[ Manuel Graña González ]
Arturo Griffith
Acaban de morir dos irlandeses que han ejercido por medio del periódico enorme influencia, el uno en su patria de adopción, el otro en su patria natural. La ciudad del Liffey meció sus humildes cunas, y ambos entraron en el camino de la vida y de la gloria por la puerta de una imprenta. Sus nombres los conoce todo el mundo; lord Northcliff y Arturo Griffith volaron con las alas de papel, que supieron hacer de las hojas de un periódico, al cielo de la Historia, enalteciendo a Irlanda, la desventurada Irlanda, que produce tantos individuos eminentes y no acaba de producir el “hombre colectivo” que la redima del individualismo atávico, fuente perenne de sus seculares desventuras. Dejemos por hoy al “dictador de Fleet Street” y rindamos nuestro tributo de admiración a uno de los creadores de la Irlanda moderna.
Ninguno de los hombree que han cooperado al resurgimiento actual de Irlanda y la han puesto en condiciones de tomar por su mano la libertad que sus opresores le negaron siempre, puede vanagloriarse de haber hecho más que el modesto aprendiz de tipógrafo que firmó el año pasado frente a Lloyd George el Tratado de Londres por el cual la poderosa Albión reconocía, al cabo de siete siglos de opresión inaudita, la existencia del Estado Libre de Irlanda. Cuatro de estos hombres son típicos, y conviene recordarlos aquí para que se distingan los contornos de la figura eminente de Arturo Griffith.
El doctor Hyde, fundador de la Liga Gaélica, sacó de los polvorientos archivos la “nación irlandesa”, muerta y olvidada para las generaciones de la Irlanda del siglo XIX. Con su “Historia literaria de Irlanda” hizo revivir el arte y la cultura de los gloriosos “Gaeles”; la poesía, los cantos y el idioma de la antigua Erin contenían el espíritu de la raza; al revelarlo a sus contemporáneos comenzó la revolución. Pearse, el héroe iluminado da la sublevación de 1916, fundó el Partido de la “Fuerza física”, para dar a Irlanda, por medio de la violencia, la libertad que por medio de la violencia le habían arrebatado. El concepto místico de una redención para la cual se sentía predestinado le llevó a la inmolación de la Semana de Pascua; perdió la batalla, pero conquista para su santa rebeldía el alma de Irlanda. Hasta los más indiferentes echaron mano al fusil al verle caer fusilado por los verdugos de Irlanda: sólo entonces estalló la revolución libertadora.
Con él caía Connolly, el organizador de las masas obreras, protomártir del socialismo irlandés, un convertido del humanitarismo marxista al patriotismo ardiente de Pearse, por el triste espectáculo de las turbas sin trabajo y sin pan. Connolly preparó los Sindicatos de obreros que De Valera y sus colaboradores transformaron en batallones de soldados. Pero Griffith hizo más que asegurar los frutos de la victoria, comprometidos por el idealismo obtuso de los fanáticos extremistas que capitaneaba De Valera.
El capitán Boycott, otro irlandés, autor del sistema que en los conflictos económicos lleva su nombre{1}, sugirió a O'Connell el “boicot” político contra un Estado opresor; sin embargo, carecía O'Connell de la audacia suficiente para poner por obra semejante forma de revolución. Griffith propuso el ejemplo de Hungría, pero el método y su novísima aplicación eran típicamente irlandeses; y así se vio una nación que prescindía por completo del Estado en que se suponía organizada. El “boicoteado” era el Estado inglés en todas las manifestaciones de su actividad. Con todo, este es el lado negativo, y Griffith era hombre eminentemente constructivo; era preciso oponer otro Estado al Estado intruso. Pero un Estado no es una construcción aérea; por eso Griffith empezó por la organización económica. Después de trabajar como impresor en Dublín había sido minero en el África del Sur. Allí vio cuáles son los pies de barro que sostienen las naciones modernas; en consecuencia quiso convencer a sus compatriotas de que, si había de existir un Estado irlandés, creado por libre determinación de la voluntad nacional, era menester crear la industria y le agricultura irlandesas, de modo que la cultivación de Irlanda había de preceder a su liberación. En 1904 comenzó la publicación de sus famosos artículos en el United Irishman; el movimiento “Sinn Fein” había encontrado su cerebro organizador. Al año siguiente presentaba su programa de organización nacional. Desarrollo y protección de las industrias, servicio consular, marina mercante, estudio y explotación del subsuelo irlandés, instituciones de crédito, policía nacional bajo las autoridades locales, tribunales de justicia, sistema nacional de seguros, control del tránsito a través de la nación, industrias pesqueras, educación nacional, no consumo de productos ingleses, supresión del servicio militar en el ejército inglés, no reconocimiento del Parlamento británico y creación de una asamblea nacional, abolición de las leyes sociales promulgadas por Inglaterra, etcétera, &c. En las páginas de su semanario se discutían por los mejores patriotas todos los aspectos de la vida del nuevo Estado; Griffith se encontró entonces el presidente natural del “Sinn Fein”. En los momentos más terribles de la lucha pasó la presidencia a manos del impetuoso De Valera; la mente serena y la sangre fría de Griffith no servían para la acción violenta. Pasado el periodo belicoso, el sentido político de Griffith debía volver a ocupar el puesto que las circunstancias le ofrecían. A él se debe la paz de Londres. Como jefe de los plenipotenciarios tuvo que arrancarle a Lloyd George la libertad de Irlanda e imponerle a De Valera el Tratado que garantía esa libertad.
Nosotros le hemos visto en aquellos días memorables en que parecía iba a tocar la realización del sueño de su vida. Entraba y salía del hotel Gresham, donde tenía sus oficinas provisionales; allí, frente a nuestra habitación, trabajaba míster Collins, al cual acompañaba en su trabajo muchas veces una joven rubia, novia del incansable ministro. Casi todos los días teníamos ocasión de saludar a míster Griffith, y él respondía a nuestro saludo con un gesto rígido, gesto de luchador. Pequeño, rubio, colorado, de andar tieso y nervioso, su nerviosidad no era más que aparente. No era un orador parlamentario; pero sus contestaciones a los vehementes y efectistas párrafos de De Valera dejaban la impresión de una sangre fría y claridad de mente que contrastaban con la retórica, vulgar a veces, y un tanto ofuscada, de sus adversarios. Presentía ya entonces las disensiones y lucha fratricida que habían de seguirse a la aprobación del Tratado. Y la tristeza de ver a su patria desgarrada por una guerra civil, precisamente en el momento más oportuno para establecer la prosperidad económica y política, ha contribuido no poco a su muerte prematura. Podía vivir todavía lo suficiente para ver terminada la abra de redención nacional a la que había consagrado toda su existencia, pues apenas contaba cincuenta años, ni su estado de salud podía presagiar tan funesto desenlace.
Murió mártir de su Patria, aunque no haya podido dar por ella su vida como Pearse y los demás héroes de la guerra. Estuvo en la cárcel varias veces, sin que jamás las draconianas autoridades inglesas pudieran encontrar motivo para fusilarle; en realidad, era un hombre de condición mansa, como lo demuestra el mote que le pusieron sus compañeros de trabajo en África, y que conservó después como seudónimo literario, “Dove”, paloma. El no esperó nunca la liberación de Irlanda de la rebelión armada; su buen sentido le sugería que el poder de Inglaterra no podía ser vencido por la fuerza de Irlanda; de ahí el éxito de su “boicot” político. En las actuales circunstancias era el hombre a propósito para desbaratar el funesto fanatismo nacional de los que signen a De Valera; una hemorragia cerebral producida en el mismo momento en que se agachaba para atarse una bota al salir del sanatorio donde se había curado una angina de pecho, le privó de los sentidos, que apenas recobró. Pocas horas después Irlanda había perdido uno de sus hijos en el cual podía fundar sólidas esperanzas de mejores días. La muerte de Mr. Griffith es un rudo golpe para la pacificación de Irlanda, tan insegura de suyo. ¿Quién luchará ahora contra la desesperada facción que acaudilla De Valera? ¿Quién le sustituirá en la defensa del Tratado al cual va aneja la suerte de Irlanda y sus relaciones con el imperio británico? Griffith era, además, la esperanza de los que anhelan ver unidas las dos porciones irreconciliables de la isla; a los ulsterianos les inspiraba gran confianza como economista.
De lo dicho comprenderá el lector que la situación de Irlanda, tan obscura de suyo, viene a obscurecerse más con la muerte de Mr. Griffith; un barco que en plena borrasca pierde el piloto queda expuesto a inminente naufragio. Sin llegar a la altura de O'Connell, Parnell y Redmond, Arturo Griffith ha sabido coronar la obra de sus predecesores. Vivió poco para dejarla completa; pero lo suficiente para que su Patria le honra como a uno de sus más preclaros hitos.
Manuel Graña
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{1} El capitán inglés retirado Carlos Boycott (1832-1897) había sido contratado por el terrateniente Lord Erne para gestionar sus propiedades en el irlandés condado de Mayo. Su imprudencia favorece que la católica y secesionista Irish National Land League aproveche para animar en 1880 a los campesinos a dejar sin cosechar esas tierras, decretando un ostracismo absoluto, cumplido por comerciantes y hasta por el cartero. Para salvar la cosecha contrata Boycott a cincuenta temporeros protestantes del Ulster, enconándose la politizada situación: hasta mil soldados y policías de la Royal Irish Constabulary tuvieron que defender a los cosechadores intrusos, gastando el gobierno británico diez mil libras en proteger una cosecha de quinientas libras. En noviembre de 1880 la prensa ya había introducido el término boicot y sus derivados. Es obvio que Manuel Graña se confunde al presentar al capitan Boycott como “otro irlandés, autor del sistema que en los conflictos económicos lleva su nombre”. Y más todavía al asegurar que Boycott “sugirió a O'Connell el ‘boicot’ político contra un Estado opresor”: el católico Daniel O'Connell (1776-1847), le dicen el libertador en la católica Irlanda, había comenzado su campaña por la emancipación católica mucho antes de que naciese Carlos Boycott, quien solo tenía quince años cuando murió O'Connell… [Nota del PFE]