Roberto Blanco Torres
A propósito de la fiesta de la raza
El hispanoamericanismo
Unos cuantos españoles, entre los que predomina el elemento juvenil, y que recientemente han constituido una especie de bloque hispano-americanista –este valor convertido en tópico–, andan atareados en estos días para conmemorar y festejar de una manera solemne, instituyendo la «Fiesta de la Raza», el descubrimiento de América.
Permítansenos unas reflexiones a los que antes de ahora, tratando de excitar el ideario nacional, hemos escrito sobre el hispano-americanismo algunas páginas.
Nos tememos que ese bloque de artistas e intelectuales, creado para laborar por el acercamiento de España a sus hijos de América, se reduzca nuevamente a tema literario y a decoración retórica de ampulosos discursos. No somos amigos de la retórica ni de la oratoria, como esos filisteos u «hombres prácticos» que alardean los muy sagaces de conocer el secreto de la vida y del triunfo. Profundamente espiritualistas, orientado el rumbo de nuestra vida psicológica hacia las regiones donde la emoción y el pensamiento tienen inefables irisaciones o sugestiones supremas, nos pirramos por los encantos de la estética y por esa cosa vaga y superflua que llaman idea. Pero, sobre todo, amamos la retórica y la palabra de buena ley. Los fuegos fatuos, el estribillo, las imaginerías simplicistas sin acierto ni soldadura orgánicas, eso, no. Y como parece ser empeño de juventud esa campaña de estrechamiento de lazos entre las jóvenes Repúblicas de América y la madre Patria, y como la juventud en este nuestro país se identifica –nada más que momentáneamente– con una idea con la misma disposición espiritual con que adoptaría el uso de un sombrero o una corbata de moda, he aquí por qué, aunque con un dejo de melancolía, mostramos una actitud de reserva y desconfianza.
Hay el peligro de que el snobismo perjudique a los más nobles ideales y defraude a los que seriamente, por honda y meditada convicción, tienen puesto en ellos lo más acendrado de su fe. El hispano-americanismo recorrió la gama de todos los diapasones, de todas las cataduras, de todas las tonalidades; fue objeto de tantas iniciativas de acción y de tantas promesas de laboramiento, sin que hasta ahora se haya avanzado en ese terreno el diámetro de un geme, que todo enunciado a ese respecto tiene fatalmente que ser acogido con un mohín de recelo, cual si uno se viese de nuevo ante un polichinela cuyos resortes de movimiento ya conocemos.
¿Qué hicimos, en efecto, por relacionarnos estrictamente con América, dándonos a conocer a ella tales como somos y dándose ella, a su vez, a conocer a nosotros, para que del mutuo conocimiento surgiese el mutuo amor? Porque a esto se tiende, a que no nos fuéramos sospechosos, lo cual es imposible si a estas realidades no precede el conocimiento.
Pero nosotros, España, estamos más distantes de América que hace trescientos años, en la época en que aquellos territorios eran una prolongación imperial de nuestra patria. Las emigraciones españolas de estos últimos lustros, en vez de anudar unos lazos sellados por la sangre y el idioma, los aflojaron, los desataron, poniendo en aquellos países contra el peninsular una hostilidad de que hay innumerables testimonios. Aparte de las huellas de odio que nuestra dominación pudo dejar allí, las emigraciones, emanadas en su mayoría de las últimas capas sociales, densificaron aquel sedimento y por su incultura y su aurea sacra fumes a que supeditaban en absoluto su vivir, así en lo social como en lo político, incurrieron en el desdén y la mofa de la población indígena, que en apelativos, ya famosos, mostraban, con las consiguientes excepciones, su consideración al emigrante y, por ende y extensión, al español.
Bien es verdad que el género de los españoles que emigraban no era el más llamado a ser el portavoz de la cultura de España y a establecer, por lo tanto, una corriente de confraternidad e intercambio espiritual entre los dos continentes. He aquí un aspecto del problema que no puede soslayarse, antes al contrario, que sirve de punto de partida para contrarrestarlo, para adoptar procedimientos diametralmente opuestos, comenzando por encauzar hacia aquellas tierras una emigración adecuada, apta y selecta.
Dígase lo que se quiera, en América no se nos mira con buenos ojos; se nos trata como a inferiores, porque los hispanoamericanos, que en punto a entendederas allá se van con nuestros emigrantes, nos juzgan superficialmente, tomando como modelo al «changador», al bracero del campo [10] o al dueño de «haciendas» grotesco, ignorante y tacaño, hijos de la emigración. El prejuicio, que se extendió por todos los sectores sociales –excepto, naturalmente, entre ciertas clases cultas–, se añadió a esta circunstancia y agudizó en la realidad el cariz de las relaciones sociales, en las que el «gallego» que recibe alternativa recibe al mismo tiempo un gran honor. Incluso es un gran honor para el español dejar de serlo cuando lo confunden con un indígena, y este halago no lo disimula el peninsular en su sonrisa de satisfacción cuando le dicen: «Pues usted no parece español». Frase que da que meditar, y mucho, y que hace pensar con tristeza en la humillación moral y patriótica que supone.
Nuestros libros y nuestros hombres de letras y de culturas técnicas podían ser los mejores heraldos del espíritu y la realidad españoles. En vez de una emigración de peones y analfabetos, una emigración de personas de estudio y de capacidad, una emigración de personas solventes y directoras, de amos, no de criados; una emigración de hombres de ciencia y de cátedra que hablasen el lenguaje espiritual de España, y de hombres de actividad emprendedora y de arrestos financieros que mostrasen, dentro de las rutas presentes y, sobre todo, del porvenir, la susceptibilidad potencial de España para las grandes empresas. Eso es lo que España debiera mandar a América.
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La penetración de la cultura y el capital españoles constituye la base del acercamiento de los dos pueblos, tan poco conocidos exactamente entre sí, peor aún, muy mal conocidos. Para muchos españoles no hispanoamericanos es todavía un gárrulo, un sinsonte; para muchos hispanoamericanos, para una inmensa mayoría, un español es un patán, un «gringo». La cultura de esas Repúblicas (que la tienen, pues aunque escasa, es su cultura) es desconocida en España, y a su vez lo es para ellas la de los españoles. Nuestra industria librera tiene allí sin duda su mejor mercado, cada vez más reducido, por la interpolación de otras casas editoriales europeas y la cominería y covachuelería del escritor español que tiene un sentido estrechísimo del negocio y prefiere andar de por vida al perrochico a desembolsar de una vez unas cuantas pesetas, En naciones extranjeras –Alemania, Francia, Inglaterra, Estados Unidos– hay casas editoriales que publican libros en castellano, con tales métodos comerciales, que dentro de poco no existirá para España el mercado americano, si los editores, en sus relaciones con los libreros de allende, persisten en su sistema rural de pasividad y pobretería. Hay, ante todo, que abaratar el libro y adoptar nuevos procedimientos industriales en la forma de venta y pagos.
Por otra parte, es preciso, hoy con más urgencia que nunca, que nuestras relaciones económicas y de comercio general se intensifiquen por medio de convenios y tratados. El problema económico es de los que se deben abordar sin dilaciones, y con él está ligado el de los transportes, que es cada vez un servicio más precario.
Que nuestra única exportación no sea la de carne humana, la de los hombres que van a fecundar aquellas tierras esterilizando las propias. Hasta ahora, pese a todos los fárragos de palabrería y a todas las galeradas de prosa, sólo, que sepamos, hablaron con razones atendibles sobre el hispano-americanismo, Unamuno y Eloy L. André, éste principalmente sobre la emigración.
Roberto Blanco Torres