silencio resultaban fecundas y prolíficas nuestras obras.
Confesemos la culpa, porque será el medio de ponernos en el camino del arrepentimiento; hablamos demasiado en el Parlamento y no hacemos cosa alguna; somos víctimas de convencionalismos odiosos; estamos dando ante el país el triste espectáculo de que nuestras energías se van diluyendo, como decía el señor Mella, en el mar de la oratoria, yo diría que en un diluvio de palabras vacuas y sonoras; por ello nuestro desprestigio es tan grande, y tras el desprestigio apunta ya el peligro.
Es natural que así sea. Hay una especie de ley biológica en la política, como en la Naturaleza, que va eliminando despiadadamente todo lo que es inútil y nocivo. Cuando un órgano se atrofia o no funciona con regularidad, surge inevitablemente, por necesidades y apremios de la vida, el órgano sano que ha de sustituirle, y eso es lo que está pasando de una manera subrepticia en la política española. No os quepa duda de que es lo que está ocurriendo, y de que cuando se tenga noticia de lo dicho por los oradores más prestigiosos de la Cámara, el malestar y el disgusto cundirán por todo el país.
El Sr. Maura, en la última parte del discurso que pronunció ayer tarde, robusteciendo esta tesis que acabo de insinuar, os manifestaba, Sres. Diputados y Sres. Ministros, que aquí no había remedio para el mal; los partidos eran impotentes para remediarle, no por flaquezas de la voluntad, sino por vicio del sistema imperante; la Administración estaba contaminada de todo linaje de prevaricaciones; la autoridad vivía en permanente divorcio con la justicia; el Estado resultaba un dilapidador del patrimonio nacional y de la riqueza pública.
Cuando se lean, Sr. Maura, todos estos conceptos y se sepa que quien fue antes jefe del partido conservador y gobernante de prepotencia marcada en nuestra Patria, dejaba salir de sus labios el desaliento y la desesperanza, no os quepa duda: sin autoridad el Gobierno, sin prestigio el Parlamento, y descompuestos interiormente los partidos, la gente que siente las angustias nacionales buscará el remedio fuera de la legalidad, y unos tendrán que poner sus esperanzas en la revolución, y otros en la intervención más eficaz y directa de los altos poderes.
La lógica nos lleva indefectiblemente a esa conclusión. Son los dos abismos, Sres. Ministros, entre los cuales se abre para España el camino del porvenir. Ya sé que muchos acogerán con una marcada sonrisa desdeñosa estos augurios sombríos. Ya sé que se me va a decir a mí, por cualquiera de los Sres. Ministros: ese es el pesimismo desconsolador del Sr. Maura, al que juzgará quizá víctima de su despecho o de las amarguras que ha sufrido en la política, recogido hiperbólicamente por quien ostenta la representación de los reformistas. Os engañáis, me dirán, no hay ambiente para la revolución; menos aun para ese soñado y peligroso poder personal. ¡La revolución! Mirad a vuestro alrededor; están dispersas, descompuestas, desacreditadas, las llamadas fuerzas revolucionarias. ¡El poder personal! Sobre ser repudiado por la Nación el poder personal, reclama siempre ambición en quien ha de ejercerle, y, afortunadamente para España, allá en las alturas no se siente otra ambición que la nobilísima de engrandecer a la Patria, ciñéndose al cumplimiento de los deberes y a las prácticas constitucionales. (Muy bien, muy bien.)
No os fiéis de optimismos, Sres. Diputados, porque podrá sorprenderos súbitamente el desengaño. La revolución no la engendran los partidos revolucionarios; este es el error. La revolución se engendra por torpezas contumaces de los gobernantes, y cuando estas torpezas se repiten, y no dejan siquiera aliento a la esperanza, y tropezamos, además, con una opinión hostil, donde fermentan, por resabios de educación, la rebeldía y el odio, una causa insignificante, tal vez liviana, puede desencadenar, con éxito, las pasiones revolucionarias.
Un país mal gobernado es siempre propicio a la rebeldía, y si, por desgracia nuestra, surgiera algún día la revolución en España, sería muy difícil contenerla, por dos razones: primera, porque relajados, como están aquí, todos los vínculos del deber, no hay en el organismo social resistencias y energías bastantes para reaccionar rápidamente contra el desorden, y segunda, por aquello que nos decía ayer el antiguo jefe del partido conservador: porque el Poder público ha perdido toda autoridad, en fuerza de vivir en consorcio con el desacierto y con la injusticia.
Lo que afirmo de la revolución, sin querer ser pesimista –no lo soy, ya lo veréis en el curso de mis afirmaciones–, lo digo de ese fantasma del poder personal. No se engendra el poder personal en la ambición desaforada de una voluntad preeminente; no se establece por imposición de la fuerza, esta es la equivocación: el poder personal se va engendrando insensiblemente por un sinnúmero de circunstancias que concurren a darle nacimiento y vida, por la indiferencia popular, por el desprestigio de los partidos políticos, por el olvido de los deberes de Gobierno, por una sensación colectiva de malestar general del país, que siente necesidad de un cambio de postura, y que, no atreviéndose a afrontar los peligros de una revolución, se contenta con una mudanza en el ejercicio del poder.
Reflexionad conmigo y veréis el peligro; véanlo sobre todo los que son relativamente antiguos en el Parlamento español. Hace ya años el inolvidable don Francisco Silvela, recordando lo que los Reyes Católicos habían hecho con los señores feudales, requirió un día la intervención del Poder Real para concluir con lo que llamaba feudalismo político y parlamentario. El consejo pareció entonces imprudente y temerario; imprudente porque subvertía las bases fundamentales del régimen político; temerario porque conducía lógicamente a la exaltación idolátrica del Poder Real.
Ved las metamorfosis de la opinión; se da el caso, extraño por cierto, de que contra la voluntad del Monarca, es la misma opinión quien reclama del Poder moderador, en momento de crisis, altas iniciativas y actitudes que, a mi juicio, no son escrupulosamente constitucionales. Lo estáis viendo todos los días. Cuando uno de los pueblos se ve desatendido por el Ministro, a donde acude, seguro de hacerse oír, es al Poder Real; cuando un interés es lastimado, donde formula con mayor ahínco sus reclamaciones no es en las antesalas de los Ministerios, sino ante las gradas del Trono; cuando en la vida internacional o en la interior de nuestra política desdichada surge algún conflicto de relativa importancia, es en la Corona en quien se ponen las esperanzas para conjurar el peligro.
De modo que, a espaldas vuestras, va surgiendo insensible y subrepticiamente un poder que califico de extraconstitucional y que es la consecuencia lógica de la negligencia de los gobernantes; el resultado de la dejación de funciones en el Gobierno.
Cuando éste se inhibe arbitrariamente de aquello que constituye su deber, a espaldas de la Constitución surge el poder que ha de sustituirle, para realizar con más o menos éxito los fines del Estado nacional. Hablo, pues, con respeto de un peligro que puede surgir, que en la realidad se apunta; motivo de graves preocupaciones para espíritus reflexivos, sinceramente monárquicos; motivo de leal advertencia para quien, como nosotros, ha prescindido de la forma de Gobierno en el deseo de defender los intereses de su Patria. Mientras las cosas vayan bien, mientras los conflictos se resuelvan con facilidad todo será veneración y alabanzas para quien encarne ese alto poder; pero si mañana llegara el desastre y se agudizara la crisis y se encresparan las pasiones, acostumbrado el pueblo como está a no ver en el Gobierno más que una ficción o una caricatura, ese mismo pueblo, injusta y despiadadamente, es posible que lanzara sus rayos contra las cimas más altas de la política española.
Por eso afirmo que estos son los dos peligros que resultan de una política, donde se hace abandono voluntario de las funciones de Gobierno, que se acentuarán en el país, propicio siempre a la desconfianza y a la crítica, cuando mañana tenga noticia de que los hombres que han predicado la revolución desde arriba, reconocieron que era imposible la redención, por la lepra caciquil que invade todos los poderes del Estado.
¿Es que creo que no hay remedio para eso? ¿Es que siento mi ánimo invadido por el pesimismo, como el Sr. Maura? No; tenemos remedio y el remedio debéis aplicarlo vosotros, que sois los que estáis en el partido liberal; os hablo en este momento como si fuéramos correligionarios, si empezamos por constituir dentro de los partidos, Gobiernos de autoridad, y la autoridad no nace de la inteligencia, ni de la palabra, ese es un error, la autoridad nace siempre de la sinceridad en la conducta y del amor a las ideas, única norma en que debe inspirar sus resoluciones todo Gobierno, sin perjuicio, como es natural, de acomodarse a las circunstancias de lugar y tiempo. Si esto hicierais, tendríais a vuestro lado el entusiasmo y la fe clamorosa de todos vuestros correligionarios; el apoyo y la confianza de la opinión, poca o mucha, la que hubiere en España, la suficiente, en fin, para que la vida de los Ministros no dependiera, como depende casi siempre, de una encrucijada parlamentaria o de una complacencia de la Corona.
Además de formar Gobiernos de autoridad y de prestigio, sería necesario que, inspirándoos en el bien del país, constituyérais un Parlamento con lo más sano de la opinión, con lo más inteligente, que representara las actividades nacionales, desoyendo los clamores del egoísmo de vuestros correligionarios y las protestas de los caciques y sin preocuparse de que pudieran ser un peligro para las jefaturas estas corrientes de aire vivificador que entraran en el Parlamento.
Reconocerá el Sr. Conde de Romanones, a quien en este momento no hablo como adversario, sino como amigo, que varias veces le hice, sin autoridad, pero cariñosamente, esta leal advertencia. Yo he dicho que en España la opinión está adormecida, casi no existe, pero el Poder tiene una fuerza extraordinaria y con él puede formarse un Parlamento, que sea la representación de todas las fuerzas vivas y de todos los elementos sociales, de la ciencia, de la agricultura, del comercio, de la industria, de todos los núcleos que existen en el país, y que constituya una especie de órgano de colaboración en la situación difícil y pavorosa que puede surgir en España con motivo de la terminación de la guerra. No demando una cosa nueva, un imposible. Señores Ministros, yo recuerdo que lo que hicieron todos aquellos célebres estadistas ingleses, desde los tiempos de Walpole, fue aprovecharse de la corrupción de los burgos, de los condados y de los ciudadanos, para establecer un verdadero régimen parlamentario. Si aquí nos inspiráramos en el interés general y quisiéramos que el Parlamento fuera un reflejo de este interés, debiéramos haber realizado esto para que España hiciera por sí todo lo que puede hacer, y si, presentándose el problema, éramos incapaces o impotentes para resolverlo, la culpa no sería del Gobierno, sino del país, que, por un arrastre de arbitrariedades y de insuficiencias, estaba incapacitado para incorporarse a la vida moderna de las naciones.
Si lo hubierais realizado así, no tendríais apuntado el peligro por la codicia y el egoísmo de ciertas clases sociales. El Sr. Maura hablaba ayer de las exaltaciones patrióticas de las naciones beligerantes, lo que representaba su abnegación, de la facilidad con que se desprenden de su vida y de su capital para servir a la Patria. Es verdad. ¡Qué contraste con lo que ocurre en España! ¡Qué contraste con lo que pasa en España con representantes de las clases conservadoras, alentadas por vosotros o por algunos de vosotros!
He visto anunciados unos proyectos de Hacienda, que en la parte sustancial merecen mi aplauso, que entiendo obedecen a una orientación que, con otros propósitos reformadores, deben ser la norma del partido liberal, porque la batalla entre los liberales y los conservadores no se libra hoy en la esfera de los principios abstractos; se libra en el terreno económico.
Hay que renovar la estructura del país. El no renovarla es mantener los privilegios de las clases conservadoras. Sin embargo, he visto también, señores Diputados y Sres. Ministros, que esos representantes de las clases plutocráticas, que tienen indiscutible derecho a demandar del Poder público justicia, a pedir reformas que no pongan en peligro sus intereses, se atreven a decir, con insolencia que es depresiva para el Poder público, que los déficits de los Presupuestos son obra de vuestros vicios, de vuestras arbitrariedades y de cosas que se han realizado por los Gobiernos en contra de la voluntad de la Nación. Hay que contestarles que, con ficción o sin ficción, el Parlamento es el órgano de la voluntad soberana del país, y cuando un partido, velando por los intereses colectivos, pone sus entusiasmos y sus esperanzas en proyectos de ley, el corregirlos será lícito, pero la actitud de rebeldía es un ultraje y un agravio. (Muy bien.)
Ya veis cómo participando de las críticas apuntadas elocuentemente ayer por el Sr. Maura, sigo en mi camino una dirección opuesta, porque me alienta la esperanza y no siento enervada mi voluntad por el pesimismo. Pero ya no podemos modificar lo existente, y tenemos un Gobierno al que yo creo apoyará el partido liberal, cuando la conducta del Gobierno esté inspirada en ideas, un Gobierno al que –no se equivoque el Sr. Conde de Romanones,– no secundará ese partido en cuanto vea que a las ideas han sustituido las habilidades o las ambiciones de Poder. Con este Parlamento y este Gobierno, tengo el deber de exponer, aparte de lo que os acabo de decir, el criterio de la minoría reformista, apuntado muy brevemente en todos los asuntos que han sido materia de debate.
Cuestión magna de la discusión, la consabida del catalanismo. Se habrá convencido el señor Cambó de que ha padecido, al plantearla, un error fundamental de táctica, porque, en lo fundamental del problema, mayoría y minorías, partidos monárquicos y republicanos están en absoluto de acuerdo en sentir una impresión que no habéis experimentado vosotros, la impresión de que en estos momentos graves, todo lo que sea debilitar la solidaridad nacional es inoportuno, por no calificarlo más duramente.
Plantear a estas alturas una grave, gravísima cuestión constituyente, cuando no habláis en nombre de toda Cataluña, ni absorbéis la representación total de Cataluña, ni reflejáis la verdadera realidad de Cataluña, es un error deplorable. Habréis observado, además, que si todos los partidos, como era obligado, os escuchaban con la natural cortesía, no he de ocultaros que se os oye con prevención, y, si he de ser sincero, salvando todos los respetos que guardo a las personas y a las ideas, fuera de aquí, en un gran sector de la opinión española, por la forma de presentar el problema, con manifiesta hostilidad. ¿Dimana esto, como yo oí en esta Cámara, como se dijo en el Senado, de palabras virulentas y apasionadas, que se pronunciaron en la fiesta de la Unidad catalana y que se han repetido aquí? No; las palabras no pueden asustar a nadie por lo que significan; lo que atemoriza es lo que está detrás de las palabras. Ese lenguaje varonil, lleno de cólera y de pasión, lo han tenido siempre legítimamente, lo deben tener todos los que protestan contra un régimen político que, a su juicio, causa las desventuras del país. Esos apóstrofes vibran en los discursos y en las páginas de los libros de aquellos célebres Costa y Picavea, de quienes se hablaba en el Parlamento, cuyas enseñanzas constituyen la base de los programas regeneradores de los partidos políticos. ¡Asustarse de la frase!
Recuerdo que Costa, el ilustre aragonés, llegó a decir, en momentos de tristeza, que de continuar las desvergüenzas del Poder público, deberíamos incorporarnos definitivamente a Francia y a Inglaterra y poner desde luego punto final a la Historia de España. No creo que se hayan dicho apóstrofes de mayor gravedad en el Parque Güel. Recuerdo también que otro publicista, que se ha citado aquí, Picavea, después de lanzar todas sus diatribas contra la España del desastre, viendo un país que era esclavo de la burocracia incapaz, del centralismo absorbente y brutal, de una política exótica, que desviara de sus verdaderos cauces la vida nacional, y de un fanatismo religioso, que había modelado a su antojo la mentalidad de la raza para envilecerla, sostenía que una España así no podía merecer más que el menosprecio.
Ayer el Sr. Maura, sin hablarnos de España, refiriéndose al Gobierno, y al recelo y la desesperanza del país, tenía vehemencias de palabra que no se pueden comparar con las que hayan tenido en momentos de pasión estos dignos e ilustres representantes del partido catalanista. No asustan las palabras; al contrario, aquellos conceptos se utilizan como un recurso contra la modorra nacional; son un estimulante de la actividad ciudadana. Nadie los llama antipatriotas ni separatistas; como que a través de estos apóstrofes no se vislumbra el odio; se vislumbra el corazón de los grandes españoles, lacerado ante el desastre por la desconfianza y por el pesimismo.
¿Por qué se os ha escuchado a vosotros con prevención? ¿Por qué suscitáis a veces la hostilidad? Os lo decía el Sr. Maura, os lo decía, me parece que el Sr. Presidente del Consejo de Ministros; no quisiera trastocar las frases; lo ha manifestado el Sr. Lerroux, porque vuestro egoísmo particularista os obliga a concentrar toda la atención en Cataluña, como si el resto de España, que es más desventurado que vuestra región, no solicitara los desvelos de todos los representantes del país y mereciera estar continuamente entregado a los desenfrenos de las oligarquías dominantes. Olvidáis lo que afirmaba el Sr. Maura, con razón, que la política es tanto más eficaz cuanto más generosa y amplia se manifiesta en sus desenvolvimientos. Una política particularista, que limita arbitrariamente el horizonte de su actividad, que no se interesa en todos los problemas palpitantes de la vida nacional, que sólo se apasiona por cuestiones que afectan a una u otra región, es una política perturbadora y estéril, porque, sobre convertir los partidos en agrupaciones locales, despierta inevitablemente, con sus exclusivismos, recelos y desconfianzas de todos.
El Sr. Cambó, anticipándose al argumento del antiguo jefe de los conservadores, manifestaba la primera vez que planteó el problema que aquí vivimos fuera de la realidad; que en todos los Parlamentos del mundo hay partidos locales. Y se refería al partido nacionalista irlandés, o convertía su mirada hacia el Reichstag alemán. El Sr. Cambó padecía un error.
No es que no haya partidos locales; es que muchos de esos partidos que S. S. llama locales, hacen lo que el partido nacionalista irlandés, que fuera de su criterio particular respecto de Irlanda, se solidariza en todos los problemas de la vida de la Gran Bretaña con las demás agrupaciones políticas, y lo que aquellos partidos locales del Reichstag, que representan el criterio de la política general alemana, o son órganos de protesta contra una conducta de violencia. Es lo que pasa con los daneses, con los güelfos, con los alsacianos y con los polacos, que significan una protesta contra las usurpaciones de poder realizadas por el Imperio.
¿Vosotros venís aquí con esa actitud? ¿Representáis la protesta contra lo que han hecho hace dos siglos los reyes de la Casa de Borbón despojando a Cataluña de sus libertades municipales? ¿Es este vuestro criterio? ¡Ah! entonces sois un obstáculo para la vida nacional, una cosa perturbadora y estéril para las corrientes armónicas de la vida total de la Nación.
Se os escucha con prevención, Sres. Diputados catalanistas, por otra causa: la gente se ha percatado de que vosotros no sentís el amor a España como lo sentimos nosotros. En vuestros discursos y en vuestras palabras España aparece como una especie de expresión geográfica donde tienen su asiento varias nacionalidades, algo parecido a lo que era Italia antes de la unidad; a lo sumo, España es para vosotros un verdadero Estado, que aparte de otros fines, tiene la misión de enlazar aquellas nacionalidades federativamente. Es decir, que España no es más que un pedazo de tierra, o un artilugio político, una cosa que no puede sentirse, que penetra fríamente en vuestro espíritu, que tiene que penetrar fríamente en el espíritu de todos, y que no puede despertar aquellas exaltaciones inefables de pasión que son casi siempre el origen de los grandes sacrificios patrióticos ¿Quién lo duda? (Muy bien, muy bien.) Por eso os decía ayer elocuentísimamente el Sr. Maura que eso no se podía realizar sin apelar a la violencia y derramar sangre; por eso os digo yo, que eso abre un abismo entre vosotros, y todo el país, entre vosotros y los demás Diputados catalanes, que abrigan por Cataluña el amor inmenso que abrigamos todos por nuestra región, el que yo siento por mi Asturias, un amor que por lo permanente es el que más recuerdos y voluptuosidades produce, es verdad; pero sintiendo igualmente amor hacia otra cosa más grande, que es la Patria, que encontramos definida en la Historia con su personalidad, con su lengua, con su tradición, con su poesía, pasando por períodos de gloria y épocas de abatimiento, pero dejando tras sí una estela constante de su personalidad y de sus obras. (Muy bien, muy bien.)
Quiero discurrir sin pasión, con la vehemencia natural de mi temperamento, que no puedo remediar, pero con una gran frialdad de espíritu; y deciros que si todos nosotros, si incluso los catalanes que no pertenecen a la Liga regionalista reconocen que España es una realidad orgánica, que vive, pretender constituir nuevas nacionalidades dentro de su seno, sobre ser una regresión en la Historia, significa inevitablemente un desgarramiento brutal de la unidad nacional. Pero ¿quién puede dudarlo? No creo que haya necesidad de hacer grandes esfuerzos de pensamiento para penetrarse de la certeza de esta idea.
Reconocer hoy la personalidad nacional de Cataluña es reconocer, como pretenden algunos, la personalidad nacional de Vasconia, sería volver a los tiempos del siglo XIII y del XIV, cuando España estaba formada en su estructura material por una serie de Reinos, de Estados, de Principados, de Merindades; cuando la vida nacional era todavía imprecisa y balbuciente, sin fuerza bastante para romper los núcleos históricos, de carácter particularista, que se oponían a su desarrollo y desenvolvimiento. De entonces acá, Sres. Diputados de la Liga, han pasado cerca de seis siglos. Y durante este tiempo, una serie de intereses y de vínculos, engendrados por las necesidades de la vida común, por la labor cuotidiana del Poder público, por las exigencias de la cultura, por la influencia avasalladora del sentimiento religioso, hasta por los apremios del lenguaje, fueron robusteciendo el sentimiento de la unidad nacional, y permitieron que el alma de España, impregnada de este sentimiento, se difundiera después por nuevos mundos, ostentando la exuberancia de su poder y de su genio.
Os diré lo que os decía ayer el Sr. Maura en un brillante apóstrofe: estará bien o mal hecho; se os habrá despojado con violencia o habréis abdicado voluntariamente de la soberanía, no me importa; pero el hecho es que la unidad nacional se ha ido formando, que es una realidad, que es un tejido histórico de la vida del país, y pretender deshacerlo con la constitución de nuevas nacionalidades, dispensadme que os lo diga, no es una política realista, es, a mi juicio, una política de demencia.
Por cierto, Sres. Diputados, que no sé si era el Sr. Cambó o el Sr. Rodés, me parece que era el señor Rodés, quien afirmaba, dirigiéndose a la mayoría: «Yo quisiera que me demostrarais por qué es incompatible el reconocimiento de la nacionalidad catalana con la unidad de la Patria».
Y yo me decía: ¿cómo se puede preguntar esto?; ¿cómo podrían coexistir la unidad nacional y la pluralidad nacional? Porque yo conozco en la Historia nacionalidades cuya estructura está formada por Estados: es el caso de Suiza después de la Constitución de 1841; el de los Estados Unidos después de aquella Constitución que hizo decir a Hamilton: «Antes no éramos nada, y ahora somos una nación»; es el caso del Imperio alemán, donde la nación está simbolizada por el Imperio, y los diferentes Estados particulares, que antes tenían una sustantividad soberana, han ido perdiendo en aras de una patria mayor su soberanía y completamente su independencia. Yo conozco Estados de naciones, como aquella Monarquía dualista austro-húngara, que citaba el Sr. Ríu, aludiendo con ello a la idea probable que tenían los catalanistas de la futura organización política de España; lo que no conozco, ni vosotros seguramente tampoco, es una nación de naciones, porque esto es una superfetación monstruosa, y en la Ciencia, como en la Naturaleza, los monstruos no pueden vivir.
De modo que yo coincido en este punto con todos los oradores, con el Sr. Lerroux, con el Sr. Mella, con los individuos de la Comisión, con el Sr. Presidente del Consejo de Ministros, con el Sr. Maura, y estoy seguro de que con el Sr. Dato: que no cabe reivindicar el título de nacionalidad para Cataluña, que no cabe hablar de integridad del Poder soberano de Cataluña, y que si esto prevaleciera, con el mismo derecho con que hoy reclamáis la lengua, la Asamblea y el Poder ejecutivo, podríais demandar mañana otras cosas que son inherentes al Poder soberano; y se daría el caso verdaderamente extraño de que, arrastrados por esa aberración a que conduce una falsa idea, pudiera reproducirse hoy aquello que decía Melo, cuyas obras conoce tan admirablemente mi amigo particular el Sr. Mella, cuando historiaba los movimientos revolucionarios del siglo XVII, esto es, que para muchos catalanes no haber nacido en Cataluña era ser extranjero, que los catalanes repudiaban como una cosa extraña a su vida, la justicia y las armas, los sellos y demás atributos de la soberanía nacional de España.
Desde el momento en que reconozcáis la existencia de Cataluña como una verdadera nacionalidad que se halla sometida a la férula de otro Poder soberano, el más insignificante agravio, la sugestión más liviana del interés, la impulsará fatalmente a romper este vínculo y a precipitarse de una manera fatal por el camino de la independencia. Por eso no me extraña que se diga aquí con frase más o menos cruda que podéis ser separatistas. No lo sois por la intención, ni por la voluntad, ni por el interés, porque vuestro interés os ata al resto de España, pero si lograseis forjar esa nacionalidad que no existe y con la cual soñáis, los desdenes del Poder público, los agravios del Poder público podrían hacer de Cataluña algo independiente de lo que constituye, según vosotros, el resto de España.
Además, os diré (perdonad, Sres. Diputados, que insista tanto en este tema que preocupa al país) que sobre ser irrealizable y peligroso ese nacionalismo catalán, es contrario a las corrientes de la vida moderna, cada día más orientada en la dirección de las grandes nacionalidades.
Yo no puedo afirmar que las nacionalidades pequeñas merezcan ser absorbidas por la codicia brutal y avasalladora de las grandes, lejos de mi pensamiento semejante idea; pero lo que sí sostengo, es que todas las soberanías tienden hoy a extender sus fronteras; que no es lícito, Sr. Cambó, contrariar con un artificio el progreso de la vida colectiva; y para mí no hay artificio mayor que el de pretender el resurgimiento de nacionalidades que habrán tenido su realidad en la Historia, pero que han ido desapareciendo a través de los siglos, abdicando voluntaria o forzosamente de su poder en aras de una patria mayor, formada por impulsos y por intereses más respetables.
La prueba de que no existe esa nacionalidad, de que es un problema convencional, de que es un emblema político, como os decía el Sr. Maura, es que habiendo perdido hace más de dos siglos vuestras libertades municipales, después que las perdieron los castellanos, los valencianos y los aragoneses, no se han sentido en Cataluña esos anhelos nacionalistas con aquella fuerza y consistencia con que se expresan en los pueblos que los mantienen siempre vigorosos y pujantes.
En Cataluña se siente como en todo el país el malestar contra el Poder público, más vivo allí que en ninguna otra región de España, por lo mismo que está más acentuada su personalidad y más en vigor el espíritu de ciudadanía; pero es una protesta que responde a la misma causa y que habla el mismo lenguaje, una protesta que clama con iracundia, y hasta con escándalo, del abandono y de la negligencia del Poder público, conocedor de los males, pero tardo y remiso en los remedios. Fuera de esto –no podéis engañaros, e involuntariamente engañarnos– no hay ningún síntoma del antagonismo de los dos pueblos, de la ausencia de españolismo en Cataluña.
Al contrario, cuando España alentó un día ante el mundo un ideal, y el Gobierno supo servirlo con acierto, Cataluña se incorporó con entusiasmo al movimiento, demostrando con actos que era tan española como todas las demás regiones, y acreditando que, cuando se trataba del engrandecimiento de la Patria, sabía olvidar sus particularismos. Si hoy existieran parecidas circunstancias, estad seguros de que no habría en toda la opinión catalana un solo sector que recibiera favorablemente la propaganda de un nacionalismo morboso; al contrario, la acogería con indiferencia.
No; hay que declarar que no se siente ese nacionalismo catalán, y tenéis que reconocer Sres. Diputados de la Liga que España no defiende su patrimonio con la codicia del pobre. Sois injustos; España puede ser pobre, por desdichas o desaciertos de los Gobiernos, pero España no defiende su patrimonio frente a las reivindicaciones de Cataluña con codicia; lo que sucede es que algunas gentes, ante la pobreza de España, pecan fácilmente de ingratas, y por eso, trastrocando los términos de la cuestión, vosotros queréis ver en Cataluña una hostilidad que no tiene y en el resto de España una indiferencia que no existe.
Sobre esto no podemos entendernos, sobre el nacionalismo catalán no habrá nadie que se entienda con vosotros; estoy seguro de que perderéis lastimosamente el tiempo; sobre todo lo demás sí podremos llegar a una inteligencia.
Con el problema del nacionalismo, casi para ponerle término, está el del idioma; cuestión delicadísima, no lo olvidemos, no lo olvide el Sr. Ministro de Instrucción pública, o el Sr. Ministro que por turno haya de tener la molestia de recoger estas observaciones, cuestión que hay que resolver sin pasión, sin dejarse tampoco intimidar por la amenaza de los propagandistas.
Ved como vamos coincidiendo todos los hombres más antípodas en la política española; conformes en una afirmación capital: tenemos que huir de toda política que suponga designios persecutorios, porque eso no sería una política, eso sería una insensatez, sería un crimen. Respetar vuestro idioma es ofrenda obligada a la libertad y al pensamiento de un pueblo en lo que un pueblo tiene de más vivo y de lo cual es expresión la lengua; perseguir el idioma es mutilar, es cercenar el alma de un pueblo, disgregando arbitrariamente uno de sus más espirituales factores. ¡Perseguir el idioma! ¡Hablar de que el Gobierno español puede hacer con el catalán lo que hace el Imperio alemán con el polaco en el distrito de Possen! Temeridad, absurdo. ¿Lo creen en Cataluña? Falacia.
No hay nadie, ningún español, que pueda ultrajar a lo que forma parte de su espiritualidad, al idioma catalán, proscribiendo su empleo, jamás; lo que es que de esto a la oficialidad, como vais a ver ahora, hay un abismo; porque la oficialidad la describía elocuentemente, gráficamente, el Sr. Cambó diciendo, en la primera tarde de esta discusión: «La oficialidad quiere decir el empleo libre del catalán, no en los usos familiares y locales, sino dentro de Cataluña, en los Tribunales, en la Administración, en la enseñanza, en la otorgación de documentos públicos, en una palabra, el empleo libre del catalán en todas las manifestaciones oficiales y extraoficiales de la vida interior de Cataluña.»
Claro es que, colocado en el punto de vista del nacionalismo catalán, la cuestión no ofrece duda, porque si Cataluña es una nacionalidad, natural y lógico es que le corresponda un lenguaje para todas las manifestaciones y desenvolvimiento de su existencia.
¡Ah! Pero como yo creo, como cree el más amante de Cataluña por afinidades, por antecedentes, el que más simpatías tenía en Cataluña por la obra de reforma de la Administración, el Sr. Maura, que no sois una nación, que sois una personalidad intranacional, regulada por el Poder soberano del Estado nacional, no se puede hablar del idioma oficial catalán como una consecuencia obligada de la nacionalidad.
Pero hay un argumento del Sr. Cambó que tiene mucha fuerza, en el que no se fijó el Sr. Maura, que voy a recoger, por si pudiera utilizarse después por el Sr. Dato y por los oradores que todavía han de terciar en el debate.
El Sr. Cambó decía: «Aparte del nacionalismo catalán, ¿dónde habéis visto en la Historia un pueblo a quien no se le haya reconocido la oficialidad del idioma, cuando ha tenido un idioma durante algún tiempo, que ha sido idioma diplomático, oficial, de una confederación de Estados, quinta parte de los españoles? ¿Dónde lo habéis visto? Si lo encontráis, tendréis derecho para suponer que exagero en mis afirmaciones».
No quiero convertir un debate parlamentario, señor Cambó, en una discusión académica; pero pudiera demostraros que el idioma catalán fue idioma oficial de los Condes de Barcelona; jamás lo fue de la Confederación catalana-aragonesa. Jamás lo fue. Es más; os puedo afirmar, Sr. Cambó, que los Reyes más genuinamente catalanes, los que hicieron más por el engrandecimiento de Cataluña, los que pudieron extender el imperialismo en la política catalana, Jaime I el Conquistador de Valencia, Pedro III el Conquistador de Sicilia, a Castilla no le hablaban en catalán, le hablaban en aragonés o en latín; por lo tanto no era la lengua oficial.
Y yo digo, Sres. Diputados de la Liga, que es bien extraño que comunicándose los Reyes de la Confederación catalana-aragonesa con Castilla en castellano y en latín, la Mancomunidad catalana haya tenido la preocupación, la puerilidad candorosa de dirigirse en catalán a S. M. el Rey. No es que sea un desacato, no es que constituya una descortesía; nada de eso; pero es bien extraño que lo que satisfacía a la diplomacia de Jaime I, no satisfaga por lo visto a la diplomacia de ese nuevo centro burocrático que se llama la Mancomunidad catalana. (Muy bien, muy bien.)
Prescindiendo de esto que puede ser materia de discusión, añadiré que hubo un idioma con un cultivo artístico más intenso que el idioma catalán, que fue la lengua literaria sobresaliente de Europa durante los siglos XII y XIII, el provenzal, iniciador por medio de sus trovadores de la literatura catalana; y el provenzal, como sabe el Sr. Cambó, fue el idioma oficial de todos los notarios del Mediodía de Francia, el idioma oficial del Condado de Tolosa, un idioma que se habló y se habla en un territorio tres veces mayor que el territorio español donde se emplea el catalán. Sin embargo, no se les ocurre reclamar su oficialidad; se conserva en el Mediodía de Francia con aquel cariño y con aquella dulzura con que se recuerdan siempre los idiomas que se aprendieron en la niñez, pero dejándose absorber insensiblemente por el lenguaje francés, por un instrumento más eficaz de la cultura, demostrando así que, al través del tiempo, todas estas lenguas regionales irán desapareciendo, quieran o no, en el vorágine de la civilización. Por lo tanto, Sres. Diputados, no hay que hablar de la oficialidad del idioma.
El Sr. Maura se negaba a reconocerla, se negaba terminantemente. Eso es lo que yo entiendo; creo sin vacilar que debe negarse la oficialidad, porque sería el desahucio del castellano y de todos los españoles en Cataluña. En primer término los catalanes quisieran o no, teniendo lenguaje oficial catalán, para todas las manifestaciones oficiales de su vida, en la enseñanza, en la Justicia, en la Administración, en todo, hablarían la lengua que es la expresión espontánea de su pensamiento. El castellano quedaría cual un idioma extranjero, como un vínculo de carácter excepcional para ponerse en comunicación con el resto de España, y la consecuencia sería esa, los catalanes perderían la agilidad en el ejercicio del castellano, que habláis hoy tan bien como el catalán, y los castellanos estarían incapacitados para desempeñar los cargos oficiales en Cataluña, porque, de lo contrario, resultarían desprestigiados por su ignorancia. Esto aparte, de que si queréis que sea oficial el idioma catalán en Cataluña, debe ser oficial el eúskaro en Vasconia y el gallego en Galicia, monopolizando de este modo los cargos de la región para los naturales de la región misma, e incapacitando al resto de los españoles para que puedan comulgar en esos actos de la vida civil y de la vida pública.
En tal sentido, Sres. Diputados y Sres. Ministros, yo, que consideraría criminal proscribir el empleo del idioma catalán, perseguir al idioma catalán, entiendo que no se puede declarar la oficialidad de este idioma. ¡Mucho cuidado! No es obstáculo para que en la primera enseñanza, en quien no sepa el castellano se utilice el catalán como vehículo necesario, porque es condición indispensable para inculcar las primeras nociones en los alumnos; pero lo que es extenderle a todos los actos en la forma en que pretendía aquí elocuentemente el Sr. Cambó, eso no es separatismo, pero es apartar insensiblemente a Cataluña de la vida, del espíritu y del pensamiento del pueblo español, de lo que constituye precisamente uno de los aglutinantes mayores y más fecundos de la existencia nacional.
Reconocido esto, voy a declarar a dónde llega el partido reformista en las reivindicaciones catalanas. Haré afirmaciones concretas, sin razonarlas.
Sobre la base de la unidad nacional y de la soberanía del Estado, nosotros llegamos, en materia de concesiones autonómicas, a los mayores extremos. Evitamos así esa hipertrofia del Poder central que es consecuencia de la política dominante y que ahoga muchas iniciativas que pueden ser fecundas y redentoras. Evitamos, además, esa tiranía difusa de los Gobiernos que llega a todas partes y que produce verdaderos e insoportables despotismos.
Siempre he creído, Sres. Ministros, que el ejercicio de las libertades públicas no depende de combinaciones artificiosas establecidas en la ley y basadas en el mecanismo de los derechos individuales; siempre he estimado que el medio más eficaz para combatir ese despotismo es desparramar el Poder público por toda la superficie de la vida nacional, distribuyéndole equitativamente entre las personalidades locales y el Poder central. Sólo así tendrán un sólido cimiento las libertades de nuestro país. Ayer se enredaban momentáneamente (dispensadme el vocablo) en una discusión el señor Maura y el Sr. Cambó, cuando el uno hablaba de lo que podía ser materia de la soberanía del Estado y de la soberanía de la nación y de lo que era objeto de la autonomía municipal. No creo que pueda haber duda. Reconociendo la autonomía de todos los organismos locales, la integridad del Poder soberano corresponde exclusiva y únicamente al Estado, que es el órgano vivo de la nación. En eso también estamos de acuerdo.
Pero el Sr. Cambó interrumpía al Sr. Maura y decía: «Si reconocéis la Asamblea y el Poder ejecutivo ¿cómo no admitís la soberanía?» Y el Sr. Maura, con toda claridad, a mi juicio; distinguía los campos de acción de la vida municipal y de los diferentes organismos locales y lo que constituye la materia de la competencia de la soberanía del Estado.
Esta es una cosa ya resuelta, que no es motivo de controversia, Sr. Cambó, más que en labios de S. S. y en el Parlamento español, que forma la clave fundamental de la política moderna en manera tal, que dicen todos que hay entre el Estado y la nación dos tendencias antagónicas; que la nación es descentralizadora de suyo, porque es un producto de la Historia, casi siempre acéfalo, de estructura ganglional, que se va formando por las diferentes personalidades locales que han tenido vida sustantiva a través de los tiempos, y el Estado es, por el contrario, de inclinaciones absorbentes y de instintos centralizadores; y que al Estado, como órgano de la nación, le corresponde siempre determinar la órbita de acción en que se mueven las personalidades locales, fijando sus límites, regulando sus atribuciones; claro que no a capricho, porque entonces sería la centralización absurda del Poder, sino en armonía con las necesidades de la vida local, dándoles medios y condiciones para que estas necesidades se puedan desenvolver más ampliamente.
No es más que ese el problema y siendo así, tiene razón el Sr. Maura, y creo tenerla yo, al decir que no concebimos la vida regional sin la autonomía municipal, como no concebimos la autonomía municipal sin las libertades individuales. Sólo sobre la base de las autonomías municipales podemos ir formando el órgano por donde se manifiesten con verdadero vigor las regiones, a fin de que éstas surjan como una personalidad viva, no como un artificio creado por el legislador y que, en el momento de ser artificio, daría la sensación de su inutilidad y de su impotencia.
No; y en esto yo discrepo del Sr. Mella.
Yo no quiero que se reconozca personalidad regional, donde la personalidad haya muerto, donde no surja, donde esté amortiguada, y el amortiguamiento sea precursor de su desaparición. En España pasa esto. Hay personalidades regionales vivas, con gran fuerza, con gran pujanza, con gran vigor como Cataluña, y hay personalidades regionales muertas, como mi región, que tiene el encanto y la añoranza de su pasado y el amor a aquella tierra llena de sugestiones poéticas, pero cuyos problemas son los problemas de España, y cuyas leyes son las leyes de España, y cuyos partidos políticos no se desenvuelven ni se conciben sino en la órbita de los grandes partidos nacionales, con el pensamiento puesto en España. Por eso, resucitar en Asturias un regionalismo político, es pretender resucitar un cadáver, Sr. Mella, y yo le vaticino un espantoso y deplorable fracaso. (El Sr. Vázquez de Mella: Ya verá S. S. como no.) Si lo voy a ver, mañana mismo. (Risas.– El Sr. Vázquez de Mella: Asturias perdió sus libertades un siglo después que Cataluña, y no necesita S. S. recordar más que las Ordenanzas de Duarte de Acuña, donde estaba reconocida la potestad legislativa y el pase foral.) Pero, ¿qué tienen que ver aquella Junta y aquella potestad legislativa, que hacía con preferencia cosas menudas, insignificantes, en la vida, con ciertas reminiscencias livianas que van desapareciendo en nuestro derecho civil, como el contrato de aparcería y los foros que se confunden con el contrato de enfiteusis? ¿Qué tiene que ver, Sr. Mella? Eso no es vivir la realidad; eso es muy a propósito para cantar cosas dulces a la tradición, pero muy poco adecuado para hacer política práctica. (Muy bien, muy bien.)
Os hablaba, Sres. Diputados, de nuestro verbalismo, y yo soy un verbalista; pero tengo que recoger tantas cosas, que me perdonaréis. No soy el encargado de defender al partido liberal contra las censuras del Sr. Maura; Ministros tiene la Iglesia que sabrán responderlo (El Sr. Ministro de Instrucción pública: Ya le respondieron.); no voy tampoco a defender al partido conservador; sería una jactancia ridícula, cuando el jefe ilustre de este partido político va a hablar después que yo haya terminado. El Sr. Maura decía, lo dijo antes en otra parte; por lo menos en conversaciones que han transcendido al público, que vuestra neutralidad era equivalente a la somnolencia, o a la pereza; no habíais dirigido, metodizado, impulsado las energías de la producción y de la vida nacionales.
No tenéis presente, Sres. Ministros, exclamaba en una frase que nos ha arrobado de entusiasmo, que España tiene un pasado glorioso que por ser pasado es en la nación presente y tiene la virtualidad del porvenir, que debería aprovecharlo, podría aprovecharlo, si en efecto hubiera Gobierno en nuestro país, que no le hay, porque así como en la época de la guerra de la Independencia, por el secuestro realizado por el extranjero la soberanía se encontraba ausente del Poder público, también lo está en la hora actual.
Señor Maura, con respeto, con todos los respetos, pero con toda sinceridad, que la sinceridad es la virtud única posible en este sitio, cuando decía S. S. eso ¿no sentía en el fondo de su conciencia un escrúpulo de remordimiento? ¡Si lo afirmara yo o un espíritu revolucionario fuera de la legalidad! Que lo diga el señor Maura; el Sr. Maura que ha sido aquí la encarnación viviente de la prepotencia del Poder público; el Sr. Maura que ha sido personalidad preeminente en el partido liberal y más que jefe en lo que se llama partido conservador; el Sr. Maura que arrogantemente, en el Poder y en la oposición, dirigiendo a todos la mirada decía que estaba con él lo más selecto del país. Y yo digo: habiendo gobernado como gobernó S. S., habiendo sido S. S., como se dice vulgarmente, el amo de España, ¿se puede afirmar eso sin volverse voluntariamente de espaldas a la verdad?
Porque España necesitaba fuerzas, cual decía S. S., para haber soportado aquellos desastres que en parte habían enmendado y corregido hombres de genio financiero como Villaverde y políticos flexibles como Silvela, y de entonces acá en un presupuesto nivelado que era garantía de las clases ricas y estimulante de la producción, surge ese déficit de 500 millones de pesetas que parece llevar al abismo a esta pobre España abatida y esquilmada. Padecéis de amnesia, señor Maura. (Risas.) Digo que padecéis de amnesia, porque el año de 1909 y antes del año de 1909, el déficit del presupuesto lo inició S. S., con el Ministro de Hacienda que tiene a su lado, empezando por las desgravaciones. (Risas.)
No es esto sólo, Sr. Maura, sino que olvidáis que, respondiendo a honradas convicciones de patriota o a compromisos desconocidos en el país, fue S. S. quien nos empujó, por deberes de Gobierno, a esa aventura de Marruecos, que principió siendo una operación de policía y que es el abismo donde España va dejando sus energías y sus esperanzas. Y cuando se ha hecho esto, ¿creéis que se puede decir al país que todo es culpa del régimen, del sistema, del engranaje de los Poderes públicos, del ansia caciquil, y no sentir escrúpulos ni remordimiento? No; hay que declararse impotente y fracasado, y al declararse uno impotente, no se tiene derecho tampoco a sembrar la desconfianza en el espíritu público. (Muy bien.)
Y llegáis tarde, sin que sea culpa de vosotros ni de nosotros ni tampoco probablemente del Sr. Maura, que es más antiguo en política; llegáis tarde, porque no se improvisa el desarrollo de las energías nacionales, porque los taumaturgos no viven en este planeta, porque aquí la taumaturgia, Sr. Maura, es la ciencia, con sus maravillosos descubrimientos, que va forjando la técnica, y especializando las aptitudes de cada individuo.
Esto es lo que no habéis hecho, forjar la técnica, desenvolver la cultura, ampliar la enseñanza, formar el cerebro de los ciudadanos, lo que tantas veces os hemos dicho desde estos bancos, aquello que repudiabais como un tópico retórico de los partidos extralegales, y que, sin embargo, respondía a un anhelo, a una manifestación nacional. Y cuando tuvisteis el error, claro que de buena fe, con excelente buena fe, de llevar al Ministerio de Instrucción pública a hombres que, en vez de representar una orientación progresiva, encarnaban un espíritu retardatario, no podéis pedir que se desarrollen las energías vitales del país, porque ahí está la fuente de todo, y en Alemania, si ha habido ese desarrollo intelectual que la ha hecho competir con Inglaterra, ha sido por aquella plétora de ideas que brotaron de las Escuelas técnicas, industriales, mercantiles y agrícolas, y que penetraron en el alma de todos sus ciudadanos.
Voy a concluir diciendo dos palabras nada más de lo internacional.
No hay ningún español, Sr. Presidente del Consejo de Ministros, que se atreva a deciros aquí y fuera de aquí, que debéis prescindir de la neutralidad, sobre todo, para realizar la locura de intervenir en la contienda militar. Sobre no estar preparados, sobre ser absurdo hablar de eso, no estaría legitimado de ninguna manera. ¿No estamos de acuerdo? Pero soy de los que creen, lo he sostenido fuera de aquí, y no repetirlo ahora sería una cobardía, que la neutralidad tiene sus matices, y que la habilidad del gobernante consiste en escogitar aquel matiz que se compadezca mejor con los intereses nacionales sin quebrantar fundamentalmente ninguno de los deberes que la neutralidad impone. Definirlo en teoría, aun cuando los libros hablan de ello, es difícil; es cuestión de práctica.
Más que de teoría, ¿es el savoir faire del gobernante, que utiliza la elasticidad de un precepto jurídico o de una fórmula para realizar en todo momento la política más conveniente y favorable? ¿Puede haber alguien que ponga en duda que existen estos matices? Porque puedo citar el caso de los Estados Unidos actualmente, con la vista puesta en Inglaterra; porque podría aducir el ejemplo de Grecia, en los comienzos de la guerra, con la vista puesta en Servia, y el de Francia, cuando la guerra ruso-japonesa.
Ahora bien, Sres. Diputados, si España, aparte de aquellas expansiones en América, que constituyen el ideal de su raza, tiene en Europa una política definida y concreta, la neutralidad deberá interpretarse en aquel matiz que se corresponda con esta política.
España tiene una política definida en Europa, la política definida por su posición geográfica, por sus intereses en el Mediterráneo, por sus conveniencias económicas, por una mayor seguridad e independencia de su territorio. Es una política que habíamos aceptado nosotros, todos, liberales y conservadores, reformistas, republicanos y socialistas, incluso el señor Maura; una política que estamos a tiempo de rectificar, pero que parecía perfilarse, insinuarse, ya que no definirse concretamente; primero en la llamada Convención de Cartagena, después en aquel tratado franco-español de la cuestión africana, por fin en los viajes frecuentes del Rey de España a París y del Presidente de la República a Madrid.
¿No era esto? ¿No había esta orientación? Porque si no la había, decídmelo. Yo puedo estar equivocado. Decidme: no había nada de política internacional, no se había planeado, no se había iniciado una política internacional; pero si la había, ¿es que la hemos olvidado? ¿Es que la guerra, que ha liquidado aquí tantos valores, ha conmovido el pensamiento del pueblo español hasta el punto de hacerle sentir vacilaciones nuevas?
Esto sería subordinar la política interior al éxito de la guerra, sería aguardar a saber quién era el vencedor, y luego, después, inclinarnos a su lado. No sería una fórmula de cautela, sino de refinado egoísmo, y, a mi juicio, de absoluta e insuperable torpeza.
Si teníamos una política internacional definida, no podemos olvidarla. Por muchas que fueren, Sres. Diputados, todas las amarguras y todos los desastres que quieran acumular sobre Inglaterra y sobre Francia sus enemigos, por muy seguro que fuere su vencimiento, y me parece que cada día va resultando más inverosímil, siempre saldrán, después de la guerra, ambas naciones con fuerza y poder bastante para que, indefectiblemente, gire España como satélite alrededor de su órbita.
No os engañéis. Dentro de poco o de mucho tiempo la realidad dirá quién tiene la razón. Yo defino mi actitud, y con mi actitud mi responsabilidad. Si mañana los hechos me demuestran que quien estaba en lo cierto era yo, y no vosotros, tendréis que penetraros de que mis afirmaciones las inspiraba el patriotismo.
Teniendo, como tenemos, de vecinos en el Norte a Francia y en el Occidente a Portugal, que para estos efectos es como si fuera una prolongación de Inglaterra, dependiendo la mayor parte de nuestro comercio exterior, Sr. Mella, de las naciones aliadas... (El Sr. Vázquez de Mella: Cuando acabe la guerra ya hablaremos de los mercados y relaciones comerciales.) siendo muchos de los capitales productores de nuestras industrias capitales ingleses, franceses y belgas, y siendo España casi una isla, expuesta, por la gran extensión de sus costas, a la malquerencia o a la codicia de quien tenga el dominio de los mares, pensar en separarnos de Inglaterra y de Francia, y suscitar, con agravios y con perfidias la susceptibilidad de ambas naciones, respeto las intenciones de todos, pero a mi juicio es una locura, un suicidio; a mi entender, constituye involuntariamente un crimen de lesa Patria. (Rumores.)
Pudimos dudar mientras Inglaterra y Francia vivían como enemigas, separadas por rivalidades y odios que se habían ido entretejiendo a través de los siglos; pero desde que ambas se habían dado el ósculo de paz en la entente cordial, la duda no era lícita, no podía ser lícita.
Digámoslo con franqueza: las naciones pequeñas, cuando carecen de suficiente poder, cuando además están condicionadas por circunstancias económicas que dependen de la voluntad de las grandes, queramos o no –sucede en todas partes lo mismo–, no tienen en cierto modo, y por desgracia, la integridad absoluta de su poder soberano (Rumores.), y cuando esto es así, Sr. Mella, no se puede hablar; no se debe hablar del dominio en el Estrecho de Gibraltar. Eso, querido amigo y respetable compañero, Sr. Mella, es discurrir con la fantasía; con la fantasía no se discurre, se delira, y cuando los delirios prevalecen en el Gobierno, las naciones indefectiblemente van camino de su deshonra y de su muerte. No es lícito decirle al país una cosa tan absurda como que España tiene que afirmar el dominio en el Estrecho de Gibraltar. Si el Estrecho es comunicación entre dos mares libres, Sr. Mella, el Estrecho tiene que ser siempre libre; ese es un rudimento del Derecho internacional. (Rumores.– El Sr. Vázquez de Mella: Eso, dígaselo S. S. a Inglaterra.– Continúan los rumores.)
¿Es que S. S. cree que el dominio, que el secuestro del Estrecho nos lo puede imponer una nación? Nos lo impone el derecho. Un Estrecho es en el mar un camino internacional por donde navegan libremente los pabellones de todos los países (Rumores.) (El señor Vázquez de Mella: Como el Canal de la Mancha. ¡Pregúnteselo S. S. a Inglaterra!)
Pero, ¿qué tiene que ver una cosa con otra, cuando precisamente como resultado de la guerra la misma Inglaterra reconoce que para hacer efectivo el bloqueo de los mares de Alemania y del pueblo alemán está realizando lo que tiene que realizar? Pero, ¿qué tiene que ver eso con el dominio, si se afirma por todos, absolutamente por todos, que aun en el caso de que ambas riberas del Estrecho pertenezcan a una nación, el Estrecho tendrá siempre que ser libre? (El Sr. Vázquez de Mella: Eso lo he afirmado yo ayer. Lo que pido es la integridad de las costas españolas contra todo el que las usurpe, y esa es una aspiración que debe sentir todo pecho español. (Muy bien. Aplausos en los bancos del centro.) (El señor Presidente del Consejo de Ministros: ¡Cuánto me alegraría que discutiéramos eso en otro momento, no hoy!– Grandes y prolongados aplausos en casi toda la Cámara. Algunos Sres. Diputados pronuncian palabras que no se perciben dirigiéndose al Sr. Alvarez y González.– El Sr. Presidente agita la campanilla reclamando orden.) Sr. Presidente del Consejo de Ministros, nadie, absolutamente nadie, podrá poner en duda el fervoroso patriotismo que inspiran mis palabras. (Rumores.– Varios Sres. Diputados interrumpen al orador.– El Sr. Presidente reclama orden.) Ni tampoco pongo en duda el patriotismo de nadie, que lo he salvado siempre. (Un Sr. Diputado: ¡Pues no faltaba más!) Entonces, ¿a qué viene esa interrupción tan inoportuna y tan poco justificada?
Yo pregunto al Sr. Presidente del Consejo de Ministros: ¿Ocurre algo? (El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: Absolutamente nada, no ocurre nada; pero es preciso que no ocurra (Aprobación.) ¡Pero, Sr. Presidente! (El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: Es un ruego que hago a S. S., apelando a su patriotismo y a su talento. (Aprobación.)
Reconozca S. S. que no hay en mis palabras nada que pueda molestar la suspicacia de ningún país beligerante. Si hubiera proferido algún concepto, alguna frase que hiriese en lo más mínimo la susceptibilidad de esas naciones que combaten por sus ideales, me sentiría indigno de mí mismo. No; lo que digo, señores, lo que tenía derecho a decir, afrontando exclusivamente la responsabilidad de mis palabras, es que, a mi entender, la política de la neutralidad debiera practicarse en armonía con intereses que la conveniencia nos aconseja.
Yo no seguiré desenvolviendo este tema, no quiero seguir desenvolviéndolo. (Varios Sres. Diputados: ¡Basta! ¡Basta!) No os empeñéis en imponer silencio a mi palabra, porque entonces, bajo mi responsabilidad, hablaré. (Siguen los rumores.– El Sr. Dominguez Pascual: Con eso daría lugar S. S. a que otros también hablasen.) ¡Qué hablen; no me opongo! Digo que no trataré este tema, porque me basta una advertencia del jefe del Gobierno para no hacerlo.
Sólo diré; para concluir, que en todos los Parlamentos del mundo, más abocados que nosotros a conflictos inmediatos, los hombres políticos plantean los problemas... (El Sr. Presidente del Consejo de Ministros hace signos negativos.) Sí; plantean los problemas, definen su criterio y no comprometen a los Gobiernos. Yo no comprometía a nadie. Os hacía leales advertencias; pero voy a sentarme, y al sentarme no quiero dejar de deciros que entre las naciones beligerantes está Portugal; que a estas horas se celebran conferencias de carácter económico, donde se planean proyectos de alianza, de amistad y de defensa; y no olvidéis que una imprudencia del Gobierno puede despertar suspicacias y dar lugar a que no nos consideren como amigos aquellos de quienes en realidad lo somos; y que si mañana, terminada la guerra, en el Congreso de la Paz, por culpa vuestra o por culpa nuestra, España no tuviera intervención, y, además, por culpa vuestra se viera aislada comercialmente, aquel día, para vuestro oprobio y vuestra responsabilidad, será el día de la muerte moral de mi Patria. He dicho. (Grandes aplausos en la minoría reformista.)
El Sr. PRESIDENTE: El Sr. Cambó tiene la palabra.