Filosofía en español 
Filosofía en español

mancheta
Revista de Tropas Coloniales - Propagadora de Estudios Hispano-Africanos - Director Excmo. Sr. D. Gonzalo Queipo de Llano - Ceuta, enero 1924 - año 1, número 1




Gonzalo Queipo de Llano

Nuestro propósito


La circular que hemos enviado profusamente para anunciar la publicación de esta Revista, podría evitarnos nuevas explicaciones. Creemos, sin embargo, que debemos escribirlas para dar mayor diafanidad a nuestro propósito y desvanecer suspicacias, si nuestra iniciativa hubiera suscitado alguna.

Tras de haber llegado al más alto grado de esplendor en época en la que «el Sol no se ponía en sus dominios», España empezó su marcha decadente, como obedeciendo a una ley fatal que parece regir los destinos de los pueblos.

La corrupción de legisladores, que eran los primeros en burlar las leyes que dictaban: la ilegalidad organizada que conocemos en España con el nombre de caciquismo, creado y sostenido por políticos a veces más atentos al desarrollo de intereses personales que a los de la Patria; la acción disolvente, por último, de elementos anárquicos que, explotando la incomprensible debilidad de los gobiernos, favorecían toda clase de indisciplinas, habían acelerado aquella marcha decadente hasta tal punto, que España se encontraba al borde de un abismo de anarquía en cuyo fondo parecía habíamos de caer irremisiblemente.

Por fortuna el horror que inspiraba la catástrofe que se preveía y la ansiedad que de regeneramos sentíamos todos los buenos españoles, encarnaron en unos cuántos hombres de corazón que, arriesgándolo todo, afrontaron la ardua tarea de hacer resurgir el espíritu español adormecido por el fatalismo musulmán que parece flotar por todos los ámbitos de España y conducir a ésta por el camino que puede hacerla digna de su gloriosa historia. Para ello cuentan hoy con el apoyo y la inspiración de nuestro Soberano y deben contar con la cooperación entusiasta de cuantos amamos a nuestra Patria y conservamos inmaculada la fe en nuestra raza.

Los españoles deben darse cuenta, de que para realizar la labor constante y profunda que requiere la transformación de España, es indispensable que todos, ejercitando los derechos y cumpliendo los deberes de la ciudadanía, nos aprestemos a cooperar en la obra emprendida, por el Directorio, para renovar los organismos que integran la vida de la Nación y aunemos nuestros esfuerzos para facilitar la resolución de los problemas que hoy dificultan su desenvolvimiento.

A pesar de ser el de Marruecos, uno de los que más intensamente gravitan sobre la economía y aún sobre la vida del País, los catorce años de nuestra intervención activa en esta zona, han sido un lapso poco apreciable para que los españoles se hayan dado cuenta de la verdadera naturaleza de este problema, de lo que es este País, de la mentalidad de sus habitantes, de sus condiciones guerreras ni de sus procedimientos de combate. La inmensa cantidad de sangre generosa con la que hemos fecundado estos campos, sobre toda una serie de añejos e infundados prejuicios, forma como una densa niebla que impide al pueblo español estimar serenamente este problema.

Muchas de las enseñanzas que se han podido deducir de nuestra actuación en tantos años, permanecen en el pensamiento o en escritos (que no han tenido la debida publicidad) de actores de los acontecimientos aquí desarrollados.

España tiene derecho a que esas enseñanzas sean compendiadas y publicadas para que cuantos estamos obligados a intervenir en la resolución del problema Marroquí, cada uno dentro de nuestra esfera de acción, podamos utilizarlas, mejorando nuestra aptitud, para que podamos dar el máximo rendimiento en nuestro cometido.

Tal es la consideración que ha dado origen a esta Revista de Tropas Coloniales, cuya misión será servir como tribuna para que cuantos lo deseen puedan exponer el fruto de sus observaciones o de su experiencia, con lo que aportaremos nuestro grano de arena para la formación de una doctrina que dé, a las normas que debemos seguir, la fijeza necesaria, cuya falta ha influido tan poderosamente en la irresolución de este problema.

Mediante el conocimiento de las ideas que en esta Revista se expondrán, los Oficiales que hayan de venir a Marruecos podrán adquirir un concepto aproximado de la idiosincrasia del soldado que pudieran verse obligados a mandar, tan distinta de la del que hasta entonces habrá mandado; podrán venir con el ánimo libre de prejuicios, arraigados entre los españoles, que favorecen la incomprensión de dos pueblos cuya afinidad de raza debiera ser causa de que se comprendieran y se estimasen; podrán venir dispuestos a no considerar a los indígenas de esta Zona como enemigos irreconciliables y si tuviesen que verlos circunstancialmente frente a nosotros, no deberán olvidar aquella antigua máxima que aconseja «odiar al enemigo, como si debiera amársele algún día».

La necesaria labor de divulgar las enseñanzas deducidas de nuestra actuación en Marruecos, es la que nos induce a suplicar la colaboración de todos los que puedan ilustrar al pueblo español, sobre este problema, e instruirnos para hacer más fácil el cumplimiento de nuestros deberes para con la Patria:

Esa colaboración la pedimos, no solamente a las personas cuyas firmas elevarán con su prestigio el valor de esta Revista, sino, a todos los Jefes y Oficiales, muchos de los cuales encubren su valer con una modestia excesiva, perjudicando los intereses del Ejército que son los de la Patria.

Nuestras normas de conducta, estarán siempre limitadas por trazos indelebles de austera disciplina. Guardaremos el mayor respeto para todas las opiniones expuestas o que traten de exponerse en esta tribuna neutral, siempre que no afecten a los dictados del más puro patriotismo.

Y aun cuando nuestro proceder de siempre nos abona, no estará de más hacer constar que, con Diógenes pensamos que «el animal más dañino es, entre los salvajes el calumniador; entre los domésticos, el adulador».

Queremos hacer constar, por último, que tan solo el patriotismo fue el germen y será el guía de esta Revista y por ello en la primera junta de los que constituimos esta Redacción, nos comprometimos, según consta en acta, a no percibir sueldo alguno por el desempeño de la misión que en ella nos compete y a dedicar los beneficios cuando se obtengan, al sostenimiento de una colaboración escogida y a mejorar constantemente la publicación.

Al presentar nuestro rendido homenaje de adhesión incondicional a nuestro Rey, orgullo y esperanza de la Patria; al hacer pública manifestación de respeto, de cariño y de compañerismo a los generales que hoy desempeñan la espinosa misión de procurar satisfacer los anhelos del País: al saludar a los generales, jefes y oficiales del Ejército y la Armada y a cuantos se ocupen de estudiar nuestro problema marroquí, lo mismo que a la Prensa, en especial a la que trata con preferencia de los asuntos de nuestra profesión, hacemos público testimonio de profunda veneración hacia los que derramaron su sangre en estas tierras africanas trazándonos una senda que todos seguiremos sin vacilar, cuando la ocasión se presente, por la Patria y por el Rey.

Gonzalo Q. de LLANO.




Antonio Goicoechea

Alhucemas y los beniurriaglis


Si hay algo de cuanto la mirada descubre que abata el ánimo al examinar los asuntos de Marruecos, no es ciertamente la dificultad del problema en sí mismo, sino la incurable y superficial indiferencia con que presencia los acontecimientos y juzga sobre ellos gran parte de la opinión, comprendiendo dentro de ella lo más escogido y selecto de nuestras clases directoras. Hechos de los más vulgares y corrientes quedan ignorados, unas veces porque una mentalidad perezosa no se toma el cuidado de descubrirlos, otras, porque los oculta a nuestros ojos la interposición intencionada de la pasión política.

No hace mucho que un respetable diario, de los que más se leen y mayor autoridad gozan, portavoz de la porción más intelectual y más culta del liberalismo español, estampaba en sus columnas esta afirmación dogmática y concluyente: «Francia sostiene la guerra a expensas del mismo territorio marroquí; los impuestos y tributos alimentan el presupuesto. Nosotros en cambio, hemos empleado en Marruecos miles de millones.» Casi al mismo tiempo que esas líneas alentadoras, se publicaba el rapport de M. Alberto Lebrun al Senado francés sobre los gastos realizados en Marruecos por el país vecino. En él aparecía que Francia, desde el desembarco en Casablanca a fin de 1907 había gastado en Marruecos 2.549.332.800 francos. Como sobre esa cifra había que incluir lo gastado en 1921 y lo calculado y en parte gastado en 1922, resultaba que, en conjunto, Francia, había invertido –realizando lo que llama el señor Cambó un «esfuerzo mínimos– en Marruecos, hasta el día, unos «tres mil millones y medio de francos», a pesar de lo cual, para los lectores del diario aludido seguirá siendo artículo de fe que Francia realiza gratis su obra colonizadora, mientras a nosotros una empresa análoga, de proporciones menores, nos empobrece y nos desangra.

No quiero con ello regatear el elogio a la habilidad política de que la nación francesa da muestras; no es escaso el savoir faire que representa haber logrado que en el año 1922 Marruecos contribuya con 25 millones a nutrir un presupuesto de gastos de soberanía o militares que se calcula en 433.083.186. Pero la finalidad de los buenos ejemplos debe ser despertar el ansia de la imitación; no provocar en ánimos ya decaídos el descorazonamiento de la impotencia.

Entre las muestras más evidentes que de su inconsciencia o de su alejamiento espiritual del problema dan muchos, figura en lugar preferente esa seguridad tranquila y cómoda con que se considera con la publicación de un decreto y la colocación a la vista de unos cuantos aparatosos rótulos, transformado esencialmente el estado de la zona y en vías de solución el enojoso pleito. Las mismas cosas, los mismos hechos, los mismos programas de solución, provocan estallidos de indignación o son acogidos con morbosa indiferencia, según sea uno u otro el estado de espíritu de quien juzga, no la realidad viva, que suele ser inmutable.

Hay que cumplir con la obligación de lealtad y de patriotismo de decir a la opinión española la verdad. Y la verdad es que es necesario llegar a Alhucemas.

Entre los conocedores de Marruecos y de su historia, no hay sobre el particular una sola discrepancia. Gran parte del público español, desorientado y mal informado, ve en ese nombre, «Alhucemas», el símbolo de un programa conquistador y militarista. No hay tal cosa. Los más sinceramente devotos del régimen de protectorado, los más fervientes partidarios del gobierno del país musulmán por sí mismo anhelan el dominio de la bahía de Alhucemas, precisamente por ver en ese dominio el inexcusable punto de partida para una estrecha colaboración entre moros y españoles. Muchos verán en esta afirmación el semblante de una paradoja. No lo es, sin embargo, y constituye notoria equivocación de los enemigos de llegar a Alhucemas, la creencia de que la conveniencia de tal empresa se cimenta en un mal entendido espíritu de revancha, en la supuesta necesidad de infligir a los rebeldes un severo castigo. Contra esa manera de ver las cosas se revuelven, y hacen bien, los espíritus serenos, que no admiten el provecho ni la licitud de imponer a un país por solo puntillos de amor propio dispendios y sacrificios sin término.

Pero no es ese, a mi modo de ver, el modo lógico de plantear el problema.

Alhucemas constituye una triple necesidad, militar, política y económica. La necesidad militar a la vista salta, aunque deba ser acaso, entre las tres, la que menos pese en el ánimo. El foco incesante y jamás apagado de rebeldía contra España; el cómodo lugar de asilo para toda la población emigrada que no es sometida de los alrededores de Melilla y de las márgenes del Kert; el germen eterno de insurrección; el verdadero enemigo que en 1893 sitió y privó de la vida a Margallo en Cabrerizas Altas; el que en 1909 peleó en Sidi-Musa y en Taxdirt; el que desafió en 1907 al Roghí, sin perjuicio de impetrar contra él la protección de España, ese está en Beni-Urriaguel, y allí hay que ir a buscarle y vencerle. Inútil será pretender eludir la dificultad, soslayándola u ocultándola; mientras ese vivero de odio subsista, la insurrección seguirá latente y no tendrá España paz.

Políticamente, Alhucemas es la demostración de una superioridad militar y moral, que es requisito indispensable para el ejercicio del protectorado. Toda la zona, pero singularmente la oriental, está prendida a nuestro influjo con alfileres… Descansa sobre un ascendiente dudoso, inseguro, como todo lo indemostrado… Toda la zona está ocupada por una inmensa legión de indecisos que esperan para tomar un partido a conocer quién es el más fuerte. Así están los bocoyas, los benisaidís, los gomaris, los jumsis, las tribus más poderosas e influyentes. Al alma musulmana no se la conquista por el camino del convencimiento suasorio, sino de las impresiones vivas y fuertes; así se logró consolidar desde 1860 hasta 1913 el prestigio de nuestro nombre, hoy en gran parte extinguido por obra de errores y faltas que no merecen perdón… No hay que pensar en obra política alguna de la que se espere obtener algún éxito que no lleve anejo el compromiso de hacer efectivo el influjo sobre la bahía de Alhucemas y la abrupta sierra que a escasa distancia la domina. Mientras subsista, será ejemplo vivo que servirá de aliento para toda indisciplina; patente que proclamará la incapacidad y la impotencia de la nación protectora; acicate para todas las aficiones guerreras, siempre dispuestas y prontas a ensayarse en la impunidad. ¿Habrá alguien a quien todo eso se le oculte?

Políticamente, Alhucemas representa el punto necesario de enlace que suprimirá entre las dos regiones oriental y occidental de la zona, toda solución de continuidad. Larache y la región del Lucus forman con Tetuán y Yebala una cosa misma. A su vez Alhucemas y el Rif occidental forman con Melilla y el Rif oriental una sola entidad geográfica. Fue acierto del Tratado de 16 de Noviembre de 1910, en que hace poco volvió a pensarse, e inspiración afortunada del señor González Hontoria la creación del amalato único para Melilla y Alhucemas. La zona no será «una», que vale tanto como decir que no será «nuestra», ni quedará por España totalmente influida mientras subsista ese territorio privilegiado y exento. La frase de Liautey después de la conquista de Tazza, que unió al Marruecos oriental francés con el occidental, tendría aquí exacta aplicación. Con Alhucemas la zona española habrá quedado dotada de su «columna vertebral».

Económicamente, la región de Beni-Urriaguel, punto natural de enlace de los ferrocarriles de Tetuán a Ceuta y de Melilla a Tistutin y Dríus, encierra inmensas riquezas mineras inexplotadas. Todos los viajeros, desde Roland Frejus, que visitó África en el siglo XVII, a los más recientes exploradores, como el Vizconde de Foucauld y Moulieras, hacen alusión a la riqueza ferruginosa, análoga a la de Beni-bu-Ifrur del suelo de la región central. Moulieras llega a hablar de la existencia allí de un nuevo Transvaal… La llanura que se extiende frente a los tres islotes ocupados por los navíos españoles «San Agustín» y «San Carlos» en 1673 es poblada y es fértil, con fertilidad acaso comparable a la de las famosas «tierras negras» de la zona francesa. Desde el Morro Nuevo a las Torres de Alcalá, en todo el territorio que históricamente dominó la poderosa confederación de los gomaras, a los acantilados ásperos y a las gargantas estrechas del litoral con cúspides elevadas de cerca de 2.000 metros, corresponden en el interior valles feraces y cultivados. ¡Si acaso a la riqueza del suelo se deba el espíritu bravío de los Beniurriagueles y de sus confinantes los bocoyas, poseedores de un territorio defendido por barreras naturales y que se basta a sí mismo!

Ahora bien; ¿puede y debe España renunciar a la valorización de ese suelo y a la explotación de esas riquezas? ¿Cumplirá al abstenerse su verdadera misión? Sinceramente creo que no. En uno de los más interesantes artículos publicados el pasado año por el señor Cambó, decía que no hay político alguno de solvencia que defienda que España tenga en Marruecos «un interés de colonización». Exacto; pero no creo tampoco que haya político de solvencia, y menos que ninguno el señor Cambó, cuya cultura es notoria, que deje de pensar en la posibilidad de que los sacrificios de España en Marruecos obtengan, no la retribución debida, sino ayudas que sirvan para indemnizarnos de gastos que se hacen hoy en beneficio del pueblo marroquí y a costa exclusiva de España. Ese es el camino único para llegar al «mínimo esfuerzo» de que el señor Cambó hablaba.

Dominar un territorio no es proporcionarse la satisfacción de ocuparlo militarmente; es centuplicar su riqueza, abrir escuelas y vías de comunicación, enseñar a los naturales métodos nuevos, hacerles partícipes de los beneficios que puedan obtenerse con las industrias, cobrar impuestos y constituir donde no los hay una Hacienda y un Tesoro públicos. ¿Habrá alguien que sostenga en serio que toda esa labor es incompatible con la finalidad política y militar que España persigue en el litoral africano? ¿No será, por el contrario, el más eficaz auxiliar de la finalidad política?

Ni me asusta siquiera la posibilidad de que esa asociación de esfuerzos tenga por resultado la emancipación prematura en un porvenir más o menos lejano. Un Marruecos rebelde e indisciplinado contiguo a nuestra costa sería un peligro; un Marruecos civilizado, ordenado, homogéneo, sería una esperanza. El Marruecos influido por nosotros y abierto por nosotros a la civilización sería un natural aliado nuestro, como lo será en lo porvenir de Inglaterra, para el mantenimiento de su ruta de la India, el Egipto generosamente emancipado en 1922.

Antonio Goicoechea.

Diciembre 1923.




Ramiro de Maeztu

Con el ejército


¿Por qué están mis simpatías con el ejército? La razón fundamental no tiene que ver sino indirectamente con el ejército español. Es filosófica. Creo en la primacía del valor. Es la primera de las virtudes, lo mismo para el pensamiento que para la acción. Y cuando se propagaron por el mundo, poco antes de la gran guerra, las doctrinas de Mr. Norman Angell, que decían peregrinamente que la guerra no es negocio, advertí con horror que las clases intelectuales donde mejor prendían eran las españolas. Me encontré ante la imposibilidad de hacer sentir a los amigos míos y compañeros de letras que el valor era un bien en sí mismo. Mil veces les ponía el ejemplo de un hombre que se bate bien y de otro que se bate mal, para mostrar la superioridad del primero sobre el segundo, sea cualquiera la causa por la que pelean. Mis amigos se negaban a considerar el ejemplo de dos hombres que peleasen por pelear. Querían siempre juzgar de la pelea por la causa. En vano procuraba yo hacerles distinguir entre la pelea y la causa, para mostrarles que una era la bondad de la causa y otra la bondad de la pelea. Mis compañeros no podían o no querían ver más bondad o maldad que la de la causa. El valor, desde un punto de vista ético, les parecía indiferente, puesto que no le consideraban sino como mero instrumento.

Hasta hubo un momento, anterior a esto, en que se trató de hacer que penetrase en el ejército español el espíritu enemigo del culto del valor. Hubo un tiempo en que se predicaba la doctrina de que los adelantos de la balística habían hecho el coraje poco menos que inútil. Se suponía acabada para siempre la época de las cargas a la bayoneta y de las hazañas individuales. La guerra de trinchera, en la gran conflagración universal, ha desmentido semejantes augurios. Pero ha sido la naturaleza misma de los ejércitos en todos los países lo que ha sentido repugnancia hacia toda doctrina que no juzgase supremo el factor moral, que en la milicia es un compuesto del convencimiento en la justicia de la causa, la satisfacción interior que produce un régimen justiciero, aunque duro, y el valor en sí mismo o condicionado por los demás elementos que integran el factor moral.

Si yo me hubiese encontrado en España con alguna otra institución en que se cultivase el espíritu del valor con más intensidad que en el ejército, habría sido probablemente esa institución la que se hubiera atraído mis simpatías preferentes. Pero en medio de un practicismo universal, que considera el heroísmo como una «primada», como un quijotismo, como una presunción ridícula o inane, el ejército es en España la única lámpara encendida en la capilla del valor. Y por eso, mientras perdure la hostilidad de nuestras clases intelectuales hacia el heroísmo y sea el ejército la única institución española donde se honre el valor, y en tanto que así sea, seré militarista, porque me parece preciosa la función que desempeña el ejército al imponer al pueblo nuestro el respeto y el sentido del valor.

Otra de las razones que me hacen simpatizar con el ejército es el abandono moral en que lo dejaron los mismos hombres públicos que lo llevaron a pelear al Rif. Se trata de una guerra que no fue emprendida por iniciativa del ejército. Fueron razones diplomáticas, principalmente la adjudicación de Marruecos por la Entente Cordiale las que decidieron a los Gobiernos a emprender su acción protectora en el Norte de Marruecos. Los gobiernos fueron los que llevaron a Marruecos el ejército regular de la nación, sin darse previamente cuenta de la necesidad de ejércitos especiales para realizar empresas especiales, como lo son las coloniales, dada la inmensa dificultad de hacer populares este género de empresas. Los Gobiernos fueron, pues, los que llevaron al ejército a Marruecos, sin cuidarse de formar para ello un ejército especial, es decir, con los mismos reclutas y reservistas que constituyen el ejército normal de la Península. De aquí una protesta popular, de la que el incendio de los conventos de Barcelona, en 1909, no fue sino el episodio más escandaloso. ¿Han hecho algo los políticos para oponerse a esta animadversión popular y convertirla en adhesión o, por lo menos, en simpatía? Nada o casi nada. Gobierno tras gobierno persistió en el empeño de cumplir el compromiso internacional de pacificar la zona Norte de Marruecos. Es que España no podía desistir de su empresa sin una confesión de impotencia que no habría sido favorable a su prestigio, ni a su seguridad. Pero ningún gobernante ha querido encargarse de la impopular tarea de hacer sentir al pueblo la necesidad del sacrificio que la empresa de Marruecos requiere. De lo que se cuidaban era de encargar a los generales de Marruecos que de ninguna manera tuvieran que enviar a la Península una lista de bajas.

Pero yo he vivido en países beligerantes los años de la gran guerra. Toda la parte no combatiente del país se dedicaba en Inglaterra a procurar que a los soldados no les faltase nada. La intelectualidad inglesa no hacía apenas otra cosa que exponer argumentos demostrativos de la justicia de la causa y expresar sentimientos que persuadieran al soldado no sólo de esta justicia sino de hallarse personificando la nación entera. En España se ha dejado aislado espiritualmente al ejército que pelea en Marruecos. Algo se ha hecho, aunque poco, por su comodidad material. Pero buena parte de la intelectualidad española no se ha dedicado sino a inventar argumentos para demostrar que no se debió salir de la Península. En vano se ha sacrificado la sangre de alguno de sus mejores soldados, como González Tablas y Valenzuela. El silencio de los políticos y la hostilidad de los intelectuales han hecho que buena parte del pueblo siga haciendo el vacío en torno de la guerra de Marruecos, como si se tratase de una campaña profesional, y no de un empeño nacional.

Intelectuales eximios, como don Miguel de Unamuno, han estado diciendo, viniera o no a cuento, que la guerra de Marruecos es tan injusta como la de Napoleón contra España hace un siglo. Y esto no es cierto. La guerra de Napoleón era una guerra de conquista entre pueblos civilizados y cristianos. La guerra de África es una guerra colonial, es decir, civilizadora de un pueblo atrasado y para todo hombre de sentido histórico no habrá guerras más justificadas que las coloniales, pues merced a ellas ha sido posible llevar los bienes de nuestra civilización por toda la haz de la tierra. Podrá decirse que la campaña de Marruecos ha sido cara, pero la justicia de su causa, que es la de la civilización occidental, no necesita sino ser declarada para hacerse patente.

Y hay todavía un aspecto que me hace simpatizar con el ejército en su actuación política. España es un territorio mal unido geográficamente. La falta de ríos navegables y los desniveles del terreno mantienen separadas a sus poblaciones. Ello es propio para que crezca el espíritu secesionista en algunas regiones. De otra parte hace falta la unidad nacional si ha de evitarse la «balkanización» de la Península. Los italianos saben muy bien los sufrimientos que les costó, durante siglos, la división de su península en reinos, repúblicas y ciudades separadas. Los mismos sufrimientos ha padecido, durante siglos también, la península balkánica. Tanto o más que los pueblos de los Balkanes o de Italia padecerían los de nuestra Península si se dejasen llevar de las fuerzas centrífugas, que tienden a dividirlos y secesionarlos. La mayor fuerza unificadora de España es el Ejército. No es la única. El idioma castellano es el único comprendido en toda España. Además del idioma hay una trabazón de intereses, mucho más intensa actualmente que lo era todavía hace veinte años. Hay, además, el sentimiento de la historia común. Pero el brazo de la unidad nacional es el ejército. Y además es preciso que vuelvan a surgir grandes partidos políticos nacionales, en que se unan también españoles de todas las regiones. Antes hace falta limpiar el árbol nacional de la yedra de oligarquías y corrupción electoral que lo venía ahogando. El ejército ha emprendido esta tarea. Y esta es otra de las razones que me ponen de su lado, en tanto continúe su buena obra.

Ramiro de Maeztu




Francisco Franco Bahamonde

Los mandos


La campaña de Marruecos vino a despertarnos de nuestro letargo militar siendo piedra de toque en que se contrastó nuestra eficiencia y campo de experimentación de nuestro Ejército en la última década. Campaña que consumió energías y vidas sin que de un estudio crítico de la misma se hayan deducido enseñanzas y norma que fueran a modo de guión del Jefe y Oficial en estas tierras; y no es que pretenda sostener que en Marruecos todo es especial, no, en Marruecos todos los sistemas de mando y reglamentos tienen ancho campo en que aplicarse; pero la guerra en si no se reglamenta, y el combatir la rígida interpretación de reglamentos es el porqué de estas líneas.

El problema marroquí nos sorprendió en sus comienzos y fuimos a la campaña del nueve sin popularidad, sin una concepción del problema y de nuestros compromisos; y si un puntillo por reparar la injusta crítica del 98, hizo que vibrara el alma militar deseosa de justificar su valor, pronto el eco popular fue nublando lo legítimo del sentimiento y llegó en algunos momentos a reinar en nuestra casa. Marruecos fue ya para muchos pesada carga en la que a fuerza de parecer despreciar al enemigo, se rebajó notablemente lo glorioso de la empresa: «Moros harapientos, sin mando ni disciplina, en un país rocoso y pobre» ¡He aquí la eterna cantinela de los que desprecian el problema marroquí! ¡He aquí la máscara de las almas pobres!

La obra de España en Marruecos es obra de gigantes; no es la dificultad de una guerra con enemigo organizado, grandes batallas, poblaciones… corazón en que herir el poder enemigo!… Es guerra de asimilación; hay que castigar sin despertar odios; el enemigo de hoy es aliado de mañana en lucha con la religión, el fanatismo, la falta de comunicaciones y el estado primitivo del país; contra un enemigo guerrero desde la infancia, impresionable, valeroso. Tribus montaraces y rebeldes que no reconocieron jamás freno y que a las puertas de Europa pasaron siglos sin que sus invasores lograran hacer perdurable su obra de conquista; enemigo mil veces más difícil que el que se presentaría en otra lucha; guerra en que la crueldad acecha y en que los descuidos se pagan a caro precio; no es la lucha cuyo triunfo embriaga, es la guerra pobre, la guerra de sacrificio, de heroísmos ignorados, «donde todos trabajan, en que todos discurren, campaña tal vez única en la que tienen ancho campo las iniciativas subalternas, se templan los espíritus y despiertan al mando los temperamentos ocultos…» ¡Tierra de sacrificios acrecentados por la indiferencia del país y la falta de calor del gran Hogar!

Soy poco amigo de buscar ejemplos extranjeros, tenemos tanto y bueno en casa, que nada envidio en la vecina; pero en esta ocasión tal vez sirva para acallar a los que estas teorías combaten, emplear la savia extraña si esta es provechosa.

Leemos en Alfred de Tarde, página 28 de «Marruecos, escuela de energía»: El General Lyautey, en una fórmula corta y rica de sentido, ha dicho del África del Norte, que es para nuestra raza lo que el Far-West para América, el campo por excelencia de energía, de rejuvenecimiento y de la fecundidad. Sí, en estos campos de entrenamientos lejanos y mortíferos la raza ha mantenido sus reservas de salud y sus grandes virtudes que debían brillar en los días de la guerra.

El arrojo, el sentido de sacrificio, el culto del valor sereno y sonriente, ¡cuántas veces estas cualidades habrían brillado antes de 1914 sobre los territorios despreciados de la guerra colonial, sobre las mesetas de Madagascar y Tonkin, en los desiertos de Mauritania y en las llanuras de Marruecos! ¡y a cuántos miles de jóvenes sin dejar Francia se les inflamó su imaginación con la lectura de estas «epopeyas coloniales» –según la palabra reveladora del Coronel Baratier–, y habían reconquistado el sentido del heroísmo al pensar en estas tierras donde corría la sangre francesa!

Cuántos también, al relato de estas acciones habían sentido el cansancio de la vida y se habían enganchado en el ejército; testigo Ernest Psichari, el nieto de Ernest Renan, que abandonando sus estudios empezados en Sorbonne corría a combatir en Mauritania y no sabía vivir más que en el desierto y en la existencia ruda de los campos.

Así el magnífico esfuerzo llevado a cabo por generaciones innumerables de militares y de colonos, no fue perdido por nosotros, –ni aún si por azar, no habían tenido por resultado más que decepciones económicas–, puesto que ha servido a nuestra seguridad dándonos los grandes Jefes: Gallieni, Lyautey, Joffre, Franchet d'Esperey y Mangin, que nos han conducido a la victoria.

Me parece que es esta la más segura defensa y la más decisiva, que puede oponerse a los adversarios de nuestras conquistas coloniales».

Muchísimas podían ser las citas que corroborarían lo antes dicho; pero he preferido poner el ejemplo del escritor citado, porque encierra en sí esa teoría tan desconocida en nuestro país… tan digna de ser divulgada… y de estudio para los que en Marruecos aspiran a mandar. En este país de luz y de misterio no hay que caminar en tinieblas, tenemos que levantar el velo identificándonos con el sentir marroquí; no es posible vivir en continuo divorcio los mandos militar y político en los escalones superiores; no podemos dar la espalda al sentir del pueblo que hemos de educar…

Si preciso es que en Marruecos todos conozcan el deber y la senda que a él conduce; indispensable es en aquellos que por estar tan altos, son espejo en que se mira el alma musulmana, en la que un receloso fanatismo busca en nuestras faltas el fundamento de sus rebeldías.

Siempre que en Marruecos los mandos militar y político residieron en persona conocedora del pueblo musulmán y práctica en esta guerra, las Armas fueron la suprema expresión de la voluntad del pueblo protector, que se hacía sentir en sus medidas de gobierno.

En la elección de los cuadros directores y en su comprensión del problema y práctica de la guerra, reside una gran parte de la solución del problema, que de otro modo enfocado, solo haría abrir un profundo abismo entre los pueblos llamados a aliarse.

Los mandos inferiores son como los eslabones de esta gran cadena cuya solidez depende de la calidad de ellos; por esto exige atención preferente su elección y premio, preparándose y perfeccionándose en su papel, estudiando el camino que otros trillaron para que ellos lleguen, alejando y persiguiendo dentro de su esfera esa crítica negativa que al mermar los prestigios del mando rebaja ante el indígena nuestro valer y es arma pronto esgrimida por los enemigos de la Patria. Hay que combatir las rivalidades, los odios, los partidismos, pensando que todos somos militantes en la obra marroquí, y que caminando juntos y unidos en apretado abrazo por la senda del deber, habremos ganado esa gran batalla que hará que lo que es hoy problema magno se encauce por los derroteros del más franco éxito.

Muchas de las causas que restaron eficiencia a nuestras acciones militares han sido la poca preparación en los escalones que motivó la falta de confianza del mando en sus inferiores y muchas también la falta de fe de éstos.

Esta poca preparación ocasionó el que en los empleos superiores los mandos militar y político permanecieran distanciados y sus labores marchasen por caminos muchas veces opuestos. Los Generales permanecieron en sus posiciones prisioneros de sus muros, viviendo del favor que sus inferiores –Oficiales de Policía– les dispensaban comunicándoles noticias sobre el campo aún en contra de las órdenes superiores: el General o Jefe de un sector o línea avanzada no puede ser ajeno a la situación del campo y ésta tiene tal influencia en la gestión futura de las armas, que necesario es, que todos siguiendo las inspiraciones del alto mando intervengan por su delegación estando al corriente de la marcha de la política y relaciones con el enemigo.

El carácter voluble e impresionable de los indígenas, sus luchas y rivalidades aprovechadas por nuestra labor política y pacificadora, hace llegue el momento de recoger su fruto: En una noche, sigilosamente, llega el jefe de una kábila o el kaid de un poblado a las posiciones avanzadas y solicita nuestro apoyo, avisa la próxima llegada de la harka, quiere someterse al Magzén, y aprovechando la situación favorable, ausencia de guardias enemigas, entregarnos territorios o posiciones ambicionadas, que mejorarían nuestra situación militar. Los jóvenes Oficiales de Policía se presentan al General del sector temiendo ver escapar la ocasión tan esperada; sus jefes políticos alejados en la Plaza, y el alto mando tan distanciado no pueden resolver lo que convenga, y el General o jefe del sector cuya iniciativa se ve limitada a ser un jefe de posición y de servicios, no tiene atribuciones, no resuelve, consulta… telegramas cifrados… dilaciones… El jefe moro se disgusta al ver lo inútil de su sacrificio, a los pocos días llega la harca, que es la fuerte y se une a ella… Este es a grandes rasgos el papel a que queda relegado un Jefe de sector o línea, por ese apartamiento en los mandos político y militar que en los puestos superiores deben ser inseparables…

Fácilmente deducimos la necesidad de que éstos puestos sean ocupados por personal competente y especializado que merezca la confianza plena del general en jefe y que cooperen a la obra común, inspirándose en sus planes, existiendo entre ellos la confianza y fe indispensable para que los esfuerzos no se pierdan; ¡Pero cuán lejos parecemos estar de los tiempos en que esto suceda! De aquellos en que la responsabilidad era un mito, hemos pasado a otros en los que el temor al castigo ha de volver al mando desconfiado y al jefe temeroso; no basta la confianza en sí mismo, un mal paso de cualquiera de sus inferiores puede costarle la carrera… tal vez más… y el mando ya tímido por carácter, vegetará sin un arranque… la guerra será pasividad… ¡adiós iniciativa, alma de la acción, en muchos años te perseguirá la sombra de la responsabilidad!…

F. Franco Bahamonde.

Olvidamos de los que luchan y mueren por España, sería criminal. Cuando en tierras de Marruecos se cumplen deberes penosos: ¿olvidaremos nosotros los más fáciles? Ved que para el triunfo glorioso de España en tan difícil empresa, por lo mismo tan digna de nuestra historia y de nuestra raza, si mucho importa que nosotros confiemos en los que allá combaten, importa más que ellos confíen en los que aquí quedamos.

Al ¡alerta! de aquellos campamentos en tierra extraña, debe responder el ¡alerta está! de la tierra española.

Solo así comprenderán nuestros hermanos, que donde ellos están, está con ellos toda España.

Jacinto Benavente




[ Plácido Huerta Naves ]

Bases de colonización


«Solo la Ciencia hace soportable
y hasta deseable el dominio.»
Cajal.

En este maravilloso concepto del sabio maestro están la base, síntesis y esencia de toda moderna idea colonizadora.

Pasada la violencia de las armas, necesaria en cada conquista, una vez establecidas las bases y régimen de seguridad material en la región conquistada, es imprescindible, es fundamental y ejemplar para los indígenas, que los colonizadores implanten en los naturales del territorio ocupado, lo antes posible y con el carácter más humano y proteccionista, sus virtudes, su ciencia, su arte, su comercio, todo aquello de que carezca el país conquistado y que es lo que, en nombre de la civilización ha de imponérseles si de buen grado no lo aceptasen. Imponer la civilización tiene siempre una justificación histórica, cada vez más loable a medida que la humanidad tiende a su máximo perfeccionamiento.

Para atraerse las simpatías, admiración y adhesión del pueblo dominado por la violencia o sin ella, es necesario proceder racionalmente, científicamente; en la ciencia están la máxima virtud, la mayor prudencia, la moral más estricta, la orientación más clara, la justicia más recta, la energía más fuerte y el valor más caracterizado, porque la ciencia, lejos de estar reñida con las tendencias peculiares de cada hombre, las fija en él por el razonamiento, haciéndolas inalterables, las idealiza en la esfera del conocimiento, al hacerlas persistentes, generales y capaces de regular su conducta como máximas del deber.

Es necesario procediendo racionalmente, mejorar desde el primer momento la condición material, científica y moral del indígena en sus múltiples deficiencias. La condición material la primera, porque solo después de verse mejorado en las necesidades de su material vivir aceptarán, por el convencimiento y atractivo del bienestar corporal, las ideas científicas y orientaciones morales que se les trate de inculcar. Los hombres primitivos, como muchos civilizados, no saben apreciar más mejoras que las materiales; por ellas hay que empezar pues, para atraerlos, convencerles y adhesionárseles; después se intentarán los refinamientos culturales y morales que, de primera intención, ni comprenden ni aceptarían.

La asistencia médica racional y liberalmente implantada es, de las mejoras materiales, tal vez la primera que debe imponerse en toda colonia, aunque solo sea por egoísmo, si mil razones de virtud no la abonasen; pero, entiéndase bien, siempre a base de que sea racional, suficiente y desinteresada, para que alcance a todos. Locales inmejorables, material terapéutico más que suficiente sobrado y de verdadero valor, y regentada esta asistencia, principalmente para el indígena, por Médicos ejemplares, de marcada competencia técnica e hipersaturado altruismo y liberalidad. De otro modo resulta contraproducente y odiosa. Más que en los civilizados, hay fuentes de gratitud y admiración en el salvaje para el Médico que mitiga sus dolores y cura sus males, máxime si se hace altruista y amablemente; altruismo y amabilidad que jamás son origen de burla o indisciplina por parte del indígena, como opinan, tal vez para justificarse, algunos más amantes de la violencia que de la justicia.

El dolor traspasa las fronteras y los enfermos no saben de conquistadores, acuden rápidamente al nuevo médico que cura pronto y bien; y sin dolor, y que además les trata amablemente, sin violencia. La fama del buen médico se extiende pronto y la admiración y veneración hacia él, llegan casi a constituir un culto sobrehumano.

Estas conquistas son todas para la Metrópoli y en ella debe cultivarse este medio de colonización que, por ser tan humano como científico, es altamente beneficioso para la Patria.

Varios años pasé en nuestras colonias del Golfo de Guinea estudiando, a la par que las enfermedades propias de la zona, la psicología de los indígenas y medios más eficaces de atracción y colonización, sacando la convicción de que solo obrando conforme a lo apuntado, podrá lograrse de las tribus reducidas por la acción militar, una pronta adhesión, respeto y amor; y que una acción sanitaria ideal, es de una incuestionable eficacia en esta compenetración y máxime allí donde las dolencias son múltiples y graves y los medios y conocimientos médicos de los indígenas, ineficaces.

Fernando Poó fue siempre temible por dos razones: la primera, por ser lugar de deportación, la segunda, por ser sepultura de colonizadores. Pero hoy podrían darse por eliminadas estas razones, ya que nuestro Gobierno no necesita pensar en deportar allí delincuentes y aunque lo hiciera no tendría gran trascendencia para el prestigio colonial, pues en nada desciende el índice de moralidad de los libres ciudadanos de una población, porque en ella se establezca una penitenciaria, y en cuanto a salubridad menos que antes debe temerse hoy de Fernando Poó, gracias a la intervención sanitaria que durante la internación alemana construyó campamentos extremadamente limpios y saludables, en los alrededores de Santa Isabel, mejorando grandemente las condiciones de esta población, principal núcleo europeo, y a la iniciativa particular que más acaudalada hoy, mental y económicamente, sabe hacer más llevadera su exótica existencia. Pero aparte de esto que tiende a la garantía del europeo, laborada particularmente, queda a la iniciativa oficial mucho que subsanar en favor de colonizadores y colonizados.

Se imponen hospitales y consultorios más capaces y adecuados: mejor dotados y atendidos, para que el indígena no rehúya la asistencia y hospitalización sino que la desee y busque y evitar la emigración de los enfermos europeos e indígenas, a las colonias extranjeras vecinas, en busca de una asistencia médica que juzgan, tal vez con razón, más completa, eficaz, amable y desinteresada: redimiendo a los indígenas enfermos de tener que recurrir a sus curanderos, posponiendo a los de ellos, nuestros medios y procedimientos terapéuticos; que acabe de una vez, y esto es lo más triste por ser un deplorable mal ejemplo, la desconfianza de los europeos que, en algunas ocasiones, buscan la asistencia de los curanderos indígenas, hechos todos que nos desprestigian haciendo más difícil la colonización. Las deficiencias sanitarias se subsanarían eligiendo un personal sanitario idóneo, pues aparte del valor profesional, es preciso que caracterice a los empleados coloniales de cada ramo, un gran altruismo y desinterés, y más en la clase médica cuya actuación profesional, si no se reviste de estas virtudes colonizadoras en alto grado, malogra toda eficacia y trascendencia de la magna labor que le está encomendada.

A más de médicos cultos, abnegados y patriotas, se necesita dotarlos de medios amplios de trabajo, proporcionados siempre a las necesidades de la obra que tengan que realizar, exigiendo esto una constante ampliación de los hospitales, de los puestos sanitarios, el material terapéutico, médico y quirúrgico, de limpieza, de aprovisionamiento y de todo lo que tienda al bienestar de los enfermos asistidos y hospitalizados, y simultáneamente, del material de laboratorio que facilite la constante investigación. Lo primero por humanidad, lo segundo por la Ciencia, y todo en beneficio de una prestigiosa y eficaz labor colonizadora en indiscutible provecho de la Patria.

Y como complemento a esta obra concreta, dedicada a los enfermos, es indispensable emprender una activa acción de saneamiento, para mayor garantía de la salubridad general, basándola en investigaciones bien orientadas y en las ya hechas por nacionales y extranjeros, que tienda a disminuir cada día más, hasta verlas por completo desterradas, las plagas de paludismo, disentería y enfermedad del sueño, principales causas de morbilidad y mortalidad de aquel país, del cual, una vez eliminados estos azotes por una racional profilaxis, podría hacerse una de las regiones más bellas y económicamente útiles de la Tierra.

Una acción militar eficaz, seguida de una noble e inmediata actuación sanitaria, constituyen las bases, por imposición enérgica y consolidación afectuosa, de toda obra inicial de colonización.

Dr. Huerta.

Médico de la Armada.




[ Víctor Ruiz Albéniz ]

Palabras de un optimista
Psicología de la oficialidad colonial


Cuando las gentes de España, un tanto absortas, empezaron a raíz del derrumbamiento de Annual, a darse cuenta de la existencia y valor de las unidades militares de tipo colonial (Legión, Regulares, Mehalla, Policía); cuando en aquellos días tristes en que todo eran recelos y desconfianzas, invectivas y acusaciones recíprocas, los hechos de la campaña de reconquista empezaban a subrayar a diario el brío, la capacidad y la eficiencia de las «Fuerzas de choque», surgieron como por ensalmo los panegiristas de la idea del «Ejército Colonial para Marruecos», y políticos y tratadistas, técnicos y cronistas de la campaña, coincidieron en declarar de urgencia y absoluta necesidad, el dar calor y decidida protección a tales organismos armados, para con ellos constituir el nervio de nuestro Ejército de África.

La gloria, que esos cuerpos conquistaron en la sucesión de días y hechos de armas, fue tan esplendorosa, de tan refulgentes y atractivos destellos, que apenas sí hubo un solo español vestido con el honroso uniforme de nuestro Ejército, que no sintiese el vehemente deseo de engancharse en las banderas de las «Fuerzas de choque» y contribuir a la gloria de sus hechos de armas, dando con ello prueba evidente de que en los momentos de peligro, en aquellas horas en que la Patria requiere de sus hijos el que lleven al límite su abnegación y espíritu de sacrificio, todos los militares se unifican en la misma ambición, en el mismo empeño de ser los primeros y más asiduos en los puestos de peligro, sin pensar en medros o ventajas personales, sino aspirando solo a sacar el título de «fieles cumplidores del deber y guardadores del honor nacional».

La propia estimación por un lado, por otro el legítimo impulso hijo de la emulación noble y levantada, y siempre el sagrado anhelo de conseguir el respeto, la admiración, la gratitud y el aplauso de un pueblo, llevó y llevará a todo militar pundonoroso, a excederse en el cumplimiento del deber, y a superarse a sí mismo, incluso portándose como titanes los que para serlo no nacieron. Imán poderoso para el militar fue siempre la gloria del batallar, y en la ocasión que recordamos, era lógico el aflujo de Oficiales peticionarios de destinos a éstos Cuerpos gloriosos, porque en ellos cabía siempre la posibilidad de sobresalir, de destacarse, de alcanzar la santa aureola del triunfo o del sacrificio.

Pasadas que fueron las horas de algidez en la lucha, dominada la situación de fuerza, encalmada la contienda, quedaba solo para incentivo al enganche en los cuerpos coloniales, la dura misión de una vida dura y poco amable, con más rigores que delicias, y desde luego con ausencia de aquel atractivo de poder jugarse la vida un día sí y otro también, brindándola de continuo en holocausto de España. Vivir en un campamento avanzado para guerrear es algo grato para el Oficial enamorado de su oficio; vivir meses y años en tierra extraña, en contacto con un enemigo embozado, expuesto a la sorpresa o a ser cazado, resistiendo inclemencias del tiempo, durezas del servicio, y ausencias de comodidades, es algo que requiere una psicología especial, que no todos poseen, aunque todos pueden llegar a formarse. De esa psicología especial que nosotros entendemos que debe ser característica del oficial colonial queremos estudiar la esencia en este trabajo.

* * *

Un oficial colonial, ha de ser un hombre de temperamento más frío y equilibrado de lo que la generalidad de las gentes suponen. A la bravura, al mismo heroísmo debe ayuntarse y quizás sobreponerse la vocación; el sentido de apostolado que es imprescindible para su misión.

Desde luego el colonial, tiene que ser un hombre de positiva fortaleza física. Solo en un cuerpo ágil y fuerte se embotan las diarias mordeduras del apetito insatisfecho, de la sed saciada a medias, de la fatiga de las marchas, del sueño reparador interrumpido una y otra noche por la vigilancia del propio soldado y del soldado enemigo. En una o veinte horas de combate, el espíritu de todo buen militar puede suplir y suple las debilidades del cuerpo: la guerra, el soplo de la muerte, la aurora del triunfo electrizan y hacen poderoso y enérgico al más enclenque y desmedrado; pero días, semanas, meses y años de continuada fatiga y privación, solo los recios de cuerpo lo resisten, que el ánimo a la larga, desmaya y cae, por ley fisiológica, aun en los de temple espiritual más esforzado.

A la robustez física, ha de añadirse la rusticidad de aficiones y costumbres. El hombre que no ame la vida dura a flor de naturaleza, que no goce con los simplísimos placeres del dormir placentero sobre el suelo y a la sombra de un matojo, y alimentarse de viandas frías, o poco sabrosas y mal condimentadas; el que no sepa encontrar el máximo placer espiritual en leer un libro a la vacilante luz de una vela en las tiendas de campaña; el que no atisbe en el gangoso canturreo de un acordeón, las melodías encantadoras de un Ángelus Orquestal; el que añore el discreteo de los salones, las polémicas de carácter político o escolástico, las fiestas urbanas de la alta sociedad o el deportivo club; el que no sepa adivinar entre las brumas que de la montaña se alzan, el brillar de unos ojos de mujer, y se asiente a gozar con las delicias de conversar imaginariamente con ella, –¡tan amada!–, una hora y otra en las noches de insomnio…; ese, no tendrá nunca alma de colonial, y al medir la distancia inmensa que separa la realidad de sus aficiones y deseos, sentirá toda la enorme tristeza de verse, como forzado de Argel «amarrado a un duro banco, de una galera turquesa», perderá el placer de su obra, sentirá repulsión hacia sus deberes, y ya en pleno hastío y en fiebre de liberación, no llenará su misión sagrada sino a medias y perezosamente, y no con aquella intensidad y constancia que el menester requiere como indispensables.

El que no acierte a topar desde el primer momento con el interés cierto que encierra toda obra colonial, y no guste de estudiar al indígena, sus leyes y costumbres, sus hábitos de paz y sus estratagemas de guerra; el que no se sienta atraído por el «picante saborcillo» del país sobre que vive y lucha, y se sienta cada vez más extraño en él; el que no esté inoculado con el ideario que allí llevó a la Patria, y estime estéril el sacrificio, inútil o torpe el empeño, o sienta desconfianza sobre el éxito final, ese, en los cuadros coloniales, será un valor negativo, un deshecho inaprovechable, quizás un factor a restar, en lugar de ser valioso sumando.

El que sienta que en la vida hay algo más atrayente y digno de ser amado, que el interés de hacerse querer de sus compañeros y subordinados, compatriotas o indígenas del país; el que no estime que al maridarse con su batallón, bandera o tabor, ha contraído la sagrada obligación de crearse con los que en ellos le acompañan su verdadera y única familia, elevando en su corazón a sus jefes a la categoría de padres, a sus compañeros a la de hermanos y a sus soldados a la de hijos, ese, no servirá para la gran obra que al «colonial» le está por entero confiada.

Fortaleza, alegría de vivir la vida de campaña por dura y larga que sea, amor al país donde se labora, abstracción de toda otra ambición que la de ser un colaborador más, una rueda del engranaje en la obra colonial que la Patria se propone realizar, fe ciega en los fines, confianza en los medios, amor sin límites al estudio del hombre y al suelo en que se vive, exclusión de afectos esenciales fuera de aquellos de sus propios camaradas y subordinados… He aquí las cualidades esenciales, que a más del valor, la disciplina, la subordinación y el espíritu de sacrificio, se requieren en el alma de un oficial colonial, verdadero misionero moderno de la civilización, apóstol de una idea tan grande y justa como la de abrir en todo el orbe las puertas al Progreso, y dar en el reinado de éste, puesto de privilegio a los más honrados y perseverantes en el trabajar por él, y a los más devotos en hacerle triunfar por la inteligencia y constancia tanto o más que por la fuerza.

El Tebib Arrumi.

Madrid, 15 Diciembre 1923.




Luis Pareja

El pasado y el porvenir


La Revista de Tropas Coloniales, nuestra Revista, bien podemos llamarla así, ha de ser y será el guión espiritual bajo el cual nos agrupemos, los que siempre fuimos y seremos soldados del Ideal. Muchos años van ya transcurridos, desde que dio comienzo nuestra labor en estas tierras; muchos de los que empezaron con nosotros han caído, pero sus huecos fueron bien pronto cerrados y la falange «de los Idealistas» sigue siendo estoicamente firme y enérgicamente confiada en el porvenir y en el ímpetu de la raza. La mayoría estamos ya en el promedio de nuestra vida; casi todos procedemos de la misma época, y nos hicimos hombres y soldados, en estos Grupos de Regulares –obra del General Berenguer que nunca será bien pagada– que han sido cantera viva en la cual se tallaron con el rudo cincel de la guerra, casi todos los que hoy ostentan mando y algunos, altas jerarquías en el Ejército. Por lo tanto ¿cómo dudar que esta Revista viene a llenar una necesidad ansiada y sentida hace tiempo?

La guerra, el servicio penoso de campaña no impide el estudio: –si él se fomenta y se emula.– Nuestra juvenil Oficialidad que tantas virtudes posee, no eludirá este deber, tan imperioso como el de no flaquear en la hora del peligro. Si lo conseguimos, podremos asegurar que entonces Marruecos constituirá, para nuestro Ejército, una verdadera escuela de entrenamiento, de selección y enérgico vigorizador de nuestra moral colectiva e individual.

Al presente como nunca, la Patria necesita del Ejército, de la Oficialidad: ésta tiene que llegar a ser como el alma bien forjada de una espada. Pongamos pues, todos, nuestro esfuerzo, toda nuestra voluntad, en cumplir cada uno la misión que se le encomienda, sin escuchar ajenas vacilaciones ni íntimas flaquezas… Ha llegado la hora de trabajar. ¡Trabajemos!

Luis Pareja

Primer Jefe del Grupo Regulares Indígenas de Larache.




Emilio Mola

Preparación de oficiales para prestar servicio en el Ejército de África


Grave error es creer que con los conocimientos generales que los oficiales adquieren en las Academias Militares, dado el actual plan de enseñanza, salgan de sus aulas con la aptitud necesaria para desempeñar cumplidamente su cometido en toda clase de guerras y con toda clase de soldados, pues cada guerra tiene una modalidad especial que es preciso conocer para obrar con acierto, y cada soldado una idiosincrasia particular que es necesario estudiar para obtener de él el máximo rendimiento posible.

Aunque los principios del Arte de la Guerra son inmutables, la aplicación de ellos en el campo de la táctica es distinta según el enemigo que hay que batir y según la naturaleza del terreno en que hay que operar. Nos permitimos también afirmar que aún cuando sean las mismas las leyes orgánicas y reglamentos por que se rijan las diversas unidades de un Ejército, la clase de soldado que hay que mandar obliga a unos muy diferentes procedimientos de trato, aún dentro de la más rigurosa disciplina. Fuimos siempre unos convencidos de que la falta de preparación de nuestra Oficialidad para el especial servicio que ha de prestar en la Zona de Protectorado en Marruecos es una de las causas que más han contribuido al sinnúmero de contratiempos sufridos; y si bien es verdad que al principio de nuestra acción militar, esa falta de preparación era disculpable por la carencia de personal especializado que pudiese orientar –pues si algo el oficial quería aprender tenía que remitirse a textos franceses, ya antiguos o inadecuados para la campaña del Rif–, no es menos cierto que hoy esa dificultad ha desaparecido, ya que forman legión los que por su experiencia pudieran enseñar mucho y conseguir que nuestros oficiales rindiesen desde el primer momento en África el máximo fruto de que son capaces por su inteligencia y por su inagotable entusiasmo. Si todos los llamados a prestar servicio en Marruecos –especialmente los comandantes de pequeñas unidades– hubieran conocido desde su llegada al territorio el carácter del enemigo, sus añagazas, cómo prepara y ejecuta los golpes de mano, cómo aprovecha el terreno, en una palabra, su modo de combatir, seguros estamos de que el número de bajas ocurridas hubiera disminuido notablemente, reduciéndose a las que son indispensables en toda empresa en que las armas juegan su papel destructor; y es más, no tan sólo se hubiera conseguido el ahorro de sangre que supone un menor número de muertos y heridos, sino también una más prudente actividad por parte de los contrarios en la ejecución de agresiones, pues no hay que olvidar que el botín, fruto de una emboscada realizada con éxito por una partida de harqueños, es el mayor estimulante para organizar otra. Ahora bien, por todo lo expuesto, y por el programa que se ha impuesto su Redacción, es innegable que la Revista de Tropas Coloniales viene a llenar un importante vacío en el orden profesional; pero hasta que se consiga por una bien dirigida propaganda que sus números figuren –para leerlos– en el equipaje de todo jefe u oficial, ha de transcurrir algún tiempo. Mas por otra parte, hay que reconocer que, especialmente entre el elemento joven de nuestra oficialidad existe una gran despreocupación y hasta nos atrevemos a decir que cierta aversión al estudio, ya que no son los libros y revistas técnicas que pueden ilustrarle, las lecturas más solicitadas para distraer s el aburrimiento en los períodos de calma y descanso.

Como consecuencia de tal modo de ser, opinamos, sin perjuicio de no desmayar en la activa propaganda a que acabamos de referimos hasta llegar al fin, que sería conveniente dar a la enseñanza cierto carácter obligatorio, por lo menos para los subalternos que por primera vez sean destinados al Protectorado. No pretendemos, claro está, al exponer esta idea, que se obligue a los oficiales a una ampliación de los cursos escolares, en concepto de alumnos, pues tal procedimiento resultaría quizá contraproducente; pero sí creemos sería práctico que lo mismo que en la actualidad, y cada vez con más frecuencia, se dan cursos a un número limitado de oficiales sobre tiro u otras materias correspondientes a la especialidad de cada Arma o Cuerpo, sería práctico, repetimos, se hiciera obligatoria la asistencia a un cursillo de conferencias sobre la guerra en Marruecos a todos aquellos que, por no haber prestado servicio en esta campaña, desconozcan su modalidad. En estas conferencias podría hacerse un ligero estudio histórico del problema marroquí y del proceso mediante el cual se ha llegado a la situación actual, así como de la gestión que España está obligada a realizar en su zona; de la organización política del elemento indígena, sin olvidar su carácter, costumbres y hasta sus prejuicios; se podría estudiar al moro como enemigo: organización de sus «harcas», armamento y su modo de combatir; se explicaría con todo detalle la forma y particularidades del servicio de campaña en África en sus múltiples aspectos, y por último, se estudiaría el combate con gran amplitud. No hay que olvidar que el sistema de conferencias es muy provechoso cuando quienes están encargados de darlas dominan los temas que han de exponer y tienen habilidad para hacerlas amenas al par que instructivas. Personal apto para esto, afortunadamente nos sobra.

Y vamos a otro asunto. Es creencia generalizada entre quienes no han servido en unidades especiales, que todo el que no es apto para mandar una clase de soldados no lo es para mandar otra. A esta afirmación hemos de decir que hemos conocido oficiales que han sido excelentes subalternos en un regimiento y en cambio no han reunido condiciones para desempeñar satisfactoriamente su misión con tropas mercenarias.

La psicología de un soldado de reemplazo difiere mucho de la de un «legionario», y más todavía de la de un «regular»; el trato, la instrucción y hasta la misma educación moral han de variar bastante, ya que no es la misma el alma de un joven sacado del seno de su hogar para cumplir forzosamente los deberes que tiene para con la Patria, que la del aventurero, que la de los hombres que buscan en la carrera de las armas una solución al fracaso de su vida o tal vez la reivindicación de un pasado turbulento, o la de quienes encuentran en la regularidad de una «muna» que no puede faltarles, la seguridad de su existencia.

Sobran textos e instrucciones para hacer buenos soldados de los jóvenes procedentes de reemplazo; más ¡qué poco se ha escrito sobre la educación militar que corresponde dar a los otros!

Al soldado de reemplazo, corazón sencillo que apenas ha empezado a vivir, es relativamente fácil educarle y formarle para que llene su cometido, y aún destruir o por lo menos encauzar las ideas disolventes que hayan podido imbuirle en su infancia o más tarde en el taller; pero tarea más difícil es moldear corazones de hombres a quienes la fatalidad unas veces, la necesidad otras y el placer de la aventura las menos, han arrastrado a empuñar las armas. Cada soldado en las tropas mercenarias es un caso clínico –valga la frase– que el oficial tiene que diagnosticar para obrar en consecuencia. Y no es para la instrucción solamente para lo que hay que reunir determinadas condiciones, es para algo más; es para inspirar la debida autoridad al ejercer el mando.

A propósito de esto, recordamos haber escrito en otra ocasión, refiriéndonos exclusivamente a las Fuerzas Indígenas, las condiciones que debían reunir los encargados de mandarlas y no omitíamos en ella dar a éstos algunos consejos sobre los conocimientos que les era necesario poseer y cuidados que debían observar.

Para saber si un oficial es apto para ejercer su cometido en tropas especiales, sería necesario someterle a una prueba. Esta podría consistir en tenerle una corta temporada agregado a una unidad, prestando servicio bajo la inmediata observación de su superior jerárquico, y no poder causar alta definitiva en el Cuerpo sin un informe favorable; volviendo en caso contrario al de su procedencia, sin menosprecio de su dignidad.

Hemos de decir, antes de terminar, que esta idea fue ya expuesta en un trabajo que se hizo hace algún tiempo en el Grupo de Regulares de Ceuta a petición del Alto Mando; trabajo que ignoramos si llegó a presentarse, pues los dolorosos acontecimientos acaecidos en la zona oriental en el año de 1921 tuvieron lugar cuando se estaba en pleno estudio para proponer una reorganización de los Grupos de Fuerzas Regulares.

Emilio Mola.

Teniente Coronel del Regto. Inf. Cantabria, 39

Logroño, 5-12-23.




Manuel del Nido

Marruecos
El Sultán Muley Ismail


Entre las sangrientas páginas de la historia de Marruecos se destaca con rasgos inconfundibles la figura del Sultán Muley Ismail, tercero de la dinastía alauita, que logró dominar por completo todo el territorio del Imperio, consiguiendo que su autoridad más que respetada y acatada fuera temida, hasta tal extremo, que el escritor marroquí Abu Kassem ben Hamed sostiene que durante el reinado de este Sultán era tan completa la seguridad existente en los campos marroquíes que podían ser atravesados de uno a otro extremo por una mujer o por un judío sin que nadie fuera osado ni a preguntarle de donde venía ni a donde marchaba; y cuyo particular es muy digno de señalar, ya que la débil política de sus sucesores concluyó con esa seguridad pública y se consideró como un triunfo el conseguir en tiempos de Solimán, octavo Sultán de la citada dinastía, el lograr que las kábilas del Riff y algunas bereberes de la región de Taza firmaran un canon, por el cual se comprometían a asegurar la vida y hacienda de los viajeros; y que entre las kábilas de Gomara, Bocoya y Beniurriaguel se firmase otro análogo.

Muley Ismail era hermano de sus dos antecesores en el sultanato y se encontraba desempeñando las funciones de Jalifa de su hermano en Mequínez cuando falleció su antecesor Muley-er-Rechib, víctima de un accidente; al lado de Ismail prestaba servicio como secretario un cautivo español, que parece fue quien le sugirió la idea de proclamarse Sultán en contra de los derechos de su sobrino. Después de algunas vacilaciones se decidió y consiguió ser proclamado Sultán en Mequínez y desde esta ciudad emprendió el camino de Fez, logrando por fin entrar en esta última ciudad quedando con ello reconocido como soberano legítimo de Marruecos.

Para conseguirlo tuvo que apoyarse en el poder de de los chorfas a fin de contrarrestar el poderío guerrero de las kábilas bereberes, pero una vez dueño del sultanato se dedicó a perseguirlos así como a los jefes de las Cofradías, ensañándose con Sidi Mohamed ben Aisa, fundador de la Cofradía de los aissauas a quien más tarde colmó de honores y bienes, conducta que siguió después con el Chériff de Wazán.

Extendió considerablemente los límites del Imperio y fue el único Sultán que dominó de un modo real y positivo la región riffeña, construyendo para ello varias alcazabas en los puntos más estratégicos y comunicando unas con otras por varios caminos de guerra o militares. De esas obras militares todavía se conservan restos y tal vez fuese conveniente su estudio para ver si pueden ser aprovechados con las modificaciones que la ciencia y el arte han introducido.

Obtuvo grandes triunfos en sus guerras exteriores, logrando que los ingleses abandonaran la plaza de Tánger, conservando los portugueses y españoles las plazas de Ceuta y de Melilla.

Pretendió poco menos que alternar con el Rey Sol a quien propuso ayudarle en contra de España e intentó contraer matrimonio con la Princesa de Conti.

Por último, fue muy religioso y escribió unas notas acerca del Islam, que remitió al Rey de Inglaterra, Jacobo II, con la pretensión de que éste se convirtiera al Islamismo; y profesó con tal fe los preceptos coránicos relativos al matrimonio y concubinato, que, según veraces y sesudos cronistas, en su harén existían dos mil mujeres y su muerte fue llorada por más de novecientos hijos e hijas que por sí poblaron uno de los cuarteles o barrios de Mequínez.

Manuel del Nido

Auditor de División.




Enrique Arqués

Por tierra de moros
Nuestro Tánger


España ha salido justamente dolida de las negociaciones sobre Tánger.

Porque aún atemperando nuestros legítimos derechos a las circunstancias actuales de la política internacional y reduciendo nuestras aspiraciones a un límite extremo de transigencia, España tiene intereses en Tánger que no debe abandonar por ningún pretexto. Son intereses vitales que no se pueden regatear en una tasación diplomática, porque significan pedazos de nuestra propia nacionalidad, defensas para nuestra independencia, garantías para la libertad del Estrecho, fundamentos para la obra de paz y civilización del protectorado…

Jamás fue España un obstáculo para Francia en cuantos pactos negoció sobre África. Nunca se atravesó en su camino con propósito de contener sus ambiciones. Dejó que mermara a su antojo la zona de nuestra influencia en Marruecos. Del Sebú vinimos a parar al Lucus y de Taza a la Zauia de los Xorfa de Tafraut…

España, resignada y transigente, se conformó con la estrechísima franja de la costa. No fue España motivo de discordia. Francia siguió su camino libremente…

Pero quedaba pendiente la cuestión de Tánger. Había aún que discutir su Estatuto especial. Y en este punto, entonces y ahora, España no podía ceder.

Y no podía ceder, porque Tánger era para España como una prolongación de su propio territorio.

Innegable es que Tánger había de conservar su tradicional carácter diplomático como asiento de las representaciones internacionales. Una ciudad neutral, cosmopolita, comercial, abierta a todos, –como lo fue siempre– y donde las naciones, y principalmente las signatarias del acta de Algeciras, pudieran apoyar con su presencia la obra común de civilización y colonización de África.

Pero este carácter, que era tan substancial para la vida de Tánger, no había de servir por el contrario para internacionalizar todo lo genuinamente español de la plaza o para ceder a Francia –Dios sabe a costa de qué ocultas compensaciones– la hegemonía absoluta de su influencia extranjeriza y forzada, arrebatándonos la supremacía de un derecho que está vinculado en la Historia y en la Geografía.

Y si el pasado no vale ya nada en las relaciones modernas de los pueblos y sólo hemos de mirar egoístamente el porvenir, entonces… tampoco son soluciones posibles para el problema de Tánger la internacionalización ni el dominio francés.

Y este criterio no es de ahora ni es exclusivamente español.

Es francés y es también inglés, y fue francamente expuesto hace, quizás, cuatro años…

León Bourgeois, sostenía entonces:

«La cuestión más importante que hemos de solucionar con España es la de Tánger, y en este punto he de recordar las declaraciones hechas por el Gobierno francés en la sesión del Consejo Supremo, celebrada el día 25 de febrero de 1919, al manifestar que, después de la derogación del acta de Algeciras, –Francia la tuvo siempre por derogada– la ciudad de Tánger no puede quedar sometida a un régimen internacional».

Y el periódico Le Temps hizo entonces esta advertencia a la prensa española, cuando tratábamos de reducir el alcance de los juicios de monsieur Bourgeois:

«La opinión española cometería un grave error suponiendo que los puntos de vista expuestos por monsieur Bourgeois sobre la cuestión de Tánger no están de acuerdo con los del Gobierno francés. Basta recordar, a este efecto, las declaraciones hechas por monsieur Henry Simón, ministro de Colonias, en la sesión de la Cámara del 17 de septiembre último:

«He dicho y repito –declaró el ministro– que nosotros examinaremos amistosamente con España el establecimiento de un régimen especial para Tánger, régimen especial que no debe confundirse con un régimen internacional».

Por entonces, también celebró la colonia inglesa en Tánger una reunión para protestar de los procedimientos de la dominación francesa y publicaron un documento –que reprodujo La Depéche– y que decía entre otras cosas:

«Los haberes del personal de los departamentos de la administración francesa de Tánger son excesivamente desproporcionados a los trabajos realizados y a los resultados obtenidos. Esto no es porque queramos hacer comparaciones –añadía el documento– sino porque consideramos de nuestro deber afirmar que los métodos franceses de la administración de Tánger no tomen en consideración ni la salud pública, ni el bienestar de los habitantes, ni sus intereses. Por esta razón no pueden gozar de nuestra confianza».

En el propio criterio de ingleses y franceses aprendimos, pues, las dificultades de estas soluciones para el acuerdo del Estatuto especial.

Y si ellos tienen esa envidiable aptitud para ajustar sus convicciones a las conveniencias circunstanciales del momento, España no puede hacerlo así en esta cuestión de Tánger, porque sus intereses no dependen de una política determinada sino que arraigan -ya lo hemos dicho– en la misma entraña de su nacionalidad.

España, pues, no tendría dificultad ninguna en aceptar un Estatuto que dejase a salvo:

1.º Su derecho preferente a reintegrar a nuestro protectorado la zona extraurbana de Tánger, señalada en el Tratado de 27 de noviembre de 1912. Porque más allá de ese hinterland no son kábilas rebeldes las que existen, sino territorios sometidos a la protección efectiva de España y nuestra nación se basta y sobra para garantizar el orden. Será absurdo que la ciudad de Tánger necesite una zona de defensa… frente al protectorado español. Tan tierra mora es Tánger como nuestra zona de protectorado. Y el protectorado no es una amenaza.

2.º Sostenimiento de la Policía española. Se deben quitar o transformar los organismos inútiles o fracasados, pero no los que, como la Policía española, tienen una historia tan limpia y han prestado tan meritorios servicios, elogiados por todos.

3.º Respeto y garantías para nuestro idioma y nuestra moneda. Nadie puede negar que el idioma de Tánger es español. Se habla como propio hasta en los mismos organismos que la política francesa creó en Tánger. El idioma no se puede desarraigar. Por eso subsiste en Argelia, en Casablanca, en todo el territorio de la zona francesa… Es el predominio de nuestra raza. Respecto a nuestra moneda… que continúe siendo admitida en circulación con fuerza liberatoria, como se consignó en el artículo 37 del Acta de Algeciras.

4.º Que Tánger sea siempre una ciudad neutral, para asegurar el libre tránsito por el Estrecho de Gibraltar.

5.º Que no se mermen nuestros históricos privilegios religiosos.

6.º Una intervención directa en la Aduana.

7.º Que un régimen aduanero de excepción no perjudique nunca a las Aduanas de nuestro protectorado.

8.º Reconocimiento de nuestros protegidos indígenas.

9.º Una intervención directa en la administración de justicia.

10.º Subasta de todos los trabajos públicos.

11.º Puesto preferente en la Municipalidad, Sanidad, Obras Públicas y Puerto.

12.º Libre tránsito para la zona española. Porque las necesidades militares exigen una pronta comunicación con los territorios fronterizos de nuestra zona.

Estas son las principales bases fundamentales para firmar un Estatuto.

Enrique Arqués.




El pleito de Tánger
Lo que es de justicia


No sería nuestra Revista expresión sincera de nuestros anhelos como parte directamente interesada en los asuntos de Marruecos, si dejásemos sin exteriorizar nuestro pensar y sentir, respecto del pleito de Tánger y la solución que internacionalmente está a punto de dársele.

Una impresión dolorosa nos ha causado la letra y el espíritu del Estatuto, firmado por Francia e Inglaterra con carácter ejecutivo y por los representantes españoles con el de «ad referendum». Basta repasar la historia de la ciudad de Tánger y la decisiva intervención que en ella tuvo siempre España; basta asomarse a un mapa y apreciar la situación geográfica de la ciudad y su hinterland, para que se justifiquen plenamente los constantes anhelos expresados por España, de que Tánger se considerase comprendido en nuestro Protectorado.

Pero no somos nosotros de aquellos ilusos, que, vueltos de espaldas a la realidad y sordos ante los clamores de la evidencia, se encierran en sus trincheras, no queriendo atender a otra razón que la de la propia conciencia, por justa, necesaria y legítima que sea. Por ello ante las realidades del día, y sin olvidar lo que con razón fue un ideal y debe serlo para un mañana más venturoso, aceptaríamos como mal menor, el hecho de una verdadera internacionalización de Tánger, sobre la base de que en el detalle, como en lo genérico, España obtuviese el reconocimiento de su pleno y legítimo derecho a recibir el trato que recibir pueda la nación más favorecida.

Por desgracia, del Estatuto ultimado en París, no se desprende esta situación de igualdad; antes al contrario en todo momento y detalle se destaca una prepotencia francesa, que sinceramente declaramos inequitativa y vulneradora de nuestros derechos históricos, nuestros intereses actuales y nuestras justas aspiraciones para el porvenir.

La circunstancia de existir a la hora de escribir estas líneas una Nota del Gobierno español dirigida a Francia e Inglaterra y en la que seguramente se reclaman determinadas concesiones y garantías y la cordial esperanza de que esas observaciones y peticiones serán debidamente atendidas, enfrena nuestra pluma y nos impide analizar a fondo y deducir consecuencias del pacto de París, toda vez que confiamos en que este será fundamental y lógicamente modificado.

Pero, nada nos impide el que de un modo sintético, dejemos aquí consignado, cuáles y cuántas serían para nosotros las garantías mínimas que España debería recabar en la solución del régimen futuro de Tánger. Concisamente, a hacerlo vamos:

En primer lugar y decretada la internacionalización de la ciudad y puerto de Tánger, es preciso reducir su hinterland. El «Fahs» debe pasar al protectorado español, casi íntegramente, dejando solo un radio prudencial para la posible y sucesiva expansión de la urbe tangerina.

Desde luego, la kábila de Anyera, en su totalidad debe quedar incluida en la zona española.

El régimen de Aduanas, debe ser fiscalizado, por el control del adjunto español, como única garantía posible a nuestros reales y existentes intereses comerciales de Tánger.

En la Asamblea Legislativa y Consejo Municipal, a más de tener España igual número de representantes que la potencia que mayor número tenga, es preciso, que el total de miembros indígenas, sea nombrado por mitad entre el Sultán y el Jalifa de la Zona española, medida equitativa que no desvirtúa en nada el principio de la intervención indígena y que en cambio hace desaparecer las muy naturales sospechas de que se trata, con el acuerdo formulado en París, de apropiarse de la influencia política, a favor exclusivo del Protectorado Francés. Son dos los protectorados y en los dos tienen intereses los indígenas idénticamente reflejados sobre Tánger.

Nada más justo que obtener para los dos Maghzems igual número de delegados municipales y legislativos.

La fuerza armada habrá de ser dirigida por oficiales españoles o por lo menos, el puesto de Jefe inspector de ellas, por un militar español tendrá que ser desempeñado, única y cierta garantía, de que sus soldados no se salgan nunca del radio marcado por el concepto de neutralidad armada que se asigna a estos elementos.

Con este mínimo de garantías España vería satisfecho su legítimo deseo de que en efecto y mientras las circunstancias no varíen, Tánger sería un punto absolutamente neutral en todos los órdenes y dentro de la política general del Mogreb.

Para contrarrestar los efectos que en el orden económico, de penetración comercial, pudiera ofrecer el puerto y tráfico de Tánger, España tiene en su mano el arma poderosísima de Ceuta, cuya situación y condiciones geográficas, cuya proximidad a Europa, posición sobre el Estrecho y perpendicularidad sobre el Centro del Mogreb, hacen de ella algo de valor inestimable y que bien aprovechado, no tardaría en ofrecer a los intentos extraños de dar preponderancia a lo que por ley natural no puede tenerla, la dura lección de la realidad, ya que por fortuna el Dios Mercurio no sale ni piensa salir de otra cosa que de quien es el que a su ruta ofrece más corto, fácil y seguro camino.

Volveremos sobre el tema, cuando definitivamente sea proclamada la solución al pleito tangerino, de tan vital interés para la acción de España en Marruecos.