Filosofía en español 
Filosofía en español


Florentino Soria

El Imperio español su grandeza extraordinaria y su duración

Para comprender la grandeza del Imperio español en los siglos XVI y XVII, grandeza no igualada por Imperio alguno de la Historia, como antes hemos afirmado, es preciso fijarse en dos cosas: en la importancia de nuestra colonización fuera de Europa y en la acción que en esta parte del mundo realizamos. Hoy está reconocido por todos los extranjeros imparciales, la nobleza y grandeza sin par de la colonización española. Sus más entusiastas panegiristas son extranjeros. No se aprecia de igual modo por éstos y por los mismos españoles la influencia por extremo benéfica de la intervención de España en Europa y en el norte de África, durante las antedichas centurias. Esto proviene, en los extranjeros del falso concepto que tienen de las consecuencias religiosas y sociales del Protestantismo y, entre los españoles, en parte por la misma causa y en parte por la importancia que dan a las cuestiones económicas. Estudiemos con serenidad ambos aspectos.

«Los resultados del protestantismo fueron fatales, dice un historiador eclesiástico. En religión sembraron la duda, madre de la indiferencia, de que nace la negación; en moral, dieron rienda suelta a las pasiones, confundiendo el impulso de éstas con la inspiración del Espíritu Santo; en política, restablecieron el despotismo de los antiguos, que Nuestro Señor Jesucristo había abolido, con la distinción de las dos supremas potestades; en el orden social, causaron inmensas perturbaciones, haciendo derramar más sangre cristiana de que se habría necesitado para destruir a los turcos; en filosofía, produjeron el racionalismo (que no es, ni mucho menos, el triunfo de la razón), que ha producido a su vez el materialismo, el panteísmo y otros absurdos sistemas; en las ciencias, detuvieron su progreso vigorosamente comenzado, antes de concluir la Edad Media; en las artes, ¿qué habían de aprovechar los que incendiaban los templos, rasgaban los pintados lienzos y empleaban preciosos manuscritos para tacos de fusil? Afortunadamente, el buen sentido de los pueblos impidió que se sacaran todas las consecuencias lógicas de los principios protestantes, y la moral católica estaba tan arraigada, que se conservó en gran parte contra la corriente de los nuevos errores. Bueno es advertir que los príncipes, habiendo conseguido el objeto de sus ambiciones, trabajaron en mantener a los pueblos en la creencia de que eran cristianos y en los hábitos antiguos en cuanto no perjudicaban a sus poderes usurpados.»

Hilario Belloc, miembro de la Cámara de los Comunes, de origen francés, afirma que «la Reforma ha sido la mayor calamidad de Europa en los tiempos contemporáneos, y profetiza que perecerá Europa si no se hace toda ella católica. No puede vivir sino con está condición, pues «la fe es Europa y Europa es la fe».

La aplicación práctica de la doctrina del protestantismo en toda su extensión, encontró en el ambiente moral de Europa, ambiente formado por varios siglos de catolicismo, una resistencia natural que impidió el que la poligamia se extendiese y el que el divorcio adquiriese el desarrollo que hoy tiene en ciertas naciones protestantes, así como el que cada individuo sacase las últimas consecuencias de los principios fundamentales del protestantismo, que son la interpretación individual de la Biblia y la creencia de que la fe sin las obras nos salva. Pero esta resistencia natural hubiera sido vencida, si no hubieran encontrado un doble poder organizado que resistiera victoriosamente a las dos fuerzas conque se propagó la pseudo-reforma. Esta se sirvió de dos medios: la predicación de los heresiarcas y la fuerza militar de los príncipes y de los reyes.

Pues bien, contra estas dos fuerzas luchó España denodadamente con otras fuerzas semejantes; con la sabiduría arrolladora de sus filósofos y teólogos; con la virtud de sus santos y excelsos reformadores y con el empuje incontrastable de sus tercios invencibles. Estas fuerzas no sólo detuvieron la marcha progresiva y avasalladora de la herejía, sino que la obligó a detenerse en la aplicación práctica de sus principios.

Por la influencia de nuestros reyes se celebró el Concilio de Trento, y en él brillaron con esplendor no igualado los teólogos españoles y antes, durante y después de la pseudo-reforma, multitud de varones extraordinarios contribuyeron a la reforma de las costumbres públicas, del Clero y de las órdenes religiosas, y a la fundación de otras que respondiesen a las nuevas necesidades de la Iglesia. Puede asegurarse que, merced principalmente a España, la Iglesia Romana pudo realizar la verdadera reforma.

Por otra parte, ya hemos visto que el medio principal de que se sirvió el protestantismo para propagarse fueron el poder militar de los príncipes, la fuerza de las armas, y España impidió con sus ejércitos que tras del triunfo militar de los protestantes viniera el aniquilamiento sangriento de los católicos como se realizó en Inglaterra, Holanda, Dinamarca, Suecia y en gran parte Alemania. Merced a las armas, españolas se conservó el catolicismo en Bélgica, Francia, Alemania, Austria e Italia, y merced a nuestra influencia más o menos directa, en Portugal y en Polonia.

Hay otro aspecto del protestantismo que es preciso considerar para admirar la acción benéfica de España en aquella centuria. Acabamos de ver que, sin la intervención de nuestra patria, la herejía se hubiera extendido por toda Europa y,  merced a sus elementos disolventes, toda Europa hubiera sido teatro de bárbaras disensiones. Es seguro que, la anarquía existente en estos últimos años en Rusia, se hubiera adelantado tres siglos y hubiera tenido por teatro a toda Europa, con muchas más graves consecuencias.

Mientras que las convulsiones religiosas y políticas hacían tambalearse el poder de Europa, los turcos, dueños de Constantinopla, avanzaban por las llanuras de Hungría y ponían sitio a Viena. Entonces Lutero se oponía a los esfuerzos del Emperador para armar a los príncipes contra la Media Luna, y sólo los tercios españoles hacían huir a los secuaces de Mahoma. Si nosotros nos hubiésemos desentendido del resto de Europa, si hubiéramos dejado que el protestantismo se extendiera libremente, con el séquito de revoluciones sangrientas que le acompañaban, los turcos se hubieran enseñoreado de Europa.

Y ahí está palpable la obra grandiosa y civilizadora de España: formó un valladar contra el protestantismo y detuvo el empuje turco en Viena, en Túnez y en Lepanto; y ahí está la prueba contundente que pulveriza el error de tantos historiadores y políticos españoles que condenan la política de la Casa de Austria española, porque nos metió en las contiendas de Europa. Según estos sesudos varones, deberíamos habernos encerrado en casa, desentendiéndonos de los acontecimientos que conmovían al mundo, atendiendo cuando más a cumplir el testamento de Isabel la Católica, extendiendo nuestra dominación por África.

¡Cuánta clarividencia! Si arde por sus cuatro costados una ciudad, quien tenga su vivienda en un extremo debe encerrarse en su casa y dejar que el fuego extienda sus furores libremente. Si guiados por el egoísmo, hoy imperante, que fue la norma de los romanos y lo ha sido y sigue siendo de otros pueblos, nos hubiésemos desentendido de Europa, entonces indefectiblemente hubiera ocurrido esta catástrofe de difícil reparación: acabábamos de expulsar a la media luna en Andalucía, y pocos años después tendríamos que lidiar contra ella en los Pirineos; y Europa entera hubiera vuelto a la barbarie.

Pero es que así nos empobrecimos, y las leyes económicas, y la industria, y el comercio, y la agricultura, y la prosperidad, y qué sé yo cuántas cosas más, condenan nuestro quijotismo. ¡Pobre economía! La economía, las leyes económicas, las leyes de producción y de consumo, la busca de mercados, el mercantilismo, ha guiado a las naciones europeas y, observadlo bien, la economía, la industria, el mercantilismo, son los dogales que ahogan a Europa, y España sólo puede tener su salvación, en parte del fruto de nuestras quijotescas aventuras, en la unión intensa y lo más completa posible con sus hijas americanas.

Notabilísimo fue, como hemos visto, el Imperio español. Desinteresadamente, atendiendo al imperativo de nuestra conciencia colectiva, lidiamos en Italia, en Flandes, en Francia, en Alemania, en Austria, en Hungría, en África, y, por medio de una serie innúmera, nunca igualada, de hazañas, colonizamos a América. ¿Que tuvimos algunos defectos? ¿Quién no los tiene? ¿Que aquella misma grandeza nos dio cierta vanidad? ¡Éramos hombres! ¿Que nos empobrecimos? Esto es discutible, pero, aunque así fuese, la pobreza que no nace de la desidia ni del victo no deshonra. ¿Que España se despobló? Naturalmente. Si sembramos de naciones el planeta, si en Europa, en África, en América, en Oceanía, vertimos nuestra sangre y tapizamos el suelo con tumbas españolas, ¿íbamos a centuplicar nuestra población?

Lo maravilloso es que una nación que al principio del siglo XVII tenía nueve millones de habitantes y al final del reinado de Carlos II cinco, pudiera lidiar contra toda Europa y colonizar a medio mundo; sin quedar aniquilada por completo, y que, pasada la guerra de Sucesión, inmediatamente pudiera Alberoni soñar con resucitar la antigua preponderancia española, sueño que se hubiera convertido en realidad si Inglaterra, Francia, Holanda y el Imperio no se hubieran coaligado en contra nuestra. A pesar de todo, España siguió siendo, durante el siglo XVIII, una de las potencias principales de Europa.

Otros de los aspectos que dan al Imperio español un brillo extraordinario es su duración.

Su preponderancia absoluta duró desde fines del siglo XV a fines del siglo XVII, y su preponderancia relativa, durante las tres cuartas partes del siglo XVIII. Hasta ahora no le ha igualado en duración Imperio alguno de la historia, excepción hecha del Imperio romano. Nótese, no obstante, como ya lo indicamos anteriormente, que después del período de sus conquistas, el Imperio romano subsistió en virtud de la inercia, por haber destruido o corrompido a todos los pueblos y a pesar de sus emperadores, monstruos de locura inmunda y sanguinaria, y a pesar de sus costumbres de fétida y repugnante hediondez; mientras que España mantuvo su poder durante tan largo tiempo, luchando contra un mundo de enemigos, unidos todos ellos en contra nuestra. Peleamos contra la media luna, contra Holanda, Alemania, Suecia, Inglaterra, y Francia, unidas todas abierta o secretamente; y nuestra misma nobleza y el ideal que defendíamos nos impedían emplear aquellos medios maquiavélicos y corruptores que Inglaterra, el Príncipe de Orange, Richelieu y otros han aplicado con éxito más o menos duradero.

¡Qué grandes eres, España, y cuán poco te conocen tus propios hijos!

Florentino Soria