El Imparcial. Diario liberal
Madrid, lunes 9 de septiembre de 1918
año LII, número 18.530
página 3: Los lunes de El Imparcial

Gabriel Alomar

La conmemoración de Covadonga

Se esta celebrando oficialmente el onceno centenario de Covadonga; esto es, del principio de la Reconquista. Fáciles lirismos, oraciones floralescas, subirán al aire vacuo de las solemnidades oficiales. Intentemos nosotros un examen rápido del valor espiritual de esta conmemoración.

Es imposible, naturalmente, inducir las proporciones reales que tuvo el choque de Covadonga, transfigurado por el panegirismo de las crónicas. Pero, prescindiendo de la realidad histórica, Covadonga vive como un alto mito nacional, nombre sonoro y sacro, algo como el naciente murmullo del gran río paternal. Covadonga es uno de los coágulos de la verdadera España romance, núcleos de las futuras integraciones: San Juan de la Peña, la Marca Hispánica...

Claro está que nosotros vemos ahora la Reconquista como una obra secular uniforme y consciente, porque la juzgamos a través de las generalizaciones históricas y profesionales. Acaso en los días nebulosos de Covadonga tuvieran las batallas un sentido de reivindicación de la propiedad territorial usurpada; acaso se luchó entonces por una dinastía y un territorio invadido y se tuvo conciencia vaga del derecho de ocupación, ya que no podía haber todavía conciencia nacional verdadera.

Algún autor ha querido ver en la invasión musulmana un fenómeno parecido al de la invasión bárbara, tal como hoy la juzga la crítica histórica. Asi como la llamada invasión de los bárbaros fue en realidad la sublevación de las legiones extranjeras con que el vasto imperio sostenía paradójicamente su unidad, en un desequilibrio de razas numerosísimas sometidas a la dirección jerárquica de una raza soberana, así también el desbordamiento del Islam y del Oriente sobre Iberia debióse tal vez a pasividad, a flojedad en la resistencia de una población no fundida en su solo bloque nacional y dividida en luchas internas entre la oligarquía aristocrática de los godos y la sumisión malevolente de los hispanorromanos. Las últimas sucesiones entre monarcas godos habían sido alternativas de poder basadas en el apoyo adverso del elemento godo o del hispánico, esto es, de los nobles o de los plebeyos. En la elección sangrienta de Rodrigo, confirmada hortante senatu romano, se ha querido ver una victoria del bando apoyado en los indígenas. Y la leyenda del conde D. Julián ha aparecido como desfiguración de la revuelta de un gobernador que levanta una tropa semisalvaje contra la bandería adversa a sus veleidades de noble. Sobre el fondo social indígena de aquella España amorfa, tan invasores eran los godos como los muslines, como lo habían sido los romanos, los cartagineses y tantos otros conquistadores primitivos. España era todavía un fondo colonial, y no se podía establecer en ella una norma étnica que produjese un solo amor, una sola conciencia y una sola voluntad. Ahora, a través de la infantil visión histórica para uso de escolares e ingenuos, sentimos igual solidaridad de heroísmos con la grecorromana Sagunto, enemiga de los Iberos, que con la ibera Numancia, enemiga de los romanos.

La única nota de unidad en los días de Covadonga era la religión; la religión sostendrá en los ocho siglos de lucha la cohesión nacional. ¿Había en las empresas de los Monarcas cristianos contra los muslines un sentimiento de reconquista o reivindicación de una antigua propiedad usurpada? No. La idea de reconquista es producto de una generalización histórica posterior, como lo es la atribución de un sentido permanente y definitivo de unidad a la obra de los Reyes Católicos, que estuvo a punto de ser rota por el segundo matrimonio de Fernando.

La religión era el único móvil espiritual que podía unir a los hispanorromanos con la aristocracia gótica, ya que la raza debía, en realidad, enemistarlos. Alguien ha dicho que el mahometismo parecía entonces a los pueblos occidentales una forma herética del cristianismo, y no una religión totalmente nueva y personal. Los invasores tenían, como la sociedad española, una doble etnicidad mal fundida, el elemento noble, preinvasor, eran los árabes, raza muy superior, en la evolución de su cultura, a los godos; el elemento plebeyo eran los berberiscos, que en sus posteriores invasiones (almorávides, almohades, benimerines) habían de agudizar la lucha con los cristianos, porque ese fondo bereber intensificó la antinomia entre las dos religiones por oposición a la suave tolerancia de los árabes.

La facilidad de la conquista de España por los mahometanos ha de atribuirse a pasividad indígena por ausencia de solidaridad nativa con los godos. El pueblo no estaba enlazado por vínculos firmes con sus oligarcas. Acaso las susesivas invasiones extranjeras en la Gran Bretaña debieron también a la falta de cohesión étnica su rápida victoria.

A falta de cohesión étnica, o sea de instinto nacional, ¿había en España sentido geográfico, el sentimiento del territorio? Menos todavía. La Monarquía gótica había sido un dominio adventicio sobre tierras no delimitadas por accidentes geográficos inconfundibles. Empezó siendo un fragmento de las Galias extendido sobre el noreste ibérico. Apenas había consumado, en el siglo VIII, la ocupación de la Península, después de conquistado el territorio de los suevos y contenida la rivalidad de los imperiales. Además, el sentido geográfico es propio de los pueblos cuya cultura media ha llegado a una altura de la cual distaba mucho la Iberia de aquellos siglos.

¿Y el sentimiento dinástico? A falta de un imposible y anacrónico instinto de patria, ¿tuvo aquella España solidaridad con sus Reyes, aunque no fuese más que como poder neutralizador de la tiranía de los nobles o la autoridad cruel de los gobernadores? Probablemente hubo ya en aquellos tiempos formas primitivas de esa lucha, que caracterizó casi toda la Edad Media. Pero no se llegó seguramente a una compenetración de la causa popular con la de un poder real, totalmente ajeno al espíritu y a la tradición populares.

Pueblo contra pueblo, la contraposición de los dos ejércitos que lucharon en Covadonga no favorece, históricamente, a la causa de Pelayo. En aquella hora histórica, ¿cuál de los dos pueblos representaba la causa que hoy llamaríamos de la civilización? Seguramente los árabes. Ellos eran la herencia del semitismo originario, rico de una tradición llegada a madurez. Eran una flor de cultura que se expande sobre el tallo nativo cuando llega su momento. Por largos siglos ese factor de cultura había de ejercer todavía su misión de hegemonía espiritual ante la gran crisis de los arios.

Consignemos un curioso fenómeno de influencia intercultural, bien significativo. En la Edad Antigua, Grecia había recibido de Oriente el tesoro de la cultura, y lo había elevado al grado superior en una evolución que tardará mucho en ser sobrepasada. La Edad Media, la irrupción bárbara, el neosemitismo cristiano, interrumpieron la tradición clásica y obligaron a la raza aria a recomenzar su evolución. Aun entre los godos, la representación culminante del magisterio cultural está en nombres helénicos: Casiodoro, Leandro, Isidoro. La irrupción mahometana interrumpió de nuevo en las tierras ibéricas la renaciente y penosísima evolución.

Pero la superioridad espiritual de los árabes radicará precisamente en que ellos serán los mismos transmisores de la superioridad aria a los propios arios decadentes y vencidos: porque en Persia y en Egipto habrán recogido, como botín de guerra, el tesoro de los orígenes de la cultura ariana, el rastro del espíritu indostánico, la vívida y multiforme fusión de religiones, razas y culturas del solar mesopotámico, la propia herencia griega reflorecida en Alejandría. Los maestros del mundo, por muchos años, serán orientales, serán árabes y judíos; pero a través de ellos, y aún sin sospecharlo, el antiguo espíritu ario hablará a las descendencias adulteradas y sometidas. Aristóteles, a través de Averroes, hablará a las Universidades de Occidente; Plotino, a través de Avicebrón o de Judá Levi, inflamará a los místicos; Pilpai, a través de los persas, se reflejará en los sabios alfonsinos.

Y esa hegemonía espiritual se extinguirá cuando renazca en Occidente la estirpe de los dioses vencidos; precisamente cuando la invasión conquistadora del Islam llegue al solar helénico y se instale en Constantinopla. Atenea, como una virgen esquiva al asalto faunesco de los otomanos, emigró a las tierras de Occidente y las fue purificando de la posesión bárbara. La voz de la raza habló ya directamente a la raza misma, los pueblos, absortos, reconocieron el eco antiguo, recobraron el verbo perdido, como si el espíritu clásico fuese una melodía misteriosa que diese el poder a las razas encargadas de transmitirla, desde entonces los musulmanes, tan pobres en cultura propia, perdieron toda hegemonía espiritual.

Pero quiero insistir sobre una observación que ya hice en estas mismas columnas, relativa al pecado fundamental de nuestra Reconquista. Así como la España de la Edad Antigua es una integración lenta de diversos factores étnicos, un período constitutivo, una fusión de sangres y de almas, en cambio la España medioeval se funda sobre un esquivo unitarismo religioso y aún étnico, cuyas últimas manifestaciones están en la expulsión de judíos y moriscos. España no llegó a comprender que su misión consistía en ser el vehículo de la cultura oriental, ya que Bizancio era un muro y no una puerta, a causa de ser el sepulcro de los viejos dioses. España debió ejercer entre Oriente y Occidente un papel idéntico al de Alejandría: la corriente inversa o regresiva de la cultura, el cierre del ciclo que Alejandro transmitió a Egipto desde Grecia, y que los árabes aportaron a la cristiandad desde las madrisas de Córdoba y las cortes poéticas de Sevilla y Granada. España no comprendió que, inversamente a sus cruzadas de guerra, había un elevado ministerio de paz que no debió rehuir: el de recoger amorosamente, para integrarlo en la posesión humana, el brillante y efímero tesoro del alma Islámica, para la cual fué España la tierra de promisión.

*

Estos días, cuando las ceremonias oficiales conmemoren fríamente el nombre casi mítico de Covadonga, dejadme pedir un recuerdo para los que por aquellos tiempos recibían, más en Poitiers que en Covadonga, su primera derrota, mientras entreveían acaso la gloria de su pudiente predominio espiritual sobre el mundo.

Gabriel Alomar

 


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Gabriel Alomar 1910-1919
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