Los Aliados
Madrid, sábado 30 de noviembre de 1918
 
año I, número 21
páginas 1-2

Carlos Micó

Palabras de despedida
 

Como esos diletantti que saben tararear in mente una partitura que sienten, pero a los cuales no acompaña la condición física de su garganta para exteriorizar y transmitir su emoción, nos ocurre hoy a nosotros con nuestros sentimientos: que no sabemos expresarlos, y menos transmitirlos.

Hoy publicamos el último número de Los aliados, nuestro hijo espiritual, del cual nadie puede honradamente decir que se ha malogrado, porque ha cumplido digna y caballerosamente su destino. Como un padre espartano asistimos a su entierro –es decir, pagamos la imprenta y el papel, y despedimos el pisito que ha dado albergue a nuestro entusiasmo– sin una lágrima, sin grandes gestos, sobriamente. Si alguno de nosotros, de los amigos entrañables que han compartido la rudeza y la delicadeza de estas luchas por el Ideal, se conmueve, será del modo discreto con que los hombres sienten los grandes dolores, porque también causa pena el suspender esa comunión con el público, a que tan afectos son todos los que sienten la Democracia, y al dirigirse al Pueblo buscan en él toda palpitación y toda sensación.

Pero para todos será, no un consuelo, sino una satisfacción, el pensar que nuestro hijo, Los aliados, ha cumplido con su obligación muriendo en el campo de batalla gloriosamente. Hemos terminado nuestra misión: ya la vida de Los aliados no tiene razón de ser.

No es de buen tono el hablar de éxitos propios, pero como nosotros nos debemos al público, queremos darle cuenta de nuestros actos al terminar nuestro mandato.

Salió el primer número de Los aliados el 13 de julio pasado. Era entonces uno de los momentos más tristes para los aliados: las bajas pasiones de los boches y bochófilos se habían desencadenado, traduciéndose en las más odiosas calumnias y groseros insultos a los representantes extranjeros, principalmente los embajadores francés e inglés; los anuncios de una ofensiva tenían aterrados a los espíritus pusilánimes; en los centros y clubs aristocráticos eran frecuentes las champagnadas en honor de Alemania; casi era de mal tono simpatizar con las naciones de la «Entente»: la aliadofilia, en suma, sufría una crisis manifiesta.

Fue menester que unos cuantos, seguramente los menos y los más modestos, pero sin duda alguna, los más resueltos, saliéramos a la palestra.

Y un buen día, retador y altivo, apareció en las esquinas el cartel de Los aliados, y a su solo anuncio, se hizo la ley contra el espionaje, y los que vociferaban tabernariamente e insultaban a ilustres personalidades enmudecieron, y los pusilánimes cobraron ánimos, porque las plumas que escribían Los aliados dejaban su puesto a las espadas cuando el caso lo requería, y si el contrario no sabía de leyes del honor, las manos cerradas se trocaban en puños para aporrear malsines.

Pero no fue sólo aliento y coraje lo que supimos inspirar, sino que en nuestro haber figuran hazañas tan altas como la de que lo más florido, todo lo que constituye nuestra intelectualidad, se congregara en un acto de fervorosa aliadofilia por nosotros organizado.

Ya hacía mucho tiempo, desde el meeting la Plaza de Toros, que los aliadófilos no se reunían en acto público. La Censura, la estúpida Censura, al pretender amordazar a Los aliados, proporcionó la ocasión de que los partidarios de la Razón y del Derecho, los amigos de la Humanidad, se unieran para la protesta y en homenaje al talento y a los ideales.

Pérez Galdós, el Maestro, nos había favorecido con un primoroso artículo en el que Doña Anastasia hincó las odiosas tijeras para dar gusto a sus aficiones germanófilas, y como idéntico proceder había observado con el sabio Unamuno, con el espejo de periodistas Cavia, con el gran literato Gómez Carrillo y con tantos otros gloriosos escritores, Los aliados, que a nadie ni a nada teme, exteriorizó su protesta contra censores y germanófilos congregando en un banquete, que, sin incurrir en exageraciones, puede calificarse de acto histórico, más de seiscientas personas de lo más significado de nuestra intelectualidad, mucho antes de que sonara la hora del triunfo, cuando aún no se había firmado el armisticio, cuando todavía no existía el tipo del triunfófilo, del que muy donosamente llama Manolo Machado el lunchador.

Pero derrotados los Imperios centrales; libertadas Bélgica, Serbia y Grecia; recuperadas por Francia sus tierras del Norte y la Alsacia-Lorena; vueltos a Italia el Trentino y Trieste y ocupado el Tirol; invadidas Alemania, Austria-Hungría, Turquía y Bulgaria, presas ya de la revolución; rendidas cobarde y bochornosamente sus escuadras; huídos emperadores, reyes, príncipes y grandes duques, ¿qué nos queda por hacer? ¿Contra quién luchar?

Ya sólo nos resta celebrar el triunfo, y para esto huelga un periódico de combate.

Por esto, modestamente, Los aliados desaparecen; pero entiéndanlo bien los bochófilos: Los aliados resurgirán si, por desgracia, la guerra se reanudase, y cuando la paz sea un hecho y ya estén bien determinadas las orientaciones de los pueblos, con otro nombre, pero escrito por los mismos que combatimos en pro de los aliados, aparecerá un periódico que defenderá la causa de España, que, hoy por hoy, está íntimamente ligada con los intereses de la «Entente».

Conscientes de lo que se ventilaba en la gran tragedia –la libertad de la Humanidad–, nos consagramos a la causa de ella. Lezama y yo ofrecimos en un principio, en holocausto de la Especie, lo más y lo mejor que creemos poder ofrecer: nuestra sangre y nuestro corazón, nuestra propia existencia; Manolo Bueno, el más entusiasta y asiduo colaborador que hemos tenido en nuestra obra, y otros escritores, han ofrecido también lo mejor que tenían: su talento, que en ellos es tan grande que supera en efectividad de mérito a todas las flores que podían traer al Altar. Todos nosotros hemos aportado lo más que podíamos cuando oímos el grito de alarma: como cuando se inicia un incendio, los espíritus elevados se dan en auxiliar a sus hermanos, los semejantes, que hasta lo son los mismos alemanes, que ya están encauzados, si son de creer, por el buen camino, aunque a palos.

Por nuestro altruismo, por el romanticismo nuestro, hemos sufrido algunos pequeños males y persecuciones, males y perjuicios que han servido de acicate a nuestras actividades, persecuciones que no nos han dejado olvidar que nuestra causa era –es– la buena. Cristo fue apedreado, y ya está dicho que si hoy predicase sería encarcelado –y abofeteado, de añadidura, eso no hay que decirlo– por la Guardia civil.

Podemos vanagloriarnos –y no dejaremos de manifestarlo humildemente ante San Pedro cuando nos llegue la hora– de que somos víctimas, con satisfacción, de la Justicia (sic), que nos tiene empapelados (?) por varios delitos de Prensa, delitos de opinión que me achacan fiscales o jueces, que opinan que yo no debía de opinar en contra de torpedeamientos a mansalva.

La Justicia (?) ha elevado a delitos transgresiones municipales.

El espionaje y la persecución alemanes me han hecho objeto de su elección: a altas horas de la noche me he visto tiroteado en lo más descampado del barrio de Salamanca, y cuando he querido hacer uso de mi revólver, me lo he encontrado, por gracia y obra de mi criado, comprado por un agente germano, descargado. Menos mal que, como los que me agredían eran alemanes, pidieron el armisticio.

Otra arma que se ha empleado contra nosotros ha sido la de la calumnia; pero ésta con menor eficacia, con ser la eficacia de las otras armas muy deleznable, porque para sugerir la opinión de que un hombre es indigno, hay que ser, o aparentarlo, digno.

Los que en más de una ocasión me han dicho, ingenuamente: «¿Cuánto te dan, o cuánto les sacas, a los aliados?», son capaces de vender su pensamiento: lo más alto que tiene un hombre. Y la opinión de éstos ni me importa, ni hace atmósfera. Ellos no se calumnian a sí mismos tampoco, sino que se descubren.

No queremos gratitud de nadie porque nunca la hemos esperado. Sólo sí una cintita o botón para el ojal de nuestra chaqueta, no porque nos paguemos de distinciones, sino para que, si se nos ocurre ir a Francia a presenciar el glorioso desfile de los hombres a los cuales, elegidos por la suerte, les ha sido dada la ventura de hacer el holocausto de su vida por el bien de la Humanidad, no nos tomen por españoles germanófilos o neutrales.

Se dirá; tal vez, que el dinero extranjero ha sostenido a cierta parte de la Prensa española; pero es tan notorio que la única Prensa que ha recibido auxilios ha sido la germanófila, que no vale la pena de recoger insidias y calumnias que puedan sernos dirigidas. Matamos Los aliados porque ya ha cumplido su misión.

Honnit soit qui mal y pense. O desdeñarle o cortarle la lengua. Veremos.

En estos momentos, que damos por terminada una labor ideal, pedimos perdón a todo aquel que considere que hemos sido injustos con él (hay germanófilos sinceros) y nos condolemos de no haber sido más duros con los fariseos que no saben la responsabilidad tan grande con que han cargado su haber, en el Día de las Retribuciones, vendiendo su actividad cerebral al Enemigo, con lo que hicieron una propaganda nociva para el alto interés de la Especie, y que han colocado a España en la vergonzosa y triste situación de un eunuco que ve desflorar a la Virgen del Ideal que se ofrece hoy en perspectiva, gracias al triunfo del Bien sobre el Mal, a la Humanidad.

En nuestra despedida damos a continuación un artículo de Luis Velázquez que teníamos guardado, porque cuando nos lo envió no era momento propicio para publicarlo. Hoy lo insertamos porque no quede inédito, y porque interpreta tan bien el sentimiento, los sentimientos, mejor dicho, nuestros, que parece ser el complemento de este deslavazado artículo.

Luis Velázquez no es un escritor profesional: es un ingenuo que expresa su pensamiento, su sentir, sin conocimiento técnico, sin dominio del métier; por eso sus renglones tienen el aroma espiritual, la fragancia espontánea de lo que no está adulterado, pervertido por el oficio, el maquillage y la luz engañosa de las candilejas.

Así dice, con el corazón en la mano; así decimos nosotros con él:

Hacia la Paz

Carlos Micó

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