José Gabriel
Vasconcelos, el amante de la Argentina
Está celebrándose con legítima algazara el primer centenario de la independencia del Brasil. En la agraciada Río de Janeiro se realiza un deslumbrante desfile militar. Pasan soldados brasileños, soldados mejicanos, soldados chilenos, soldados uruguayos, soldados norteamericanos, soldados japoneses; pasan soldados del norte y del sur, de oriente y de occidente, de todas las naciones del orbe. Junto a diplomáticos, ministros, generales y gobernantes enfundados en sus levitas, en sus casacas y en su prosopopeya de ocasión, el ministro y embajador mejicano José Vasconcelos los ve pasar. A todos los observa atento, a todos los juzga certeramente, para todos tiene un reproche afectuoso y una alabanza serena. No es militarista. Al contrario: alienta entre sus pasiones vehementes la de destruir los ejércitos, que son la fuerza ciega de las armas, para suplantarlos por la organización de la inteligencia, que es la fuerza vidente del espíritu; pero estima con equidad las virtudes militares, en primer término la disciplina para el trabajo, que a ningún ejército se puede negar; además, circunstancialmente se siente conmovido por la innegable esplendidez del espectáculo. Por eso, aunque adversario, contempla afectuoso a los soldados que pasan, sin excluir a los suyos, a los cadetes mejicanos; sin excluirlos de su cariñosa repulsa, se entiende. Pero en el curso sin tropiezo de la ordenada fila de bayonetas y rémingtons, a una sección de fuerzas le toca pasar. Algo extraordinario acontece entonces en la prieta aglomeración de gobernadores, jefes y diplomáticos que desde el tinglado oficial presencia el marcial desfile; algo extraordinario y fuerte, aun cuando sin exterioridades notorias; Vasconcelos, el ígneo embajador que ha visto imparcial hasta a sus propios compatriotas y subordinados, se entrega sin reservas a los que a la sazón pasan. Imagínese la pujanza que en su hora debió de tener su movimiento cordial para que transcurrido el tiempo todavía originase la calidez de esta expresión:
«Desfilan en seguida, magníficamente, los cadetes argentinos: pantalón blanco, chaqueta obscura; robustos y alegres, parecen un brote de la Europa liberal, enemiga del despotismo y creyente en el progreso y el bien. Cuando se mira al soldado argentino se recuerda a San Martín, libertador de patrias; a Liniers, que negó a los británicos el derecho de imponer el inglés en el sur. Se recuerda el lema argentino: La victoria no da derechos, lema que salvó la integridad del Paraguay y ha mantenido la independencia uruguaya. ¡Salud a los libres de todo el planeta! –dicen en su himno nacional.– Gallardas legiones del pabellón azul y blanco, conmueve mirarlas. ¡Son como la avanzada de la nueva cultura piadosa y universal!»
Concluyen los festejos del centenario del Brasil. Vasconcelos pasa con su comitiva oficial al Uruguay, donde siente enfriarse un poco, quizá un mucho, el hervor de adhesión que trae de las lujuriantes tierras brasileñas; del Uruguay viene a la Argentina, donde ya no puede entusiasmarse, porque la veneración y el cariño de las cosas propias le reintegran a su plenitud física y espiritual: está en «la querida Argentina», en su casa, en el orgullo y esperanza de la América hispana y de toda la raza española. De la Argentina salta al Iguazú. El Iguazú no es argentino aun: no nos asiste a los argentinos el derecho de decir que es nuestro lo que tenemos absolutamente desconocido u olvidado. Salta Vasconcelos al Iguazú, a empaparse del espectáculo grandioso que ofrece a la vista y a la consideración el más gigantesco almacén de energías naturales existentes en la Tierra. Vuelve a la Argentina. Perfora los Andes e irrumpe en Chile. Irrumpe literalmente, pues una verdadera irrupción es su arribo a la patria de O'Higgins, donde su afecto leal le acarrea en seguida la hostilidad más enconada de tiranuelos y reaccionarios. Poco menos que despedido como persona indeseable, sale de Chile para refugiarse de nuevo en nuestro país. «Aquello –dice– fue el reposo y la alegría; estábamos otra vez en el seno amoroso de la madre Argentina. Las demás patrias de América, Méjico entre ellas –añade,– suelen ser madrastras de sus propios hijos.» Y al cabo, tiene que embarcarse de regreso a su patria. «Entonces –confiesa,– como sucede en esos casos en que nadie nos mira, se desbordó la pena. La despedida de Buenos Aires cuesta lágrimas.»
El libro en que Vasconcelos hace la confidencia espontánea de este entrañable cariño a la Argentina se titula La raza cósmica y lleva de publicado más de seis meses. Sostiénese en él una doctrina americanista pictórica de ciencia y de religión, como lo están todas las doctrinas del soberbio batallador mejicano: la doctrina de que en suelo iberoamericano está germinando y brotará un día la quinta raza de rango universal, la raza cósmica, es decir, la raza constituida por fusión inteligente de todas las demás razas, en oposición al criterio excluyente que ha presidido el desarrollo de las cuatro razas anteriores y en particular de la raza sajona. Aparte de esta teoría original y llena de sugestiones, o, mejor dicho, en contribución a su apoyo, el libro de Vasconcelos ofrece preciosos datos y tocantes descripciones de países, costumbres y hombres de Iberoamérica. Sobre eso es un libro de amenidad novelesca y de un estilo arrebatador, por momentos intensamente lírico. Sóbranle, pues, títulos de limpia ejecutoria para merecer la atención de todo estudioso y especialmente de todo lector americano. Por desdicha, ni tales títulos fuera de lo común, ni la reciprocidad de afecto, ni la gratitud siquiera, constituyen, por lo visto, motivo suficiente para que los argentinos renunciemos a nuestro habitual desgano de las cosas de América. Como venga de Europa (Europa es también la América del Norte, Europa exagerada, una Supereuropa) todo nos atrae, aunque sea quincalla o perdición. Del continente familiar no nos interesa nada. El libro de Vasconcelos es del y para el continente. Claro está, no lo hemos leído. ¡Bien correspondemos al apóstol americano y al amante de la Argentina!