Filosofía en español 
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Adolfo Salazar

Un cinematógrafo luminista

Depurando de sus valores expresivos, netamente accidentales y dependientes, a cualquiera de los espectáculos de que se compone el repertorio habitual de los Bailes Rusos, queda como único esqueleto el doble esquema color y ritmo. A esa plazoleta desembocan todas las avenidas del arte ruso, musicales, pictóricas y teatrales, por lo menos en sus manifestaciones más salientes de cuyas hechuras llega alguna noticia a este extremo occidental de la Europa geográfica tanto como artística. Lo poco que se sabe acerca de la fase más actual de la poesía y la literatura teatral rusa, parece autorizar la conjetura de que ese esquema ritmo y color es también sustancial en ellas.

Sobre esa trama sintética, los factores del “ballet” ruso aplican una significación expresiva, esto es, un argumento, y el “ballet” queda hecho. Que para estos artistas tales condiciones intrínsecas tienen mayor importancia que otras más espirituales, es cosa que ha notado todo el mundo; pero es lógico que así ocurra cuando está en aquellas el núcleo dinámico de su arte. Y sin embargo, los rusos se han esforzado en mostrar una igual preferencia para el elemento expresivo, cuya obra perfecta está en Petruchka, como por el “ballet” puramente rítmico y de color, del que hay ejemplos fáciles de recordar. Y si es verdad que por este ultimo camino se llega al extremo vicioso del ballet puro, inexpresivo, de ópera, recuérdese con qué exquisito buen gusto los rusos supieron detenerse en el encantador abanico de plumas de Las Sílfídes, al paso que su propia energía eurítmica les impidió pecar por el extremo contrario, lo cual hubiese sido caer en la pantomima pura, o sea, netamente ya, en lo cinematográfico.

Fue contemplando la espléndida realización plástica dada por Nijinsky al Preludio al Aprés-midi d'un faune de Debussy (no hablo ahora de su interpretación musical), de magnífica belleza y de una fuerza de emoción novísima en el desarrollo en un solo plano de esa exquisita sinfonía de movimientos angulosos, sobresaltados, bruscamente detenidos a veces, para continuar en seguida en una admirable sucesión de ritmos quebrados, deliciosamente unidos entre sí por un ligamento misterioso –el secreto del misterio está en su condición musical–, cuando se me ocurrían las consideraciones que ahora me permito brindar al lector como consecuencia, pues, de ese arte y en todo lo cual la euritmia de los volúmenes coloreados es el elemento principal.

Ahora bien: si separamos todos esos elementos de sus realidades corporales y los elevamos a un grado de abstracción, dejándolos reducidos puramente a su esencia lumínica, rítmica y de volumen, podremos llegar a constituir con tales elementos una especie de sinfonía plástica, compuesta por la sucesión eurítmica de volúmenes coloreados que se suceden en virtud de una lógica propia, impuesta por su forma individual y sus propios valores lumínicos, en planos perfectamente definidos; sinfonía luminosa que lo mismo puede darse en un escenario que en una pantalla. Un arte cinematográfico posible podría nacer de aquí como sugestión de este aspecto especial del “ballet”; esto es, un puro “ballet” de formas y colores dentro de un ritmo.

Pero, ¿porqué esto de “posible”?, se dirá. ¿No es acaso un arte ya el del cinematógrafo?

Sin discutir ahora lo que entiendan por tal las personas que en ello se ocupan y a las que la existencia de una técnica especial con sus correspondientes resultados dé la sensación de un “arte” en lo que el arte tiene de artificio, lo que sí está al alcance de todo el mundo es el comprobar cómo el enemigo peor con quien tiene que luchar el cinematógrafo actual para poder desprenderse de la fuerte dosis de banalidad que le aqueja, es, precisamente, su ambición de suplantar al hecho real, su presencia de que ha de ser la más fiel reproducción de la vida. Si el realismo es un peligro serio para todo arte, en un cinematógrafo donde la realidad plástica sea el único ingrediente, el peligro alcanzará su grado máximo; todos los esfuerzos de los factores de películas, ya sean en un sentido simplemente fotográfico, ya en lo bufo –cómico o gimnástico–, ya en su deseo de representar lo extraordinario y lo casi imposible físico, no tienen otra razón fundamental. En general, su problema material es análogo al de la fotografía, que mientras se limitó a guardar en la placa la visión de un momento y un lugar, fue insignificante, pero que supo elevarse a un rango calificadamente artístico cuando, para conseguir otras intenciones, fue necesaria la iniciativa personal y la manipulación inteligente. Es un principio general de la estética el de que el resultado artístico resulte tanto más inferior cuanto más lejos se halle del motor humano. De ahí que todo intermedio mecánico aleje la posibilidad artística; pero es también cierto que la elaboración personal puede dejarse sentir poderosamente en esos medios mecánicos, realzando así, progresivamente su prestigio.

El factor luz, señalado como ambición suprema del ballet ruso, tiene su dominio más absoluto en el cinematógrafo. El factor ritmo puede tenerlo evidentemente. Como primera consecuencia, se deriva que para intentar una acción rítmica en el cinematógrafo, es necesario un radical apartamiento de todo realismo. Ni aun una pantomima, ni un “ballet” cinematográfico como piensa Bakshy –el autor de un libro valiosísimo sobre la evolución del teatro ruso–, resultarían artísticos, porque no serían sino una reproducción más. Madame Adolf Bolm –la gran danzarina rusa que recordarán todos los madrileños por la fuerza pasional que dio a todos sus rôles (el negro de Petruchka y de Scherazada, el arquero de Cleopatra y de El Príncipe Igor)– me indicó, no hace mucho tiempo, que su marido intentó impresionar uno de esos ballets cinematográficos para su repertorio del Ballet intime, que con gran resultado práctico dio en Nueva York, pero la tentativa resultó impracticable por no poderse conciliar las necesidades de espacio para el baile con la de los términos requeridos para la fotografía, cosa que, sin embargo, no parezca que hubiese ocurrido en un baile del género planista como el más arriba aludido de Nijinsky.

El agente que sería necesario emplear rítmicamente, sería simplemente el agente directo: la luz; esto es, naturalmente, la luz y la sombra en oposición. El juego de sus diferentes intensidades proporciona la dinámica de ese arte, mientras que la mayor o menor rapidez de sus alternativas es su elemento agógico. Hay, pues, una utilización del ritmo perfectamente completa en los elementos fundamentales de éste. Manejar artísticamente la luz, organizar sus dos elementos primeros, la luz y la sombra; he aquí los cimientos de este nuevo arte, posible de un cinematógrafo que por tal razón habría de llamarse “lumínico”, y en el cual la preferencia dada a su elemento específico, no sería sino la correspondencia natural con las que se observan modernamente en todo arte: la del puro sonido, en música, la del color en pintura, las masas en ella y en la escultura, &c. &c., por no hablar del puro valor silábico en poesía.

Antes de pasar al capítulo luz coloreada, convendría esbozar cómo podrían organizarse esos elementos: una manera habría de ser la de la simple coincidencia con un ritmo elemental; otra consistiría en la disposición que se diese a los diferentes planos iluminados, y el cinematógrafo estereoscópico a la de los volúmenes. El caso más sencillo se daría simplemente con el contraste blanco y negro, pero piénsese qué enorme cantidad de ritmos combinados, de oposiciones de luz y color se obtendrían cuando se consiguiese individualizar en la pantalla y en sus tres dimensiones un volumen iluminado, coloreado, mejor dicho, esto es: individualizar el color en una forma. Ahora bien, el citado “ballet” de Nijinski sobre el Aprés-midi d'un faune de Debussy, es casi ya ese resultado, puesto que apenas es otra cosa sino una sinfonía de masas coloreadas, moviéndose dentro de un ritmo, que desgraciadamente no tiene nada que ver con los grandes ritmos (períodos) que componen la música; no quiero sino entreabrir la puerta de este paraíso para que se vislumbre la enorme perspectiva que a la nueva sinfonía lumínica podría ofrecer una real interpretación de las sinfonías sonoras, primero en una fase simplista, como mera traducción rítmica, después como verdadero “doble” de la acción musical, más tarde como interpretación, transposición, del color musical y del total sistema eurítmico...

La creciente progresión de ese arte y su evolución cada vez más compleja se sospechan observando tan sólo que el principio luz y sombra es análogo al de sonido y silencio en el que se basa la música. Las mil circunstancias que convierten a este principio acústico en Música son homologas a las que constituirían en aquel arte el color organizado; esto es, una especie de música de colores de la que todo un género de pintores y de músicos han tenido la intuición y que no es muy remota de la que movía a Alejandro Scriabin, quien quería acoplar un armonio luminoso a sus poemas sinfónicos. Pero por lo que de su Prometeo y de su incompleto Poema del Misterio se deriva, Scriabin había pensado sólo en superficies planas coloreadas, que se sucederían rápidamente en la pantalla. Scriabin estaba todavía en la linterna mágica. Organizar simultáneamente la música y el color, no ya éste por planos, sino por volúmenes dotados de movimiento individual: he aquí el nuevo concepto. Scriabin partía, además, de un error grave: el de sumar la proyección luminosa en su fase más elemental, con una música terriblemente compleja y que es hoy uno de los puntos extremos de nuestro mapa musical, mientras que lo únicamente posible para comenzar sería el partir simultáneamente de una combinación lumínico-sonora lo más sencilla posible y dejar después que se fuese complicando poco a poco la cosa según ella misma lo fuese requiriendo. Como en la parte acústica tenemos ya un conocimiento seguro de su modo de evolucionar, este proceso podría guiarnos útilmente para los primeros intentos de ese arte doble.

Refiriéndose solamente a la cuestión cinematográfica, observé haber coincidido con Bakshy en algunos puntos, si bien muy ligeramente; pensando en ello, encontré que tal vez esto era un síntoma favorable que acredita que tal género de imaginaciones no son absolutamente quiméricas, pero que reducir todo el problema a desrealizar el cinematógrafo actual con o sin las superficies rugosas de proyección ideadas por ese escritor ruso, los contrastes de iluminación que propone y sus argumentos pantomímicos no tendría más trascendencia que la de tomar el tren en Madrid para dejarlo en Pozuelo.

Lo que sí puede hacerse en cambio es ampliar las deducciones del notable escritor: primera, prescindir de la pantalla plana y lisa o rugosa y proceder a hacerla cóncava y refractora de tal modo que abarcase techo, frente y lados del espectador y que fuese capaz de reflejar en el espacio, por medio de objetivos especiales, otros dispositivos los volúmenes iluminados, organizados como se ha dicho, personalizados e independientes, solidarios eurítmicamente con el movimiento musical, engendrado en simultaneidad con el movimiento lumínico...: algo en resumen como si el espectador se encontrase sumergido en una danza de volúmenes coloreados, dotados cada uno de una verdadera personalidad, que se prolongaría hasta el infinito por la multiplicidad de términos visuales, propios del cinematógrafo, sus posibilidades de perspectiva, en fin... ¿Pero a dónde iríamos a parar?...

Realmente merecería la pena de empezar a desmenuzar la cosa y examinar lo que en ella hubiese de posible para comenzar a pasar de la fantasía a la práctica.