Margarita Nelken
La vida artística
Los carteles del Círculo de Bellas Artes
Retrato, por Gustav Klimt
No es cosa de hacer ahora la crítica de un concurso celebrado hace dos semanas; la prensa ha dado ya sobradas noticias acerca de los carteles del Círculo de Bellas Artes para que nos ocupemos todavía de ellos. Mas, dejando a un lado la crítica propiamente dicha, nos parece interesante consignar ciertas reflexiones sugeridas por este concurso y –principalmente– por el fallo del jurado.
El que estas reflexiones aparezcan precisamente después de terminada la exposición de las obras hará que sean, si no más acertadas, pues nunca lo pretendieron, al menos más pausadas que las de las críticas inmediatas.
Ante todo, nos preguntamos el por qué de la imposición de lemas; esto es una ingenuidad que no engaña ya a nadie: las técnicas –cuando no el espíritu– de los concursantes afamados se reconocen fácilmente, y da lo mismo que ostenten un nombre o un lema; y en cuanto a los concursantes sin estilo reconocible, o a los que aún no han llegado, o que no llegarán nunca, lo mismo da, para los efectos del jurado, que sus obras aparezcan como de Pérez o de López, o como de Venus o de Minerva. Esto del lema es, pues, una superchería inocente para cubrir con un simulacro de justicia las debilidades amistosas… o temerosas de los que forman el jurado. Y, lejos de aumentar, estas debilidades serían quizá menos descaradas frente a obras firmadas. Se evitarían de este modo buen número de esas sorpresas conocidas aun antes de haberse reunido todas las obras de los concursos.
El concurso organizado este año por el Círculo de Bellas Artes para premiar los carteles anunciadores de su baile de máscaras comprendía, además de sus premios habituales, otros tres premios destinados a carteles para un baile de niños. En su totalidad, los dos concursos no han sido inferiores al concurso de otros años; esto no quiere decir que fuesen sensiblemente superiores. La novedad no ha consistido en las obras, sino en la designación de los premios, pues, por muy acostumbrados que estemos a ver jurados juzgar con los pies, no habíamos todavía visto un jurado recompensar precisamente la obra más imposiblemente mala de un certamen –¡y eso que las hay!…– y dejar sin ningún premio a dos obras que por sí solas se imponían en unánime opinión de cuantos las vieron, como de una calidad muy superior a la de las demás. Nos referimos al cartel del Sr. Verger, que ha obtenido el segundo premio, y a los de Rafael Penagos y de Bartolozzi, que no han obtenido nada. Y decimos Penagos y Bartolozzi, y no los lemas, porque el estilo de estos dos artistas se reconoce con o sin firma.
El Sr. Verger puede estar satisfecho: dos días antes del concurso, este señor, conocido hasta ahora como grabador, da su dimisión de Presidente de la sección de grabado del Círculo, a fin de, si la casualidad así lo disponía, poder llevarse un premio en el concurso de carteles; y, efectivamente, la casualidad recompensa tan previsora idea, y le otorga un segundo premio por un lienzo que no pretende siquiera tener ni una sola de las elementales condiciones del cartel, como, por ejemplo, armonía de composición, disposición agradable y a un tiempo llamativa de los tonos, &c. Y como el señor Verger no llevará seguramente su obcecación hasta creerse que ese premio le ha sido otorgado por sus méritos, no creemos enojarle al buscar las intenciones que han podido determinar a este notable Jurado a pronunciar tan sensacional sentencia.
Sabidas son las simpatías de cierta clase de jurados hacia todo lo que significa idea, progreso; en una palabra, hacia toda obra de arte que merece este nombre; mas, sabido es también el temor que esta misma clase de jurados tiene a que se le noten estas simpatías. Y la cosa no podía ser más sencilla: elegir, entre los artistas modernistas, al más flojito, darle un primer premio, y luego, dar el segundo a uno «de los nuestros», así no tenga la menor idea de lo que es un cartel. El tercer premio se da a una tontería cualquiera, y en paz. Ya está todo arreglado; y de un tiro dos pájaros muertos: se ha rebajado a los modernistas, recompensando precisamente al que valía menos, y se ha dado un premio a un señor que, no sabiendo ni dibujar, ni pintar, ni componer, no saldrá nunca con ningún arte revolucionario.
La verdad es que hay ingenuidades que aplastan.
Y ahora contemos con el otro fallo: con el fallo de todos los que no son del jurado.
La obra de Ribas, detentora del primer premio, no es ciertamente una obra mala. Está, por el contrario, bien como todo lo que hace este artista, que no está nunca ni muy bien, ni muy mal, y que es siempre fácil y agradable. Y esto es lo que le pierde. Ribas no tiene nunca esas equivocaciones que han tenido, por ejemplo, Bartolozzi en las proporciones de su cartel firmado Vael y Penagos en el tono general de su cartel para el baile de niños –las dos obras estas de mérito más intrínseco de todo el certamen– y que son la marca indiscutible del gran artista. Con su soltura de oficio, Ribas no se equivoca nunca, y tampoco puede nunca hacer algo superior. Su cartel, bien hecho y vulgar, recordando demasiado ciertas láminas del Jugend, se indicaba por sí mismo para un tercer premio, y es casi tan ridículo haberle dado el primero como haberle dado el segundo al Sr. Verger; porque aquí, el primer premio –y a la vista está de todo el que juzgue sin parti-pris–, pertenece a Penagos.
Sin necesidad de acordarse de obras más o menos exóticas, como la mayoría de los expositores, Penagos ha presentado una obra muy hermosa. No es ciertamente perfecta y, por desgracia, las dos figuras laterales descomponen un tanto su armonía; pero es, indiscutiblemente, una obra fuerte y, sobre todo, la más fuerte del certamen. Su figura de mujer envuelta en un mantón rojo acusa un dominio de la técnica verdaderamente extraordinario, y son muy pocos los que serían capaces de plantar un personaje tan admirablemente resuelto.
Capaz sería –y, sin duda, único entre todos– Bartolozzi, pero su Pierrot, tan original de concepto y de composición, por ser algo perezoso de factura, queda aquí en segundo término. Y, sin embargo, su sencillez es tan equilibrada, forma un conjunto tan artista y tan «cartel», que se comprende que el mismo jurado que ha distribuido los premios en la forma en que lo ha hecho este, haya cuidado de relegarlo en un rincón, junto a los carteles, pueriles todos, del baile de niños.
De las demás obras no vale la pena hablar. Salvo dos o tres que son regulares, todas son francamente malas, aunque ninguna llega al extremo de la del Sr. Verger. El jurado de éste año quedará famoso por su… pongamos incongruencia. Nunca se ha dado el caso, como aquí, de que, en opinión unánime de cuantos vieron las obras, los premios no han significado nada. Pero no hay que olvidar que, aparte del honor, estos premios tenían un acompañamiento práctico que para sus detentores ha de significar mucho.
Y, vistas así, las debilidades del jurado tienen menos gracia.