Diego Abad de Santillán
Pro equilibrio político americano
El imperialismo yanqui
El papel representado por Europa en la evolución progresiva de la humanidad durante veinticinco siglos comienza a ser interpretado por América.
Ahora bien; América, el continente americano, el Nuevo Mundo o mundo de Colón, como quiera llamársele, está geográfica y étnicamente dividido en dos partes: América del Norte, poblada por la raza anglosajona, y América del Sur, donde habita la raza hispanoamericana. Los pobladores de Norteamérica llaman a Inglaterra madre, y los que pueblan la América meridional llaman, o deben llamar, madre a España.
Las dos razas más colonizadoras, las que crearon un espíritu de colonización más suyo, se repartieron entre sus hijos el mundo de Colón.
Por razones geográficas, y por razones étnicas, América no será jamás un continente homogéneo; las divisiones naturales que señala la Geografía y la Étnica son imborrables; el continente americano está y estará formado de dos Américas: la del Norte y la del Sur, la de la raza española y la raza anglosajona; a ambas corresponde la dirección espiritual del mundo al terminar Europa su memorable vida histórica de grandes y representativos hechos en todas las manifestaciones de la humana actividad. (Véase Sinesio García, Europa muere, 1916.)
Dos razas, las que pueblan América, han de disputarse en fecha no lejana la preponderancia política y social; las dos no pueden existir colindantes sin que la una se convierta en sierva de la otra, sin que la una se someta al trance penoso de perder su personalidad, ya que es un hecho probado la imposible solidaridad de grupos tan distintos como los iberos y los anglosajones, imposibilidad que acentúa el medio geográfico de unos y de otros, tan desemejantes entre sí como lo son los pobladores.
La idea de Bluntschli sobre un Estado universal –como la actual sociedad de naciones– es un sueño que el mismo Fiore, creyente en la eficacia del derecho ideal, abstracto, califica de utópicas, ni más ni menos que si se tratara de las teorías de Platón –en la República–, o de Tomás Moro –en su Utopía.
Novicow es defensor infatigable de una confederación de los estados europeos. No sabemos los fines particulares –quizá patrióticos– que persigue el gran sociólogo, pero estamos inclinados a dudar de su sinceridad, apoyados en sus doctrinas mismas, reciamente humanas; Novicow sabe perfectamente que su ideal es irrealizable.
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Políticamente, Norteamérica es una sola nación –hacemos caso omiso del Canadá–, y Suramérica está dividida, fragmentada en unas cuantas naciones que no pueden alegar, para su aislamiento, razón alguna esencial.
El gran número de Estados de América del Sur ha contribuido mucho a su lenta evolución, mientras que América del Norte, o sea los Estados Unidos, gracias a su unión y a sus ideales comunes más el factor importante del valor práctico de la raza, pudieron en pocos años, desde Jorge III de Inglaterra hasta nuestros días, progresar de modo tan sorprendente, que hoy es la patria de Franklin, de Edison, de Roosevelt, de James…, la más instruida y rica del mundo.
Los Estados Unidos poseen tantas riquezas, una escuadra tan poderosa y tantos elementos de guerra como las naciones iberoamericanas en común. Además, el pueblo yanqui es ambicioso, conquistador, penetrado del espíritu imperialista de los omnipotentes, y está en posesión de ciertos ideales que le impulsan a sacrificar todos los conceptos del derecho tradicional de gentes en pro de su ideal dominador.
Los Estados Unidos forman actualmente un imperio tan poderoso como el inglés y el alemán.
El imperialismo no desaparece a medida que el hombre se civiliza, porque es una propiedad humana y está en su naturaleza. El hombre es, desenmascaradamente, imperialista –según Leillierre– porque es místico; el misticismo es un poderoso tónico de la acción.
Lo que Hobbes llamaba deseo de potencia, y Nietzsche voluntad de poder, Leillierre lo denomina imperialismo, sentimiento instintivo al cual se debe gran parte del progreso humano.
A más de ser el hombre imperialista, es profundo admirador de esos espíritus que recuerdan el superhombre nietzscheísta. No sabríamos asegurar si el fuerte tiende a dominar al débil o si es el débil el que tiende a cobijarse bajo la dominación del fuerte, a implorar protección, aun a costa de abdicar parte de sus derechos, aun limitando su esfera de soberanía jurídica. Parécennos las dos tendencias verdaderas, y eso es lo que hace que, en el espacio y en el tiempo, no haya más que dominadores y dominados, vencedores y vencidos, señores y esclavos.
El imperialismo yanqui es un fenómeno que no puede ocultarse al observador avisado e imparcial.
El pueblo que se adelantó en la declaración de los derechos del hombre a Francia, reviste poco a poco su forma democrática con el manto rojo del imperialismo. Woodrow Wilson lo declaró (La nueva libertad, trad. esp. p. 36): En los Estados Unidos «un imperio invisible se ha instaurado sobre las fórmulas de la democracia».
La Nueva Inglaterra comenzó siendo el país más democrático –esto si nos es posible olvidar la situación de los pobres negros–, pero creció en poder, y ese crecimiento hízole olvidar su origen y su legislación.
Es indudable que los Estados Unidos constituyen hoy un imperio; su emperador lleva el título plebeyo de presidente.
Las aspiraciones imperialistas de los yanquis aparecen como un principio motor de todos sus actos en la política internacional, encarnadas en Mac Kinley, Roosevelt, Lodge, Taft y Wilson.
El imperialismo americano, aun cuando tiende al mismo fin que el imperialismo europeo, se vale de medios que a nuestra constitución clásica parecen repugnantes: la astucia, el engaño, la simulación.
Giovanni Amadori Virgili cree que el imperialismo no es una simple teoría de hombres políticos, sino un sentimiento profundo de algunos pueblos que luego ha dado origen a una teoría política denominada imperialista.
El imperialismo es una necesidad colectiva, un producto natural de las colectividades plenas de juventud y de vigor, algo perfectamente humano que encarna en uno o varios individuos, pero en su esencia es popular.
El pensador japonés Y. Mikami de Sadakaze Sugamina predicó el panorientalismo, inspirado, sin duda, en el poder creciente de su pueblo.
El profesor Elorrieta (Derecho político comparado, 1917) afirma que por más que un gobernante obre según sus tendencias conquistadoras, «siempre resultará que el imperialismo de las grandes naciones es una política impuesta por la fuerza expansiva de los intereses y sentimientos nacionales. Por eso todos los grandes Estados [11] tienen que ser necesariamente imperialistas», y completa atinadamente el pensamiento, diciendo que cualquiera que sea el resultado de la presente guerra europea, o mejor, universal, el imperialismo continuará siendo la política dominante en los grandes Estados, porque responde a necesidades creadas por el desenvolvimiento mundial de la industria y del comercio, que constituyen la base material de los pueblos.
Napoleón Colajanni dice en su libro sobre las razas europeas y las razas inferiores, que el imperialismo no puede desarrollar su programa sin un instrumento adecuado, indispensable: la fuerza militar.
Quizá obedeciendo a la necesidad de la fuerza armada, A. T. Mahan, en un libro titulado The interest of America in Sea Power, present and future, aconseja a su patria la creación de una poderosa escuadra que domine todos los mares y costas de todos los pueblos. De ese modo los yanquis serían los salvadores de la raza blanca, amenazada por la amarilla.
Fiore confía en que la influencia creciente de la clase industrial y manufacturera aminorará el poder militarista. Se olvida Fiore que en cada hombre, aunque sea comerciante, hay en germen un emperador, y si este germen logra, merced a las riquezas, desenvolverse, recurrirá a la fuerza adecuada a su rango: la fuerza militar.
Pruebas de las aspiraciones conquistadoras de los Estados Unidos hay en abundancia.
Desde su independencia de la metrópoli comenzó este país a intervenir, más o menos solapadamente, en los problemas de los pueblos hispanoamericanos: Cuba, Puerto Rico, Méjico, Venezuela, &c., son monumentos patentes del panamericanismo yanqui. Para una breve enumeración de hechos sobre el asunto, recomendamos el libro de Pereyra, El mito de Monroe.
Hechos
Los Estados Unidos impidieron que Chile, vencedor del Perú, después de una guerra que duró cerca de dos años, se anexionara la más pequeña parte del territorio peruano; no hicieron esto cumpliendo con un deber de humanidad, sino obedeciendo a su interés, que no consiente en América del Sur la formación de Estados poderosos.
El gobierno yanqui no permitió –y aun hoy mismo no lo mira bien y lo impide cuando puede– que se celebrasen tratados entre los pueblos europeos y los americanos, fundándose en que estas relaciones constituían un peligro para los Estados Unidos.
Aún más: las casas de banca norteamericanas establecen agencias en las naciones meridionales.
Pronto serán económicamente dominadas Buenos Aires, Río Janeiro, Santiago de Chile, &c., las principales plazas de comercio. Unas Compañías de ferrocarriles brasileñas, explotadas por empresas anglo-francesas, dícese que serán arrendadas a los secuaces de Monroe.
Se murmura asimismo que el esfuerzo gigantesco representado por la apertura del canal de Panamá no ha sido hecho por los Estados Unidos únicamente para conquistar la gloria de ejecutar obra tan maravillosa ni para ganar el título de benefactores de la humanidad; tal dice José de Astorga, quien no recela en consignar (Cuba contemporánea, 1914): «Los enormes sacrificios que ha impuesto a este país –E. U.– el corte del istmo corresponde a dos órdenes de exigencias de importancia vital para la nación norteamericana, unas de carácter económico y otras relativas a la defensa nacional.» Así, pues, tras el manto bienhechor de los yanquis no se oculta tanto la doble intención de un pueblo que se perderá, como se pierden todos, por su ambición excesiva.
Las fórmulas místicas de Monroe, el mito de sus doctrinas, sirve de envoltura a este hecho natural, indicado por el sagaz delator de los enemigos de la América española, Carlos Pereyra: «Las ambiciones de un pueblo fuerte que pretende ejercer su hegemonía sobre un grupo de pueblos débiles, dando a su dominación las apariencias hipócritas del desinterés y de la benevolencia.» Alguien creerá en las buenas y eficaces intenciones civilizadoras y humanitarias de los hijos de Yanquilandia, pero Carlos Pereyra no es de ellos.
«En el siglo escaso de vida independiente que cuentan las naciones de América no deben a los Estados Unidos ni protección ni fomento para sus adelantos.
Las grandes naciones del Sur se han desarrollado y, ante todo, han vivido, por sus propios esfuerzos y por la influencia europea.»
La guerra actual vino a favorecer la política del Gabinete norteamericano; el secretario del Tesoro, en su Report anual, lo dice, felicitándose por la brillante situación económica de su país. Los beneficios de la guerra en 1915 fueron asombrosos. Mac Adoo (cit. vizconde de Eza, El problema económico en España) dice que esta prosperidad extraordinaria y tamaña afluencia de oro permiten a los Estados Unidos entrever las perspectivas más vastas de expansión que quepa imaginar, en especial hacia la América española, donde se apoderaron ya del campo de operaciones dejado libre a sus iniciativas y a su exportación por la Europa diezmada y empobrecida.
En la segunda conferencia de la Haya (1909) sobre la paz, según Martínez Ferrari, «los delegados de los Estados Unidos se han empeñado en manifestar que su país apadrina y defiende los intereses políticos de las Repúblicas del Nuevo Mundo.»
El protectorado es una nueva forma de vasallaje, una pérdida, por parte del Estado protegido, de la soberanía absoluta, dentro de su territorio en su constitución.
En fin; la política yanqui es peligrosa para los pueblos meridionales de América. Un vecino poderoso es siempre terrible en el orden internacional si nosotros tenemos algo que le pueda convenir.
Unas cuantas naciones, sugestionadas por el gesto original de Wilson, acatan sus imperiales deseos. Diga Cuba, o diga Puerto Rico que son independientes, que, fuera de ciertas relaciones vedadas por los yanquis, son libres en todo; la realidad desmentirá en cualquiera ocasión esta creencia.
Cuba, esa perla antillana, último resto del imperio español, no viene a ser más que un Estado, una provincia norteamericana. Verdad es que de los Estados Unidos recibió muchos beneficios, pero fue a cambio de la pérdida de la soberanía, de una dependencia innoble, de una abdicación vergonzosa.
Roland G. Usher, refiriéndose a la invasión financiera de los Estados Unidos en las Repúblicas centroamericanas, dice que «apenas ha dejado a los pequeños Estados una sombra de independencia económica».
La intromisión de Yanquilandia en los pueblos de origen español no puede ser eternamente pacífica, porque allí donde circule la sangre de España –y conste que es verdad este tópico– existirá siempre un espíritu indomable de independencia.
El protectorado que ofrecen las naciones fuertes a las débiles es tan humillante como la esclavitud.
Dice Martens (Derecho internacional, t. 1) que los Estados semisoberanos son anomalías. Una nación que ha perdido su soberanía está sometida, no al derecho internacional, sino al derecho político. Esta inconcusa verdad de Mortens es seguida de otra importantísima en el porvenir americano: «El Estado que tiene algún vigor sacude tarde o temprano las trabas que se ha pretendido imponerle, y entra en posesión de su personalidad internacional.»
Diego Abad de Santillán