Cuando Carlos Micó, muy emocionado, me dijo que el semanario Los aliados debía de considerar como terminada su misión, asentí con tristeza a sus palabras, porque, efectivamente, la guerra ha concluido con el triunfo absoluto, indiscutible, de las naciones de la «Entente», que, por mar y por tierra y por el aire, han derrotado a la imperialista Alemania y a sus aliadas Austria-Hungría, Turquía y Bulgaria.
Aunque otra cosa se empeñe en demostrar Armando Guerra, el genio militar de Foch y el heroísmo de los ejércitos colocados bajo su mando dieron al traste con la pesada maquina guerrera de los germanos, cuyos avances, cuando no se debieron a la sorpresa o a la traición, costaron ríos de sangre y montañas de cadáveres.
Los aliados no tienen enemigo que combatir, y como el soldado moderno que vuelve al taller, a la explotación agrícola, a la oficina, de donde le sacara el deber de defender a su patria en peligro, nuestro semanario se retira porque ya no hay avanzadas en las cuales vigilar al adversario para reñir con él los primeros encuentros y dar tiempo para que, fuerzas mejor preparadas y más formidables, le asesten el golpe definitivo.
Los aliados necesitan el fragor de la lucha, el cuerpo a cuerpo, la luz del mediodía, si es para dar la cara, y si transigió algún momento con la sombra de la noche, fue para vigilar al espía, para sorprender traiciones.
Lo que desde luego no admite es el cobarde y macabro papel de los chacales y de los cuervos. Podemos gustar de la refriega; pero nos repugna permanecer en el campo de batalla cuando las aves de rapiña y las fieras despedazan los cuerpos de los combatientes, y algunos hombres, más sanguinarios que esas mismas fieras, se dedican al despojo.
Por eso, queremos tener un gesto de gallardía, aunque en el fondo de nuestra conciencia sigamos temerosos de que la lucha no haya finalizado y dispuestos a intervenir en ella con mayor entusiasmo, si cabe, que el demostrado hasta ahora.
Y nuestra desconfianza es el producto de la reflexión, es la resultante de observar cómo Alemania procede actualmente con la misma falacia que al provocar la guerra.
Yo estoy firmemente persuadido de que la revolución alemana es una inmensa farsa, buena sólo para engañar a los niños.
¿Cómo puede admitirse que un país sometido a un régimen tan riguroso y tiránico como el kaiserismo, al librarse de él y democratizar su política conserve en el Poder a Solf, ministro de Guillermo II, que preconizaba la necesidad de separar su patria de las demás naciones por medio de un gran desierto?
¿Cabe en cabeza humana que los revolucionarios de un país cualquiera mantengan en el Poder a clericales como Erzberger?
¿Es democratizar o desmilitarizar una nación sostener en su puesto al general Hindenburg?
¿Puede pensarse seriamente en la buena fe de Ebert y Scheidemann, o son, como a mí me parece, unos lacayos repugnantes del Kaiser?
Y ¿para qué hablar de las facilidades prestadas a la familia imperial, ni de esos trenes con muebles, joyas, dinero y provisiones enviados a Holanda, base ahora de conspiraciones y centro de una restauración que puede ser fatal para el Mundo?
Alemania, por un destino trágico, sigue siendo tan imperialista, tan deseosa de atropellar a los pueblos débiles, tan desleal para el cumplimiento de sus compromisos, tan cruel y tan traidora como cuando invadió Bélgica violando Tratados, incendió catedrales, fusiló mujeres después de ultrajarlas, martirizó niños, voló con dinamita las ciudades abandonadas y rindió sin lucha una escuadra que no ha sabido conquistar ni una hoja de laurel, porque todas sus hazañas han sido las de los malditos y cobardes submarinos.
Pero son tan torpes los boches, que ya se piensan haber engañado a los aliados, y creyéndose en condiciones de pelear, amenazan con una Alemania que se vengará cruelmente de Europa.
Hubo un momento en que la piedad me hizo mirar con respeto al vencido Imperio; pero ya no: ya lo odio, porque en él no hay un solo gesto de arrepentimiento, ni una postura gallarda, ni un movimiento humanitario.
Hoy, Alemania respira bajeza y abyección en los de arriba y en los de abajo, y para mí son igualmente despreciables sus monárquicos que sus socialistas o revolucionarios pour rire.
Abomino del pueblo alemán, me arrepiento de las pocas simpatías que por él tuve, y deseo que desaparezca por completo para que sus montañas y sus valles se pueblen con una nueva raza que haga olvidar los crímenes y las malas pasiones de los que sólo dejan en el Mundo un reguero de sangre y un odio inextinguible. Amén.
Antonio de Lezama