Filosofía en español 
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Figuras del día

Lenine y Trotsky

Vladimir Ilütch-Oulianof, llamado Lenine, es ruso. Pertenece a la burguesía intelectual, y exteriormente no tiene nada de demagogo. Usa buena ropa blanca y trajes bien cortados. Sus pocos cabellos rubios los distribuye con arte sobre su cráneo calvo. Su tez es clara y su bigote y su barba están cortados cuidadosamente. Su facha es la de un notario de provincia algo anticuado. En suma, su aire es de burgués, así como Máximo Gorki tiene todo el aspecto de un mujik.

Si pasara a pie por la Perspectiva Newski, seguramente le detendrían los guardias rojos para pedirle el pasaporte, sospechando que era un contrarrevolucionario. Sonríe continuamente y explica y manda con aire de satisfacción y dándose golpecitos en las manos. Es muy docto y habla con seguridad. Este hombre tan tranquilo no ha conocido nunca la duda.

León Bronstein, llamado Trotsky, tiene otro aspecto. Es un judío del Sur de Rusia, de mediana talla, delgado, pero de fuerte constitución. Su rostro es pálido, de un tipo semita pronunciado, sus labios finos, con bigote y perilla, y su frente espaciosa, de hermoso relieve, bajo una masa de negros cabellos. Sus ojos son vivos, inquisidores, y su mirada tiene algo de mala y de astuta. De su rostro pálido, de su mirada dura bajo los lentes, se desprende una impresión de fuerza y de autoridad. Trotsky no aguanta ninguna contradicción. Tiene en sí mismo una confianza absoluta y un desprecio total por los demás, que apenas disimula. No tiene la calma segura de Lenine. No es una fuerza serena; es una fuerza turbulenta. Es nervioso, irritable y se encoleriza fácilmente. Cuando está tranquilo se retuerce constantemente el bigote con una mano fina y blanca.

Cuando los bolchevikis dieron el golpe de Estado, los espectadores se preguntaron si Lenine y Trotsky sabrían compartir el poder. Sus adversarios esperaban que la discordia estallase entre ellos y que en la lucha ambos perdieran su autoridad y su prestigio. Pero después de año y medio continúa reinando entre ambos la mejor inteligencia. Sus cualidades y sus defectos se completan y se armonizan.

Tienen rasgos comunes. Estos dos ideólogos apasionados, sin experiencia de los negocios, sin conocimiento de los hombres y de la vida, tienen el mismo punto de vista acerca de la manera como hay que gobernar a los hombres. No creen en la sola fuerza de las ideas; saben que es preciso emplear las bayonetas. Lenine dijo al principio de su reinado: “Compañeros, trabajemos por los principios, pero no olvidemos las bayonetas”. Las armas, en efecto, han desempeñado y siguen desempeñando un papel de primer orden en el desarrollo sangriento de la revolución rusa.

La energía de los dos gobernantes es terrible: fría y concentrada en Lenine; agitada y fiera en Trotsky. En Lenine no varía, es una fuerza constante; Trotsky tiene alzas y bajas, exaltaciones feroces y grandes decaimientos.

La inteligencia de Lenine es limitada, pero maravillosamente clara. No ve sino lo que quiere ver, pero con profunda penetración. Trotsky tiene vistas más amplias, pero más embrolladas; una cultura más extensa, pero menos sólida.

Lenine es el teórico del bolchevikismo. Su vida entera va unida a su doctrina, la ha profundizado y ha llenado por completo su cerebro. Trotsky ha vagado por el socialismo, se ha posado en varios partidos y sólo a última hora abrazó el maximalismo.

Lenine no se ha equivocado. Teniendo un objetivo que alcanzar, ha encontrado el único camino que podía conducirle al mismo. No se cuida de los medios con tal de obtener el fin. Para lograrlo le hacía falta una dictadura. Disolvió la Asamblea Constituyente y no quiere oír hablar de democracia. Se ha apoyado en los Soviets y tiene una habilidad prodigiosa para arreglar a su gusto una elección.

Cuando se escriba la historia de los Soviets, se verá que siempre y en todas partes sólo una minoría de acción ha tenido el derecho del voto. Al lado de los Soviets, le hacen falta a Lenine ametralladoras, fusiles y autos blindados y, para manejarlos, mercenarios letones y chinos.

¿Por qué no ha vacilado en emplear esas armas que debían inspirar horror a un socialista? Porque cree seguro conseguir así el planteamiento de sus doctrinas, y para él, como para todos los sectarios, el fin justifica los medios. No hay influencia alguna que pueda hacerle variar de idea. Hará la dicha de la Humanidad aunque tenga antes que exterminarla.

Esta convicción le ha sido utilísima en los momentos de crisis. No tenía necesidad de estudiar los acontecimientos, ni valerse de la experiencia. Le bastaba reconcentrarse para encontrar en la doctrina la solución de todas las dificultades.

Trotsky no tiene esta soberbia confianza en los principios; es un aventurero de genio al servicio de una idea; es el condotieri del bolchevikismo. Puede concebirse a Trotsky trabajando por otra idea que la que hoy sirve. Por eso cuando se le abandona a sí mismo, está en peligro de extraviarse. Si recibe un golpe, vacila. En Brest-Litovskí no se atrevió a firmar el tratado que le imponían los imperios centrales. No tuvo más que la triste salida de su famosa declaración: “Ni paz ni guerra.”

Lenine hubiera firmado en el acto. Su programa ofrecía la paz, y la hubiera aceptado a cualquier precio. ¿Qué le importaba que Rusia perdiera 150.000 verstas cuadradas? La cuestión no era esa. Quería propagar su doctrina en el mundo entero. ¿Para qué perder el tiempo discutiendo una miserable rectificación de frontera? Esa era una tarea imperialista.

Los alemanes, después de la primera ruptura en Brest-Litovski, continuaron avanzando en Rusia. Por todas partes se llamó al pueblo a la guerra santa. Trotsky se calló. Lenine continuó hablando y escribiendo para demostrar que era preciso firmar la paz.

Lenine tuvo razón. Su ortodoxia le salvó. En el momento en que se temía un avance alemán sobre Moscou, Lenine dijo:

“El territorio no es nada. Trabajamos por una idea. Mientras el bolchevikismo tenga una población en Rusia, esta población será la primera del mundo, aunque se tratase de una miserable aldea.”

Se ha preguntado a veces si el maximalismo era una revolución judía. Los judíos constituyen cerca de un 5 por 100 de la población rusa y en los Soviets están representados en un 25 por 100. Entre los jefes judíos se cuentan Trotsky, Joffé, Kamenef, Zinovief, Sveadlof, Zalkind, Petrof, Ouritsky, Volsdarski, Stieklof, Radek y otros. En esta banda, Lenine es el único cristiano. Después se ha agregado a Tchitcherine. Hay en esto un hecho que llama la atención. Luego el mesianismo, el espíritu de los profetas y el de venganza que se manifiesta así en los discursos de los jefes como en las medidas adoptadas, que parece responder a los veinte siglos de humillaciones sufridas.

Sin duda que el papel de los judíos en la revolución es inmenso, pero el jefe, el dominador, es ruso. La revolución pudo pasarse sin Trotsky, pero no se la puede concebir sin Lenine.