El grito de angustia del ministro alemán Scheidemann es realmente conmovedor, y produce un estremecimiento de asombro en nuestra alma horrorizada. El pueblo germano tiene hambre, mucha hambre. La mortalidad es espantosa. Muere el 30 por 100 de los niños legítimos y el 50 de los naturales. La depauperación de las madres las impide criar. Es una situación trágica, que la generosidad de los aliados tratará de atenuar, aunque todos sus inmensos recursos siempre serán escasos para alimentar a las masas famélicas de la Europa central. Por mucha que sea la potencia productora de América, resultará difícil que pueda sostener a casi toda Europa, con sus recursos propios.
Ahora se presenta el caso de acudir también nosotros en auxilio de esta trágica situación.
Yo propongo que esta misma Revista, este batallador periódico, que se creó para servir de punto de asamblea a los verdaderos aliadófilos, y para combatir y execrar duramente los crímenes del germanismo, inicie una campaña humanitaria para reunir en nuestro país recursos de todas clases, y poder luego ofrecérselos a las víctimas de la guerra en los pueblos germánicos. Sería una cosa hermosa; y para realizarla, contamos con un factor importantísimo, casi único en Europa: nuestros germanófilos.
Estos son, o eran al menos, innumerables. Eran gente acomodada, gente de orden, en gran mayoría. Había aristócratas riquísimos, grandes personajes, obispos, generales, banqueros, Empresas industriales y editoriales. ¿Qué les puede importar el regalo a Alemania de parte de la flota de la Compañía Transatlántica, por ejemplo, con los barcos bien atiborrados de trigo, carnes y legumbres? Como suponemos que seguirán siendo fieles a su ideal, éste les será aún más caro en la desgracia; y estos hombres generosos es de presumir abran sus arcas los unos, o devuelvan los otros parte del dinero que sus amos de Alemania les proporcionaban.
Los jesuitas, tan devotos germanófilos en España, al par que tan caritativos como siempre, podrían muy bien vender pro Alemania, al menos una cuarta parte de sus establecimientos en España: Chamartín, edificios de las calles de Alberto Aguilera y la Flor, en Madrid; Colegios de Deusto, Carrión, Camposaúcos, &c.; residencias de Gandía, San Sebastián, &c., &c. ¿Será mucho suponer que por ese lado se podrían obtener, con un leve movimiento generoso, de ocho a diez millones de pesetas? ¿Cuántos más no podrían recogerse en los innumerables monasterios, conventos y conventículos que pululan por España, y en mayoría eran otros tantos centros de germanofilia? Y eso, sólo tocando el resorte religioso. Nada hemos de decir de los ricos propietarios tradicionalistas o simplemente amantes del Kaiser. Cuéntase que el papa León XIII, al recibir aviso de la visita de una Comisión carlista que iba a rendirle homenaje, exclamó, señalando con el dedo índice su infalible cabeza: «Spagnuoli, spagnuoli... ¡Brava gente! Ma... testa dura.» Nosotros creemos en este caso el fallo pontifical; y suponemos que los tradicionalistas, con Vázquez de Mella a la cabeza, querrán demostrar lo infalible del juicio ex cathedra del ex Papa, y seguirán firmes en su germanofilia, acudiendo a la Redacción de Los aliados para hacer presente que abren de par en par sus cajas de caudales. De aquí una buena millonada.
Los profesores, empleados, militares, comerciantes, &c., que más se han distinguido por su kaiserismo, pueden dejar, los unos, un día, ¡oh!, sólo un día de haber; los otros, un pequeño tanto por ciento, el dos o el tres de sus ganancias. Pues ¿y los escritores, y los periódicos germanófilos? Estos han realizado pingües beneficios en los cuatro años de sarampión germano por que ha pasado España. ¿No van a devolver, al menos, una cuarta parte del dinero que les proporcionara su adorado tormento? , Creerlo así sería ofender su dignidad, tan probada. Así, pues, sólo contando con estos ingresos, la suscripción de Los aliados puede alcanzar cifras fabulosas, suficientes, al menos, para devolver todos los barcos alemanes anclados en nuestros puertos, abarrotados de víveres; y, a la vez, como regalo y recuerdo de la época submarina, una parte de la flota del marqués de Comillas, toda ella respetada escrupulosamente por los torpedos.
Claro está que esto aumentaría la escasez que aquí, en España, padecemos. Pero ¡quién piensa en eso!... También se dirá que disponemos de los bienes que no nos pertenecen. Pero ¿no es esto mismo lo que predicaban los futuros suscriptores, al suponer que el Kaiser iba a regalar aquello que no le pertenecía, incluyendo naciones enteras, como Portugal? Así, pues, les suponemos plenamente de acuerdo con nosotros al aplicar, de un modo tan suave, su grande y genial principio.
Ruego, pues, al señor director de esta Revista, mi apreciado amigo D. Carlos Micó, que abra esa suscripción generosa y humanitaria, en la que también tomarán parte los partidarios de los aliados, hoy tan numerosos, ¡¡hasta en el Gobierno!!; pero en primer término correrán a inscribirse las testas duras de la germanofilia, que deben ser legión, a juzgar por el ruido que hacían, y tomando por nuestra parte como artículo de fe las palabras que dicen pronunció el infalible pontífice León XIII (q. e. p. d.).
«Julio Huniades»