Luis Araquistain
Revoluciones oligárquicas
Carlos Marx –ya lo dijimos en un artículo anterior– inicia los estudios de «La revolución española» con motivo de los sucesos de 1854, pero se detuvo en los antecedentes de 1808 a 1814, de 1820 a 1823 y de 1834 a 1843. Antes traza un bosquejo histórico de los levantamientos populares o aristocráticos contra las camarillas y favoritos de los reyes, desde el provocado por Álvaro de Luna a mediados del siglo XV hasta el que suscitó Godoy en 1808. También el de 1854 tuvo su origen en la excesiva privanza del alemán Sartorius, antiguo dependiente de librería y luego conde de San Luis, y el de 1868 en el régimen de validos que había imperado durante muchos años. La mayoría de las revoluciones españolas han sido siempre simples luchas por el valimiento de la corona, a favor de tal o cual individuo, de tal o cual grupo o de tal o cual institución o clase social. Batallas por los puestos públicos o privados, no por la transformación del régimen jurídico vigente.
Como dice Marx, la única revolución seria en tantos siglos de historia; fue la de los comuneros y la perdieron. Las largas guerras con los árabes desarrollaron poderosamente las dos clases que más contribuyeron a la reconquista: la nobleza y los pueblos. En las Cortes de aquel tiempo, las ciudades tenían la representación más fuerte. Celosos de ese poder popular, los nobles ayudaron a Carlos V a destruirlo, pero después éste destruyó también el de los nobles. Aniquilado el espíritu soberano de las Cortes, ningún rival puso límite al absolutismo monárquico. En otros países de Europa, la monarquía absoluta, como observa Marx, fue un centro de civilización, un agente de unificación social. En España, al contrario, desunió aún más los componentes sociales, degradó la nobleza y empobreció las ciudades, al suprimir sus fueros. Depauperó la vida local sin conseguir una concentración de la nacionalidad en torno de la monarquía. El Estado, sin el apoyo de las clases productoras, reducidas a la miseria por la política absolutista, se encontró sin recursos para sus desmedidas empresas en el resto de Europa y América, y fue de desastre en desastre, hasta el culminante de 1898. Era una monarquía más asiática que europea, una estructura mecánica y en el fondo feudal, no una nueva organización social. «España –escribe Marx– se convirtió, lo mismo que Turquía, en un conglomerado de provincias mal gobernadas, con un soberano nominal al frente.»
Pero he aquí la sorprendente paradoja, tan funesta para Napoleón. Un pueblo que parecía un cadáver, como su Estado, se levanta como un solo hombre contra el invasor y emprende la revolución más honda que se había intentado en España desde los comuneros y que queda fijada en la Constitución de las Cortes de Cádiz de 1812. En el alma popular estaba muerto el sentimiento del Estado, pero no el de la nacionalidad ni el de la independencia, forjado en tantos siglos de historia y en la asimilación de tantas razas. Los pueblos, sumisos o indiferentes a las torpezas del propio Estado, se irguieron en masa ante la invasión armada de un Estado extranjero. Buen ejemplo de vitalidad, pero también de terco instinto conservador. El odio tradicional al francés –odio clásico de vecinos– se unía al odio a la revolución francesa, cuyo espíritu –aunque no su forma– paseaba Napoleón por Europa.
En España había no pocos afrancesados, partidarios de la revolución francesa, que recibieron con júbilo, como a un ejército libertador, a las tropas napoleónicas, creyendo que la idea universal de la libertad está por encima de la soberanía local. Este espíritu se refleja en la Constitución de 1812, en la cual se quieren conciliar las formas y clases del pasado con las ideas y grupos sociales ascendentes: la monarquía con la democracia; el absolutismo con el liberalismo; el poder de la Iglesia católica, la única tolerada en el país, con la libertad de conciencia, proclamada implícitamente al abolir la Inquisición; la soberanía de las Cortes, que el rey no puede disolver, con el poder autocrático que las propias Cortes le conceden con la creación del Consejo de Estado. Las Cortes abolieron también los impuestos de tipo feudal y se propusieron desamortizar los dominios reales y eclesiásticos, pero este último proyecto quedó sin realizarse hasta 1836, en que lo resucitó y puso en vigor Mendizábal –sin disputa el político más liberal que ha gobernado en España–, declarando propiedad de la nación todos los bienes eclesiásticos y procediendo a su venta pública.
El fracaso de la revolución de 1808 era inevitable, porque, según advierten los editores de Marx, en vez de destruir en sus bases la sociedad de estructura feudal que era España, como se hizo en Francia, se limitó a adaptar las viejas oligarquías a las nuevas necesidades de la burguesía. La revolución se convirtió en una transacción o componenda entre las clases tradicionales –corte, aristocracia, clero, ejército– y la clase burguesa naciente. Lo que se llama pueblo, las clases campesinas y obreras de la industria, quedaron fuera del arreglo en la revolución de 1808 y en todas las posteriores del siglo XIX. Cuesta comprender cómo Marx puso tantas esperanzas en la de 1854. ¿Qué de nuevo veía en ella como no fuera el espejismo de creer que era la señal premonitoria de la próxima revolución europea? No lo fue, como tuvo tiempo de persuadirse, ni de la revolución europea ni de una seria revolución nacional. Ni después lo ha sido tampoco ninguna otra, incluso la de 1868. Ninguna revolución española, fuera del papel y de las parciales reformas de Mendizábal, ha intentado atacar a fondo a las oligarquías históricas. Más que a transformar la sociedad, las revoluciones españolas han aspirado la mayoría de las veces a que les dieran un puesto al sol del poder los que lo tenían acaparado o lo repartían desigualmente. Las revoluciones del siglo XIX han solido ser formas más o menos violentas de turnar las distintas oligarquías en el gobierno. ¿Ha terminado ese ciclo? Mucho temo que no.
Sólo de una clase aún virgen políticamente, la clase obrera organizada, cabe esperar una transformación profunda de la sociedad histórica. ¿La dejarán hacer? ¿Sabrá hacerlo? He aquí un problema que hubiera interesado a Marx, de vivir, ahora, más que la revolución de 1854. Pero la propia experiencia española y la lección que actualmente podría derivarse de comparar la de diversos países europeos, tal vez le indujeran a aconsejar a los obreros españoles que piensen cuidadosamente su táctica cuando soliciten su concurso las oligarquías tradicionales, ya estén en el poder, ya en la oposición. Y acaso les recordaría que su misión histórica no es dejar intacta, en sus fundamentos privilegiados, la herencia del pasado, como ha hecho la burguesía española con las clases e instituciones procedentes, sino transformar la sociedad en beneficio de los miembros, que le son más útiles y necesarios y que forman la mayoría de la nación.
No hay que olvidar las siguientes y oportunísimas palabras con que abre Marx «La revolución española»: «Una de las características de la revolución consiste en el hecho de que el pueblo, precisamente en el momento en que se dispone a dar un gran paso adelante y empezar una nueva era, cae bajo el poder de las ilusiones del pasado y toda la fuerza y toda la influencia conquistadas, a costa de tantos sacrificios, pasan a manos de gentes que aparecen como representantes de los movimientos populares de una época anterior. A esa gente, dotada de una tradición, pertenece Espartero, a quien el pueblo eleva sobre sus espaldas en la época de las grandes crisis sociales y del cual se libra después con esfuerzo.» Y los Esparteros, con guerrera o con toga, o bajo el nimbo mesiánico que vela sus arrugas de supervivientes del pasado, siguen siendo legión.