Luis Araquistain
Los dos castillos
¿Cuántos libros españoles se han escrito sobre la Rusia soviética? Casi pueden contarse con los dedos de una mano. Los dos de Julio Álvarez del Vayo – nuestro pioneer de esa utopía realizada,– La nueva Rusia y Rusia a los doce años, que representan el esfuerzo más sostenido y ferviente para relatar e interpretar la revolución rusa en sus tres dimensiones históricas de extensión, de duración y de profundidad social. El de Fernando de los Ríos, Mi viaje a la Rusia soviética, interesante por su carácter polémico. El de Hidalgo, el de Pestaña. Y ahora, en fin –no sé si me olvido de algún otro,– el de Rodolfo Llopis, Cómo se forja un pueblo (La Rusia que yo he visto). Cosecha bibliográfica harto parvo, cuando se la compara con la de otros idiomas. Bienvenido, pues, el libro de Llopis, aunque sólo fuera como una nueva contribución española a la inteligencia del enigma ruso, del formidable experimento. (¿Es posible que un hombre medianamente culto, que no tenga embotado el sentido histórico, no se interese por esa experiencia sin precedente en el pasado y acaso única, por mucho tiempo, también en el porvenir?)
El libro de Llopis se distingue de la mayoría de los que se publican a diario, en todas las lenguas sobre Rusia, por el método. Ni mejor ni peor que los otros métodos, sino distinto. Todos los métodos son buenos cuando se aplican con competencia, laboriosidad y buena fe. El de Llopis me parece excelente. Quiero decir que su libro está escrito con absoluta honradez profesional y personal, como todos los afines de lengua española. España ha sido y es tierra avara en condotieros, tanto de las armas como de la pluma. Y los pocos que produce los necesita para su propio servicio.
El método de Llopis consiste en reducir el campo de observación a un aspecto de la vida colectiva, en este caso la enseñanza, pero sin deshumanizarla en estadísticas y tecnicismos profesionales. Profesor de pedagogía, Llopis se interesa por la escuela rusa como una de las arterias de la vida social y como instrumento del nuevo Estado. La escuela es un ángulo visual para tender la mirada sobre todo el contorno de la nueva sociedad rusa. Un laboratorio, sí; pero, sobre todo, un observatorio, un mirador. Llopis traza la historia social del niño ruso sovietizado, aun desde antes de nacer, describiendo la importancia del matrimonio y de la paternidad en el régimen comunista, tan distinta de nuestras concepciones tradicionales. En la escala de los valores familiares, el vínculo conyugal apenas significa nada y el padre no es más que un sostén económico del niño, sin ninguna autoridad sobre él ni sobre la madre. No hay más autoridad que la del Estado, verdadero y casi único padre de la infancia rusa, artífice de hierro –yunque y martillo– del ciudadano de mañana.
Llopis nos lleva a través de una serie de instituciones pedagógicas que van moldeando la blanda arcilla del alma infantil al espíritu y a las necesidades de la nueva Esparta comunista. La revolución soviética no terminó con la conquista del poder, sino que empezó ahí y no terminará hasta que la escuela la haya realizado, década tras década, en cada conciencia individual. Pero no basta la escuela. Como Llopis dice gráficamente, la escuela es una miniatura de la sociedad en torno; pero a su vez la sociedad es una escuela inmensa, una ampliación multitentacular de la escuela específica. Todo: el teatro, la prensa, el cinematógrafo, el cuartel, el taller, el soviet local, es como una extensión do la escuela comunista, de la pedagogía proletaria.
¿Pedagogía proletaria? ¿No es una heregía? La pedagogía ¿no debe ser simplemente humana? No lo es –le responden a Llopis los pedagogos rusos–, no lo es en ninguna parte. Donde quiera, la escuela es escuela de clase, al servicio de la ideología y los intereses de la clase dominante. ¿Por qué ha de ser otra cosa en Rusia? Lo será algún día, cuando todas las clases históricas se hayan fundido en una sola, por extinción y absorción, gracias principalmente a la escuela; pero entre tanto...
Todavía faltan en Rusia muchas escuelas y muchos maestros, aunque la Federación Panrusa de los Trabajadores de la Enseñanza cuente con la cifra enorme, en números redondos, de 800.000 afiliados. La marcha es lenta. El camino por recorrer, infinito. Las resistencias, desesperadas. Los restos de la antigua sociedad y sobre todo, el campesino, anticomunista recalcitrante, ven con malos ojos esta invasión de la escuela soviética en el alma de sus hijos, las nuevas generaciones, y la combaten cuanto pueden y como pueden. En el campo, en el comercio y en las fábricas, las batallas de la revolución con sus enemigos interiores son episódicas, subalternas, por el bolín diario. En la escuela –francamente comunista y antirreligiosa– es donde la revolución rusa está sosteniendo la batalla decisiva. Y ahí, en la escuela, han decidido siempre y tendrán que decidir siempre la batalla definitiva todas las grande revoluciones del pasado y del futuro. Esta es la lección más honda que ha de aprender el simplismo revolucionario en todas partes. Como lo han aprendido en Rusia. Como lo están aprendiendo en Méjico. La dictadura más eficaz –acaso la única eficaz– se resuelve en una dictadura de la escuela. Del Estado hecho escuela.
Cuando acabamos la lectura de “Cómo se forja un pueblo” –libro rico en información documental y en observación psicológica, escrito en un lenguaje plástico, llano y vivaz–, un ligero estremecimiento se apodera de nosotros. ¿Vencerá esta escuela que en síntesis tan feliz nos ha descrito Rodolfo Llopis? ¿O sucumbirá, a la postre, a la fatiga de sus organizadores y al sabotaje pasivo de sus enemigos circundantes? Y si triunfa, ¿no vendrá más tarde una fuerte reacción individualista, psicológica, antiestatista, que ya se insinúa en el teatro y en la novela? Y si se consolida esta colectivización del hombre y la mujer rusos, aboliéndose gradualmente la familia y los afectos entre los sexos y entre padres e hijos, como residuos de una sociedad anticuada y caduca, ¿quedará localizada en Rusia o se extenderá al resto del mundo, para revolucionar sus bases tradicionales? Y el colectivismo económico, si se universaliza algún día, ¿no podrá ser compatible con la familia y con los sentimientos individuales? ¿Será preciso que el hogar desaparezca y que la sociedad se convierta en un inmenso cuartel o falansterio?
Tremendas preguntas que llenan de inquietud nuestra vieja conciencia occidental, formada en el legado de la civilización grecorromana. Admiramos la forja del pueblo ruso y, contemplando tanta pobreza histórica en derredor envidiamos el destino, abnegado y entusiasta, de los hombres cuyo brazo y cuyo intelecto realizan tarea tan hercúlea; pero si, algún día, ese destino fuera también el nuestro, quisiéramos que, dentro de él, cada hombre pudiera decir con los ingleses: My home is my castle, mi hogar es mi castillo. El castillo individual colaborando con el castillo del Estado, pero sin renunciar a su propia existencia. Dos castillos, no enemigos ni incompatibles, sino solidarios y complementarios.