Los Aliados
Madrid, sábado 20 de julio de 1918
 
año I, número 2
página 1

Manuel Bueno

Un estadista

El presidente Wilson

¿Cómo es el estadista americano? Cuando una personalidad política o artística se sitúa por el vigor de su carácter o por un esfuerzo genial en el plano más visible de un pueblo, ya no nos contentamos con seguir el itinerario de sus ideas, para comprender los secretos motivos de su triunfo. Entonces el hombre llega a interesarnos tanto como su obra. Es probable que ese conocimiento nos exponga a desilusiones, porque el hombre no sepa estar siempre delante de nosotros a la altura de sus ideas. Quizá el retraimiento de las personalidades célebres, su estudiado horror de las muchedumbres y su resistencia al contacto con la vulgaridad popular, contribuyan a su engrandecimiento en la fantasía de las gentes. Siempre hemos creído que la mitad, por lo menos, del prestigio de Dios, se debe a su repugnancia a darse a conocer. El presidente Wilson no es precisamente un solitario. Aunque su temperamento le retrajera de la vida social, las costumbres políticas de su país no le consentirían aislarse. Vive, si no en la calle, en la vecindad de las gentes. Cualquier ciudadano, con tal de que su honorabilidad no ofrezca dudas, tiene libre acceso en su despacho. No le ocurre lo que a D. Antonio Maura, que, a imitación de Dios, es impenetrable para las criaturas vulgares.

¿Cómo es Wilson? Los que le conocen de cerca, como sir Thomas Barday, nos lo describen como un hombre reservado, de ideación lenta, propenso a la ironía, que es siempre un síntoma de orgullo intelectual, mordaz a ratos y poco comunicativo, condición aristocrática que cuadra bien a un pensador que tiene en sus manos los destinos de todo un pueblo. De su físico sabemos lo bastante por las estampas y caricaturas que han vulgarizado profusamente sus líneas y trazos personales. De su obra anterior a la guerra no nos importa nada, puesto que ha quedado eclipsada por sus empresas políticas posteriores a la guerra. Es en estos días trágicos cuando ese hombre se remonta a las augustas cimas de la historia. El por qué vamos a explicarlo.

Se ha supuesto que la intervención de los Estados Unidos era tardía, y se ha hecho responsable al presidente Wilson de haber demorado con exceso aquel decisivo paso. No faltan quienes crean que de haber roto la gran República con el kaiser al día siguiente del hundimiento del Lusitania el concurso militar americano se hubiese hecho sentir con más intensidad y más pronto en las filas de los aliados. Eso es ver las cosas muy superficialmente. Wilson no podía dar aquel paso sin vencer antes muchas resistencias, La primera, y más considerable, residía en la tradición política de su país. Por fidelidad a los principios de Washington, el insigne estadista americano debía reprimir sus impulsos más humanos frente a la brutal desconsideración germánica. Aquellos principios pueden resumirse en tres cláusulas de una alta significación moral y política; primera, permanecer alejado de la política europea, según el expreso consejo de Washington; segunda, procurar que Europa estuviese distante de los asuntos americanos, de acuerdo con la doctrina de Monroe, para lo cual importaba que la cláusula primera fuese observada estrictamente; tercera, velar porque el principio de la neutralidad fuese para los neutrales una garantía de libres movimientos. Toda nación neutral puede comerciar con los otros pueblos, sin más trabas que aquellas que prohíben el ejercicio del contrabando de guerra. Este principio, que España no ha tenido la dignidad de hacer respetar, ha sido uno de los móviles más fuertes que han impulsado al presidente Wilson a romper con los imperios centrales.

Ha sido menester para decidir a Wilson que Alemania insistiera demasiado en su vandalismo brutal, y no por lo que de momento significaba, con ser grave e intolerable aquel vandalismo, sino por lo que anunciaba para lo futuro. El daño presente era, a los ojos de Wilson, menos ofensivo que la amenaza para lo porvenir que entrañan las ideas y las prácticas de guerra germánicas. El gran estadista hízose cargo, aunque un poco tarde, de que la ambición germánica no tenía límites y de que, triunfantes los imperios centrales, el régimen político futuro del mundo no podía menos de ser ruinoso y humillante para las democracias, y entonces, vivamente alarmado, se encaró con su pueblo hablándole con rudos acentos de sinceridad. No todo ha sido, sin embargo, desinterés en la actitud americana, porque el desinterés, cuando compromete la vida de los pueblos, no es humano, ni siquiera excusable. Wilson vio dos peligros en la audacia germánica: uno, el principal, la transformación de la política del mundo en una autocracia militarista, dispuesta a violar groseramente las conquistas todas del derecho; otro, el de la posible invasión del continente americano por los alemanes, en cuanto la escuadra inglesa dejase de ser un fundamental elemento defensivo. De modo que la doctrina y el interés, el ideal y la necesidad trazaban, de consuno a Wilson un camino: la guerra. La guerra dura, implacable, hasta reducir al adversario...

Pero, ¿cómo encender en el alma de su pueblo aquella saludable convicción? ¿Cómo sacarle de la neutralidad, en nombre de motivos tan vagos y tan lejanos? Ese ha sido precisamente el milagro; la revelación de la grandeza de alma del pueblo americano: su rápida y generosa comprensión del ideal; ya no es sólo el presidente Wilson quien se inmortaliza en la historia: es toda la nación. Pasar de la plenitud de la riqueza y del bienestar al sacrificio y de la quietud regalada al heroísmo, no está al alcance de todos los pueblos. Esa transformación no podría operarse, desgraciadamente, en España, porque aquí la raza ha perdido toda orientación hacia un ideal cualquiera. El presidente Wilson ha declarado con noble entereza que entró en la guerra para decidir su desenlace. De esa confianza participa todo su pueblo. Ya están en la línea de fuego los soldados americanos. Esperemos...

Manuel Bueno

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