El libro a que aludimos se titula: «La oposición y conjunción de los dos grandes luminares de la tierra. Obra apacible y curiosa, en la cual se trata de la dichosa Alianza de Francia y España; con la antipatía de Españoles y Franceses. Compuesta en castellano, por el Dr. Carlos García». Carlos García es evidentemente nombre figurado. La edición que tengo a la vista está en la colección de Libros de Antaño y es reproducción de otra hecha en París, en 1617, por el impresor Francisco Huby. Tanto ésta como otras varias ediciones francesas contienen el texto castellano y el texto en francés. El tomo de los Libros de Antaño reproduce solamente la parte castellana. El libro está muy bien escrito, en lenguaje abundante, ajustado y gracioso. Si hubiéramos de clasificarlo, podría incluírsele dentro de la literatura picaresca. El propio Dr. Carlos García es autor de otro tratado de picarismo sobre «la desordenada codicia de los bienes ajenos y la antigüedad y nobleza de los ladrones»; dechado de humorismo que admite parangón, sin menoscabo, con El asesinato, como una de las bellas artes, de Quincey, llevándole la ventaja de haber sido escrito con unos siglos de anticipación. Las dos obras de este desconocido autor aparecen impresas en el uno de los tomos de los Libros de Antaño.
La oposición y conjunción de los dos grandes luminares de la tierra fue escrito con ocasión del desposorio de Luis XIII, de Francia, con la infanta Ana, de España, hija de Felipe III. La figura histórica de esta infanta de España, luego reina de Francia, es harto conocida, aun cuando no sea sino a través de Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumás.
Los dos grandes luminares de la tierra, a que se refiere el Dr. Carlos García, en el título de su libro, son España y Francia. Entrambas son las dos naciones más poderosas y más sabias. En el título se explica ya el contenido de la obra. Oposición, dice primeramente. Esto es, que las dos naciones, debido al antagonismo de carácter de sus nacionales (antipatía, la llama el autor), se hallan en oposición. Pero precisamente de esta antipatía y oposición se engendra la conjunción y dichosa Alianza, pues no hay armonía perfecta, sino entre elementos contrarios.
La primera parte de la obra viene a ser una disquisición teológica. Nuestros pícaros fueron no pocas veces sutiles teólogos, así como nuestros teólogos tuvieron una que otra vez collares y ribetes de pícaros. El autor revela en su disquisición no floja ciencia escolástica, expuesta por modo sumamente grato y ameno y acompañada de gran sagacidad y sentido lógico.
La simple enunciación del título de los capítulos nos puede servir de guía sinóptica, a lo largo del discurso del autor.
Capítulo I. «Cómo la paz y unión son atributos de Dios.» (Contiene una cosmogonía o explicación de los diversos órdenes de la naturaleza. Es muy pintoresco.)
Capítulo II. «Cómo la enemistad y discordia son monstruos de la naturaleza e hijos legítimos del demonio.»
Capítulo III. «Cómo es grande monstruosidad de la naturaleza perseguir a su semejante.» (Si la unión y concordia son atributos derivados de Dios, así como la discordia es mácula contagiada del diablo, síguese que los semejantes deben vivir en paz.)
Capítulo IV. «De la nobleza del hombre.» (El hombre es lo más alto en la naturaleza. Todavía no se había inventado el superhombre. Este capítulo es la aplicación de los principios anteriores con relación a la especie humana.)
Capítulo V. «De la nobleza y valor de la nación francesa y española.» (Franceses y españoles y cuanto de ellos deriva son lo mejor de la especie humana.)
Capítulo VI. «De la nobleza y valor de los franceses.»
Capítulo VII. «De la nobleza y valor de la nación española.»
Capítulo VIII. «Cómo siendo la nación francesa y española principio de las otras naciones, han de ser, naturalmente, contrarias.» (Fortifica el autor su opinión con la autoridad de Aristóteles, quien dice: «los contrarios o principios son aquellos que no se hacen de alguno, ni el uno de ellos se hace del otro, antes bien, dellos se hacen todas las cosas».)
Capítulo IX. «Cómo el demonio, envidioso de la nobleza y perfección de estas dos naciones, convirtió en antipatía la natural contrariedad.»
Hasta aquí llega lo que propiamente constituye la tesis del libro. A continuación vienen una serie de capítulos, los más vivos e interesantes, los de mayor mérito artístico, propiamente picarescos, dedicados a describir aquella contrariedad natural entre franceses y españoles, de la cual, por designio divino y ley eterna de la naturaleza, debe nacer la más perfecta conjunción o complementación.
Trascribiré algunos párrafos del autor.
«Para definir un francés, no hay medio más propio y cabal que decir que es un español al revés, pues allí acaba el español donde el francés comienza.»
Las potencias del alma francesa son contrarias a las del alma española. «Primeramente, el entendimiento de los franceses tiene la aprehensión muy viva, y con grandísima facilidad penetra la dificultad que se le propone, pero no entra en aquellos discursos profundos que se siguen de la dicha dificultad. El entendimiento de los españoles es tardo en aprehender la dificultad, pero, una vez entendida, la tiene tenazmente y de ella saca cien mil consecuencias.» Y así, al cabo, resultó un pueblo de ergotistas y telarañistas.
«El entendimiento español es del todo especulativo, y no pretende, sino la contemplación de las cosas, sin ordenarla a alguna obra servil o mecánica.» Por eso, prosigue, los españoles no se emplean en bajos menesteres, ni son zapateros, sastres, carpinteros, taberneros. En suma, pueblo de holgazanes. Sean testigos los mismos franceses que vienen a España y «vuelven escandalizados, por no hallar bodegones ni hosterías, como en Francia». «El entendimiento francés es del todo práctico, porque no se contenta ni satisface con saber las cosas, sino las estudia para emplearlas donde pueda sacar algún fruto y provecho. Y así no ama la ociosidad de ningún modo, antes bien, por evitarla se emplea en toda suerte de obra, de donde nace el haber tanta variedad de oficios en esta nación.»
El español ama la apariencia, pero el francés no tiene otro blanco de sus acciones que su propio interés y gusto, y no se le da una higa de lo que pueda decir el vulgo.
En caso de necesidad que obligue a vender los vestidos para comer, un español «lo primero por donde comienza, es la camisa, porque con el sayo y la lechuguilla se encubre la falta de ella». Luego «vende el sayo, porque con la capa le queda con qué cubrir el cuerpo. Tras del sayo va la espada y tras de ella la lechuguilla. Finalmente, lo último que vende es la capa». El francés «lo primero que vende es la capa. Tras de ésta va el sayo, luego los calzones y lo último la camisa».
En otros varios capítulos se describe, con animados pormenores la contrariedad de franceses y españoles en la manera de vestir, de comer y beber, de andar y de hablar.
He aquí el fruto de haber convertido aquella saludable contrariedad en desacuerdo y antipatía: «la libertad y campo que tienen las bárbaras naciones para multiplicar sus fieras y bestiales costumbres; estatutos y edictos no nacen sino de la enemistad y poco acuerdo de España y Francia».
El autor estudia luego la causa de la enemistad. Refuta aquellos dictámenes que «atribuyen esta contrariedad a la diferencia de los astros e influjo de las estrellas, como causas universales de los inferiores».
Se recordará que, en sentir del autor, la causa original de la ojeriza reside en el demonio. Pero, añade muy cuerdamente, que el demonio debió de hallar algún fundamento, raíz, pretexto u ocasión para atizar la discordia. Desde luego es menester buscar otro fundamento más fuerte que el de las estrellas.
He aquí un hecho histórico, que el autor señala como posible razón de la malquerencia. «En las historias de Francia me acuerdo haber leído que el rey Luis XI fue a toparse con el rey de Castilla en la raya de Francia, por comunicar con él ciertos negocios de importancia. Este rey, aunque magnánimo y generoso, tenía su particular humor, como cada uno de los demás hombres.» Dábale el humor por vestirse de una manera pobre. Sus cortesanos, buenos cortesanos, le imitaban en la pobreza, de arreos. Los españoles vistieron para el encuentro con lo mejor que tenían, y no hubo género de gala que no sacasen. Viendo a los franceses, se burlaron de ellos, tratándolos con menosprecio y baldón, y los franceses, de entonces acá, jamás olvidaron aquel agravio.
No se le oculta al autor que este hecho es demasiadamente fútil. Pero añade, con gran penetración: «Al demonio menos fundamento que este le basta».
Pero algún motivo más poderoso debe de existir para que la natural contrariedad entre el carácter de franceses y españoles no se haya resuelto en conjunción perfecta. No tarda el autor en hallarlo. El motivo está en no conocerse bastante los unos a los otros y en juzgar de la nación entera por lo malo que de ella se ha visto. «En los tiempos pasados no venía de Francia en España ninguna persona noble y de consideración, sino aquella gente pobre y menesterosa... que se metía a toda suerte de oficios viles y bajos.» Estos individuos que llegan de Francia a España, «aunque en comida son muy sobrios y limitados, en el beber son del todo desmesurados, con grandísimo escándalo de los españoles, entre los cuales no hay cosa peor que tocarse del vino. Por donde los españoles, que no olían otra gente que ésta, creían que todos los demás eran de una misma suerte y condición. Esto mismo sucedía a los franceses, porque siendo muy pocos o ninguno los españoles de tomo y consideración que venían en Francia, sino pobre y miserable gente, tenían por claro que todos los demás españoles eran del mismo jaez. El antepenúltimo capítulo se titula: «Cómo la conjunción y alianza de estas dos coronas viene del cielo».
El penúltimo: «De la maravillosa invención que tuvo Dios para unir estas dos naciones» (franceses y españoles deben vivir hermanados. La maravillosa invención consistió en casar una infanta española con un rey francés).
El último: «Cómo en toda la descendencia de Adán no se podía hallar quién mereciese ser esposa de nuestro gran Luis, si sola la cristianísima reina de Francia.» (Esto es, la Infanta Ana.)
Así como los hombres vestimos ahora de otra moda y a usanza diferente de cuando vivió y escribió el figurado Dr. Carlos García, así también las cosas que suceden llevan menos nombres y trazas, aun cuando sigan siendo las mismas de entonces.
Ahora, como entonces, el carácter español es justamente lo contrario del carácter francés. El carácter francés es lo genérico por excelencia, la síntesis más fina, la norma más elástica de lo humano. El carácter español es el individualismo áspero. ¿Qué duda cabe que estos dos tipos de carácter, precisamente por opuestos, han nacido para armonizar en mutua y cabal inteligencia, recibiendo recíprocos y saludables beneficios?
Ahora, como entonces, la unión más apacible y duradera se casa con elementos complementarios, con opuestos caracteres. Recordaré un cuentecillo que viene muy a pelo. Preguntábale a una mujer casada cierto amigo que cómo se llevaba con su marido. Respondió la casada que muy mal, que vivían peleándose de continuo. Añadió la amiga: «Quizá tenéis ideas opuestas carácter opuesto». Dijo la casada: «Todo lo contrario. Tenemos las mismas ideas y el mismo carácter. Los dos queremos mandar en casa».
Este cuentecillo nos lleva como de la mano al por qué históricamente la oposición de caracteres hubo de trocarse en suspicacia y ojeriza. El Rey Francisco, de Francia, decía del Rey Carlos, de España: «Mi hermano Carlos y yo somos de la misma opinión. Los dos queremos lo mismo». Lo que uno y otro querían era Milán. Por eso no se podían entender los reyes ni se entendían los súbditos. Y así, lo que por designio celestial –para emplear los términos del doctor del siglo XVII– estaba destinado a conjunción perfecta, vino el diablo y lo convirtió en discordia, trocando la buena y natural contrariedad de carácter entre franceses y españoles en semejanza hostil de propósito y pugna de ambición. Si Francia y España no se pudieron entender alguna vez fue porque el diablo las hizo parecerse demasiado. Las dos querían dominar el mundo y apetecían el mismo bocado.
Ahora, como entonces, la causa principal del alejamiento de Francia y España estriba en el no conocerse sino en sus defectos. Cuantos españoles conocen la cultura y la vida francesas aman a Francia. Todos los españoles aman a Francia en aquello, poco o mucho, que de ellos conocen verdaderamente, así como lo desestiman a causa de erróneas y maliciosas referencias, difundidas por la propaganda de los adversarios de Francia. De la propia suerte, todos los franceses aman a España en aquello que de ella conocen verdaderamente.
Ramón Pérez de Ayala