Señores y hermanos:
Por el celoso interés y el cariño con que algunos de vosotros me habéis asistido, inquiriendo informes sobre el estado de mi salud, suponiéndome herido, veo que la noticia de mi lance ha trascendido hasta nuestra logia.
Es verdad: me he batido en duelo. Me someto humilde a vuestro fallo, inclino la cabeza, sumiso, ante vuestro juicio, aunque envolviese una reprobación, que me dolería en el alma, porque verme sin el calor de vuestro asentimiento o, por lo menos, sin vuestra benévola indulgencia, sería encontrarme solo en el mundo, como un perro perdido y desalentado. Pero antes de que forméis juicio quiero deciros algunas palabras en descargo de mi conciencia, por si ellas pudieran hacer menos dura vuestra sanción.
Es cierto que me he batido en duelo. Ahora bien: yo no he atropellado a nadie, no he violado ningún derecho, no he querido contrariar ningún ideal. Yo no soy ningún mercenario ni un baratero vulgar, ni creo que es mi misión la de corregir los yerros ajenos con la violencia.
Me he batido, en pocas palabras, por un impulso sentimental más fuerte que la reflexión, por la causa de las naciones aliadas, que encarnan el derecho y que son, con su heroico sacrificio, la más recia garantía de la libertad del mundo.
Verdad es que creí fuese fácil arriesgar mi vida en la jornada, pero hace ya tiempo que yo la tenía ofrecida en holocausto a nuestro ideal.
Al general Denvignes le pedí que me alistase bajo la gloriosa bandera de la Francia... Italia no admite a los extranjeros en sus Cuerpos de voluntariado... El idioma inglés no le sé mas que muy deficientemente... En estas condiciones ¿qué hacer? Quedarme aquí a la expectativa, alerta.
«Porque si todos los aliadófilos de tan profundas y arraigadas convicciones como usted se marchasen a nutrir las filas de los que pelean por la Humanidad, España sería, más que germanófila, un feudo de Alemania» –me dijo el general Denvignes–, y tenía razón.
No he arriesgado la vida en ese terreno que se llama, en el lenguaje romántico, del honor. Las armas que habíamos de cruzar en el combate eran dos sables, arma nada peligrosa, como saben todos los que entienden algo de esgrima, aunque se agraven las condiciones del encuentro afilándolos la punta y el filo y el contrafilo, como yo impuse, no para hacer el encuentro más cruel, sino para tener más garantías de defensa. Luego, en el terreno, fracasaron mis prevenciones, porque aquellos sables eran unos sables humanos y neutrales, como si hubiesen pertenecido a San Bernardo, y su poder ofensivo menor que el de una fusta...
De otro delito del que pudieran ustedes sospecharme reo, quiero sincerarme: yo no he ido a esa romántica jornada impulsado por el odio o el rencor: he combatido, no como una bestia feroz, sino con la fría y noble serenidad del que cree cumplir un deber y sabe lo que es la muerte, está seguro de su estrella y ha ofrecido su acción a los Maestros: no he pretendido matar a un hombre, que es, como yo, parte integrante del Todo, sino destruir un símbolo que entorpece el engranaje de la evolución de la Humanidad, contrariando el plan divino.
Buena prueba de que el ensañamiento estaba ausente de mí, es que yo, siendo zurdo en el ejercicio de la esgrima, como es bien notorio, empuñase el arma con mi diestra mano, que en mí es la menos diestra de las dos, con objeto de igualar las fuerzas, pues yo me creo un tirador de más arte que el que fue mi contrario.
Además, si él hubiese perdido la vida yo no hubiera sentido grandes ni amargos remordimientos, puesto que yo arriesgaba la mía en la jornada, y estaba pronto a darla con la misma indiferencia con que le hubiera visto perder la suya.
Es mi caso el del personaje de la novela de Merimée, que se resistía a otorgar a la existencia ajena un precio que por anticipado negaba a la suya propia.
En los frentes de este cruelísimo drama mundial los soldados, durante los breves minutos de tregua, según nos han referido varios cronistas de la guerra, conversan amistosamente de trinchera a trinchera, y se cambia entre ellos tabaco contra alcohol, alcohol contra pan, y a la hora de pelear, pelean como leones porque les mueve el ideal... Yo tampoco, por mi parte, creo haber obrado contra la ley de Fraternidad Universal, que debe inspirar todas nuestras acciones...
Si he atado un mal lazo kármico, ya lo sabía, y acepté esa probabilidad.
No sé si las razones que dejo apuntadas militarán en vuestro ánimo a mi favor. Quisiera no haberme hecho indigno de vuestra estimación y de vuestro cariño y por eso os pido perdón, pero añadiendo, con la sinceridad obligada, que no tengo un absoluto propósito de enmienda. En circunstancias iguales si se repiten...
Me permito insistir en que al obrar así creí servir el ideal que todos nosotros nos guía. Sírvame ello de excusa para que vuestra indulgencia no se dilate.
Que la paz os rodee.
Vuestro hermano,
Carlos Micó