Los Aliados
Madrid, sábado 13 de julio de 1918
 
año I, número 1
página 4

Nuestros fines
 

Sarcasmos del azar, de los que hubiéramos querido ver ausente al señor conde de Romanones, líder de la causa aliadófila en España, han dispuesto que esta Revista vea la luz pública en circunstancias excepcionales. Cuatro años de la más desenfrenada propaganda germanófila no han bastado a conmover a los Gobiernos españoles que han venido sucediéndose a partir de la ruptura de las hostilidades. Esas campañas, que a menudo traspasaron los linderos de la cortesía y casi siempre las fronteras de la verdad, estuvieron asistidas de la indiferencia oficial, de una manera permanente. Se permitió calumniar a los países aliados en la Prensa y le fue reconocido al lápiz del caricaturista derecho de libre tránsito sobre el heroísmo de los que combaten por el honor de la civilización y por la libertad del mundo. Todo eso ha sido lícito en cuatro años de guerra enconada y cruel. Pero apenas empieza a operarse en España una reacción aliadófila, y cuando las atrocidades germánicas han repercutido en la conciencia nacional, transformando nuestra mentalidad colectiva, surge un Gobierno de inconscientes y se interpone, con una amenaza, entre los desafueros de ayer y la justicia de mañana. Los pueblos aliados van a estar, pues, indefensos, porque así conviene al egoísmo oficial. Estos Gobiernos que han asentido a la humillación del pabellón español, que han guardado un prudente silencio sobre los despojos de nuestra marina mercante, torpedeada sin piedad; estos Gobiernos que no supieron siquiera hacerse dignos del pasado histórico de la raza con un gesto de pundonor, tuvieron la cínica desenvoltura de adoptar una actitud de altivez ante los que podemos ser campeones de la causa ideal del mundo. Frustradas por la prensa decente las intrigas del espionaje alemán, desautorizados los órganos de esa malsana propaganda y en pleno descrédito los métodos de barbarie de los imperios que desencadenaron la guerra, había que cerrar el camino de nuestras represalias y que hacer imposible la liquidación pública de aquellas iniquidades. A eso se ha comprometido nuestro Gobierno, sin la protesta expresa de ninguno de sus miembros, ni aun de aquel que mayores y más ostensibles obligaciones ha contraído con nuestra causa; aludimos al señor conde de Romanones. ¿Por qué ha asentido el jefe del partido liberal a la presentación de ese monstruoso proyecto de ley que nos condena a perpetuo silencio? ¿Qué ocultos motivos han podido vencer los escrúpulos que, de seguro, han debido asaltarle en el Consejo de ministros en que se discutió el proyecto del Sr. Dato? Muy cauto es el jefe del partido liberal, pero daría grandes e irreparables muestras de extravío si creyese que es esta la hora de las astucias y de las cuquerías. Los tiempos son de sinceridad franca y de heroísmo ideal. ¿Es que el señor conde de Romanones no se siente con el temple de alma bastante recio para ponerse a la altura de las circunstancias? ¿Es que ha sentido desmayar su fe en la causa de los aliados? Entonces tenga la entereza de desertar del puesto que voluntariamente se asignó el día siguiente de la ruptura de las hostilidades. Los tibios y los remisos no han sido nunca puntales de las grandes causas. Es preferible que el jefe del partido liberal se resigne a ser, como el Sr. Dato, un ecléctico, un hábil portavoz de todos los fariseísmos de nuestra política...

Los Aliados vienen la vida pública con un programa concreto, pero sin sumisión previa a ninguna jefatura. Gozamos de la necesaria independencia para no movernos en la pestilente atmósfera de los homenajes. Creemos que ha llegado para España la hora de la definición de una actitud en la política internacional y vamos a sostener honradamente ese criterio, sin ambigüedades. Nuestros estadistas –llamémosles así– dicen en privado, a quien quiere oírles, que el interés nacional nos ha emplazado en la órbita económica y cultural de las potencias occidentales. Así habla Maura; eso afirma Romanones, e idéntica tesis sostienen los Sres. Alba y marqués de Alhucemas.

Omitimos de esa enumeración al señor Dato, porque nuestro actual ministro de Estado tiene, para su uso personal, el mismo programa de los cartujos: el silencio. Dato es la abstinencia, el oportunismo frívolo, la agitación formalista que no se resuelve en ninguna forma de la fecundidad. Con él no reza, pues, nada de lo que venimos diciendo.

Pero los otros prohombres nos parecen tallados en otra roca espiritual, más serios, más conscientes de las necesidades de la hora presente. Por parecérnoslo nos dan más derecho a residenciarlos. ¿Cuál es su actitud? ¿Cuál su política internacional? ¿De qué lado van a caer definitivamente? Porque el tiempo de las duplicidades y de las cuquerías está caducando. Hay qué definirse y que decidirse.

¿Qué va a hacer España? ¿Qué política va a adoptar? ¿Continuar, como hasta aquí, oscilando entre el oportunismo y el vilipendio? La constitución del actual Gobierno autorizaba a esperar realidades más honestas, altas y dignas de nuestra historia. A eso, principalmente venimos: a espolear a nuestros Gobiernos, a infundirles la necesaria dignidad para ponerse a la altura del interés nacional. No seremos, en ese terreno, ni imprudentes, ni procaces. Nos contentaremos con ser honrados.

* * *

En España no se ha hecho justicia al heroísmo de los aliados, a la resistencia patriótica de Francia, al generoso tesón inglés, a la bravura italiana, al desinterés americano, al noble sentido político de Portugal. La atención pública no se ha fijado en la grandeza de la tragedia que está transcurriendo, ni se ha hecho cargo de las grandes corrientes ideales que encubre la sangre derramada. La palabra neutralidad, pronunciada con una inconsciencia, que dejará en la historia imborrable huella de cobardía, sobre dar a nuestro instinto de conservación prematuras y excesivas garantías de inmunidad, desvió la atención nacional de la guerra, como de un incendio que no podía alcanzarnos. Así, al robustecer el egoísmo nacional, renegábamos de nuestro pasado y nos incomunicábamos con el porvenir. Todo pueblo es el artífice de su destino. Al desentenderse España de la guerra; por la cobarde frivolidad de sus gobernantes, cerró todo su horizonte ideal: renunció a todas sus posibilidades futuras. Nadie nos pedía nuestro concurso militar, cuya mediocridad es bien notoria para ser codiciada, sino nuestro asentimiento moral. Se nos consideraba, pura y simplemente, como al gran señor pundonoroso venido a menos a quien se requiere como árbitro en una cuestión de honor. No quisimos atender la invitación, porque la pusilanimidad española es más fuerte que todos los estímulos de la historia. ¿Estaremos a tiempo de reparar aquel tremendo error? Al ver al frente del Gobierno al Sr. Maura nos hicimos esa ilusión.

Luego la hemos perdido. El presidente del Consejo de ministros no se diferencia de sus compañeros mas que por la superioridad retórica. Es más afluente de verbo que ellos; pero no les aventaja ni en previsión política ni en ascendiente moral sobre sus conciudadanos...

Nuestro programa está condensado en el presente artículo. Queremos que de la tragedia actual salga ilesa la dignidad de España, no con nuestra intervención militar en la lucha, sino con la adaptación de una política definida, clara, rotunda, que nos consienta, en lo porvenir, el invocar un título al respeto y a la consideración de las grandes potencias que tan abnegadamente se afanan por desterrar del mundo el odioso militarismo prusiano, enemigo irreconciliable del derecho y de la democracia.

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