Miguel Herrero-García
Actividades culturales
El vigésimo aniversario de la muerte de Menéndez y Pelayo ha sido recordado con mayor intensidad y más emoción que ningún año. Aparte los numerosos artículos que sobre el eminente polígrafo aparecieron en toda la Prensa antirrepublicana, la Sociedad «Acción Española» celebró una sesión solemne, en la que estudiaron la figura de Menéndez y Pelayo, desde distintos puntos de vista, D. Miguel Herrero, D. Luis Araujo Costa, D. Pedro Sáinz Rodríguez y D. Ramiro de Maeztu.
Conmemoramos hoy, dijo el primer orador, el aniversario de la muerte de Menéndez y Pelayo. La figura del gran maestro goza de la eminente preeminencia de experimentar las alzas y bajas que experimenta la idea y el sentimiento de la patria. Hace pocos años, cuando aún estaba más fresca la memoria de su vida, y existían todavía muchos de sus conocidos y amigos, esta fecha del 19 de mayo pasaba casi inadvertida. Solamente en algunas Cátedras de Letras humanas rendíamos ciertos profesores el sencillo homenaje del recuerdo al maestro perdido. Era que en esos años, estaba en crisis el sentido patrio, estaba en crisis la idea misma de España. En cambio hoy, que el concepto geográfico e histórico de España, se convierte en el concepto universal de Hispanidad, hoy que las heridas, de la patria nos han hecho sentir que somos parte vital de ella, puesto que nos duelen como heridas nuestras, hoy la figura de Menéndez y Pelayo se acrecienta y su recuerdo aflora a la superficie de la conciencia española. No puede hacerse mayor elogio de un mortal, que verlo crecer y menguar en función de todo su pueblo, como crece y mengua el mar al ritmo de las antorchas celestes. La Historia no puede hacerle mayor favor que [652] sacar verdaderas aquellas palabras de Arturo Farinelli: «La voce sua era como la voce di un populo intero; nel suo cuore era il palpito del cuore dei milioni». O aquello de Ricardo León:
«Era la patria; mientras él vivía,
Por virtud de su numen soberano,
Sobre el haz del imperio castellano
La luz del viejo sol no se ponía.»
La Sociedad «Acción Española» encuentra en esta fecha la primera ocasión de acatar el magisterio de Menéndez y Pelayo, y de reconocer públicamente que nuestra actuación de hoy se enlaza con el plan trazado hace sesenta años por el autor de La Ciencia Española. Hace sesenta años, Menéndez y Pelayo, sobre los males de España, formuló este diagnóstico: La juventud actual se ha formado en los clubs.
¿Síntomas para llegar a formular este diagnóstico? La ignorancia del pasado patrio, la fácil adhesión a lo exótico, la aptitud lamentable a andar de reata con cualquiera que invocaba la sonora palabra «en el extranjero!» Cuando un pueblo apostata de sí mismo el pensador no duda en afirmar: es que nuestra juventud se ha formado en los clubs. Es decir, en los discutideros insolventes, en donde el periódico sustituye al libro, en donde el método científico es suplantado por la polémica vocinglera, en donde la pasión reemplaza a la serenidad del pensamiento. Hecho el diagnóstico, Menéndez y Pelayo prescribió el tratamiento: la juventud tiene que formarse en las bibliotecas. Es decir, solamente por el camino de una sólida cultura, podrá salir España del actual letargo. Desgraciadamente, este plan curativo no cayó en gracia a las derechas españolas. Ni en el campo eclesiástico, ni en el campo seglar, se dio oídos a la voz del maestro que llamaba a los españoles a la ingente exploración del pasado, como a una especie de reconstrucción de la conciencia adormecida o casi anulada.
La miseria espiritual siguió, salvo aislados casos, dominando en la masa católica. Entre tanto, una cultura de importación, exótica, postiza, antiespañola, fue invadiendo Universidades, academias y ateneos. En nombre de esa cultura se ha declarado que España ha dejado de ser católica, y tal declaración ha resonado bajo las arcadas de nuestros claustros y las bóvedas de nuestras catedrales, como el canto del búho suena en un cementerio. [653]
«Acción Española» quiere reanimar la conciencia nacional, mediante una intensa campaña de estudios políticos. No aspira a ser otra cosa «Acción Española» que un gran instituto de estudios políticos. Cuando de la cultura haya salido la nueva concepción de España, la concepción tradicional, remozada, rectificada, acoplada a la actualidad, estará cumplido el programa de Menéndez y Pelayo.
El Sr. Araujo Costa, secretario de la Asociación «Amigos de Menéndez y Pelayo», hizo un brillante estudio sobre la personalidad del maestro en el campo de la Filosofía.
La Sociedad de Amigos de Menéndez y Pelayo no podía estar ausente de esta solemnidad en que Acción Española, honrándose a sí misma, viene a enaltecer la memoria del polígrafo insigne. Pudo la Sociedad de Amigos de Menéndez y Pelayo escoger entre sus miembros persona más capacitada que yo para llevar la palabra en este acto. Casi todos los que en él toman parte pertenecen por igual, como yo pertenezco, a los Amigos de Menéndez y Pelayo y a Acción Española. He de llevar la voz de nuestro organismo con el entusiasmo que la persona y la obra del autor de los «Heterodoxos» ha producido y sigue produciendo siempre en mí. Y al escoger por tema el de «Menéndez y Pelayo y la Filosofía», me he propuesto sacar una lección final que enunciaré más tarde.
Menéndez y Pelayo no es, en rigor, filósofo. No ha fundado sistema alguno de Filosofía. No ha querido tampoco afiliarse a escuela alguna determinada de las que por su tiempo merecían el favor de mundo sabio y del escaso público que en España y en todas partes se interesa por esta suerte de problemas. Pero como hombre, en la integridad de este concepto –que no otra cosa quiere decir polígrafo en el lenguaje peculiar de la inteligencia–, Menéndez y Pelayo se preocupó constantemente de Filosofía, y aunque sus obras tienen en primer término sentido histórico, de dinamismo que se continúa a través de los tiempos y que en lo que se refiere por ejemplo a la patria española, permite distinguir la unidad metafísica del ser, de sus mudanzas, alcances y variaciones, no pudo, sin embargo, abandonar la Filosofía, porque en los horizontes del pensamiento es esta ciencia la coordenada, más segura, más eficaz, más útil para captar aquella serie [654] de verdades y aquella verdad filial que el hombre persigue de continuo cuando reflexiona sobre su naturaleza, sus orígenes, su destino, su patria…
En la fecha de hoy y en otro lugar –en el número extraordinario que consagra La Época al polígrafo inmortal, al cumplirse los veinte años de su muerte– digo, que «La Historia de los heterodoxos» es la mejor historia de España que puede concebirse aun por los más exigentes en este género de estudios, del mismo modo que las «Ideas Estéticas» constituyen la historia más completa, y estaba por decir que única, de la literatura española desde sus orígenes hasta los tiempos en que a Menéndez y Pelayo le tocó vivir.
Pero en rigor, donde Menéndez y Pelayo desarrolla más cumplidamente su pensamiento filosófico, al menos de manera más directa e inmediata, es en los tres tomos de la «Ciencia Española». La fe católica no había podido prescindir de la Filosofía. La Literatura y el Arte tampoco consiguieron escapar a sus principios y fórmulas. No ha de ser menos la ciencia y en estas páginas de polémicas, donde se van fijando, paulatinamente y con precisión absoluta, las ideas del sabio polígrafo, la Filosofía ocupa puesto principal. ¿Es Menéndez y Pelayo, un escolástico y tomista? Sus discusiones sobre este punto con D. Alejandro Pidal y el dominico padre Fonseca parecen confirmar la negativa. Mucho menos ha de afiliarse Menéndez y Pelayo al krausismo que combate en Azcárate y en Revilla, y que por estar en pugna con el pensamiento católico y con la doctrina tradicional de España tenía que contar con un enemigo en el eminente pensador.
Quizá el pensamiento filosófico del artista pensador soberano esté en el eclecticismo de Luis Vives, que él analiza en el siguiente párrafo, diciendo: «Luis Vives es un filósofo ecléctico. Sí por cierto, como lo es todo filósofo digno de tal nombre, máxime cuando nace en épocas de transición, en épocas críticas. Ecléctico, en cuanto admite la verdad venga de donde viniere; ecléctico, en cuanto no sobrepone a la propia razón y al propio criterio la razón de los maestros y el criterio de una escuela determinada; ecléctico, en cuanto no acata la autoridad, sino en las cosas que son de fe; ecléctico, en cuanto profesa el gran principio «in necesariis unitas in dubiis libertas»; ecléctico, porque no desdeña ninguno de los elementos y tendencias del pensamiento humano, sino que los [655] comprende y armoniza todos como están comprendidos y armonizados en la conciencia; ecléctico, en cuanto no declara guerra a Platón en nombre de Aristóteles como los escolásticos, ni a Aristóteles en nombre de Platón como la escuela de Florencia; pero no ecléctico a la manera de los franceses, pretendiendo conciliar la verdad y el error en una síntesis, que esto sólo fuera lo peligroso y censurable.»
El Sr. Sáinz Rodríguez hizo el discurso que se esperaba de su magna erudición y de su destacada filiación menéndez-pelayesca.
¿Qué hay, dijo, en este historiador de la Literatura española, que así congrega al calor de su nombre a los mas decididos defensores de la tradición y de la grandeza patria? Porque, bien mirado, Menéndez y Pelayo, no fue fundamentalmente más que un historiador de la Literatura. Y, sin embargo, su obra adquirió bien pronto, y aumenta cada vez más, una trascendencia, un sentido españolista, que la convierte en bandera y le da valor de programa. La razón no es otra que el espíritu nacional que el maestro inyecto, en todos sus trabajos literarios. Todos arrancan de una alta idea de España, de lo que España ha hecho y de lo que a España se debe en el terreno de la cultura, y todos conducen a una revalorización del concepto español.
Antes de Menéndez y Pelayo, la historia de nuestro arte literario estaba escrita con muy distintas miras, y con ideas inmensamente inferiores a las que D. Marcelino supo emplear. Por eso hoy están anticuadas, mandadas retirar, todas las estimaciones críticas anteriores a su época. En cambio, todos los tópicos que hoy circulan en el campo literario, lo mismo en boca de catedráticos y opositores, que en la pluma de los publicistas, son tópicos acuñados, por Menéndez y Pelayo. De lo que él no escribió, es de lo que seguimos usando las ideas desorientadas, ingrávidas, que corrían hacia el año 1870. Por él conocemos la supervivencia medieval en el teatro de Lope, la significación española seiscentista del teatro de Calderón, la corriente platónica que fecunda la literatura mística, y tantas y tantas cosas que hoy tienen carácter de verdaderos tópicos. Todos estos tópicos los elaboró el talento de Menéndez y Pelayo. Por el contrario: si preguntamos a muchos españoles acerca de su concepto sobre [656] Quevedo, nos encontraremos con que carecen de él en absoluto, o a lo más tendrán el concepto vulgar de decidor de chistes y chocarrerías con que ha llegado a nuestros días entre las gentes del pueblo. Y es que Menéndez y Pelayo no estudió en sus obras a Quevedo.
Otra deuda que nuestra cultura literaria tiene con D. Marcelino es la conciencia que actualmente poseemos de la gran variedad española dentro de la unidad nacional. Las literaturas regionales, y más aún, las genialidades propias de cada tierra española, Menéndez y Pelayo fue quien trabajó por descubrirlas y darles su legítimo mérito en el cuadro de los valores nacionales. Esta variedad reconocida en la naturaleza, salvaguardada por las instituciones políticas de la España tradicional, perfectamente armonizadas con el sentimiento de una patria, un altar y una bandera, no tiene nada que ver con esa otra variedad que hoy procura basarse en un contrato, como arras dadas por un partido, condicionadas por el cumplimiento de un compromiso revolucionario.
Tenemos, termina diciendo el Sr. Sáinz Rodríguez, que reconstruir aquel plano maravilloso de nuestra patria que llevaba Menéndez y Pelayo en su cerebro. Y esta labor la tenemos que ejecutar con amor y simpatía para edificar el porvenir en la reconstrucción del pasado.
El Sr. Maeztu comenzó su magnífica peroración recogiendo con sentidos elogios los principales conceptos de los oradores precedentes. Si algo, dijo, me queda a mí que añadir, es a título de hombre de aquel guirigay del 98, que acaba de nombrar el señor Sáinz Rodríguez.
Menéndez y Pelayo luchó contra todos sus enemigos anonadándolos y confundiéndolos con sus sólidos y profundos conocimientos, y gracias a él, le fue devuelto a España el respeto.
Hasta el 98, convenció fácilmente a los españoles de que España había sido algo.
Pero llegó el 98, y los que entonces estábamos en formación sentimos que nuestras convicciones flaqueaban y nos volvimos contra lo que se nos había enseñado; llegó la catástrofe; vimos cómo un pueblo sin historia y sin tradición jugaba al blanco con nuestros pobres barcos en Cavite y en Santiago de Cuba. Ante este espectáculo fuimos muchos los escandalizados; muchos los que nos [657] revolvimos iracundos contra la incuria, el abandono, la impotencia del Estado español, nos pareció ver, dada la confusión del momento, que Menéndez y Pelayo era un representante o aliado de aquel Estado inepto que así se dejaba arrancar los últimos restos del viejo imperio colonial. ¿Para qué sirve la historia, y las grandezas pasadas, y todos esos gloriosos trofeos de que nos hablan, si no podemos defendernos a la hora presente de los zarpazos de los Estados Unidos? Y Menéndez y Pelayo, que aparecía como casi el único paladín de la España pretérita, se convertía en blanco de la mayor parte de las iras.
Yo mismo recuerdo haberle llamado «el triste coleccionador de naderías muertas» y ahora me acuso de ello.
No me daba cuenta de que Menéndez y Pelayo representaba la tradición, esa tradición olvidada por la España de entonces, embaucada por las doctrinas del liberalismo y el sufragio universal, hoy tan despreciados.
Y hoy, en el año 32, estamos en circunstancias parecidas a las del 98. El Sr. Azaña dice que nada tiene que ver con la Historia, pues «queremos, dice, construir una España nueva, como se construye una casa nueva, desde los cimientos al tejado».
En el año 98, al igual que ahora, se creía en la supremacía económica; Menéndez y Pelayo era contrario a esa tendencia. A él le interesaban la Filosofía y la Teología; todo lo que tiende a fomentar el espíritu.
Para que una doctrina encaje en un pueblo, es preciso que refleje la ideología de éste, pues, de lo contrario, será algo artificial que no llegará a tomar nunca carta de naturaleza en el mismo.
Este grave error viene haciendo, estériles todos los afanes de renovación nacional, que en España se experimentan desde el siglo XVIII. Las ideas más originales, caso que lo sean, se agostan infecundas por falta de ambiente y de terreno adecuado.
Voy a concluir, dice, dedicando unas palabras a Wells, que a esta misma hora está dando una conferencia en el teatro Español.
Hay dos cosas, dice, que a Wells se le atragantaron: la Iglesia y España.
Y hoy, termina diciendo el Sr. Maeztu, reconocen la verdad contenida en las doctrinas de Menéndez y Pelayo, y vuelven a la tradición para poner los ojos en la Patria y en Dios Nuestro Señor. [658]
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La Federación de Amigos de la Enseñanza ha dado un paso trascendental en su meritoria actuación. La clausura solemne del primer curso de Apologética, inicia una senda por la que la enseñanza libre, o sea, no costeada por el Estado, puede realizar importantísimos avances en orden a la transformación de nuestro arcaico régimen docente.
El acto, que tuvo lugar hace poco en la Institución del Divino Maestro, revistió los caracteres de todo un acto académico. Se iba a entregar los certificados de aptitud, o de asistencia a los alumnos que habían realizado los estudios de Apologética en el cursillo organizado por la FAE, bajo la dirección del Dr. D. Nicolás Marín de Nogueruela, profesor de la Universidad Católica de Santiago de Chile.
Veinte lecciones han constituido la labor del Dr. Nogueruela, en las cuales han desfilado los principales problemas teológicos, o más expuestos hoy día a los ataques de la crítica anticatólica: el Agnosticismo, las pruebas de la existencia de Dios, el origen de la vida, la creación, la Providencia, el Milagro, los Evangelios, las Profecías, la Resurrección de Jesucristo, su Divinidad, la Iglesia, han sido temas de estudio. El Dr. Nogueruela, conocido por sus obras de apologética moderna, realizó una labor primorosa, a la vez que profunda.
Los asistentes al cursillo, en número limitado de veinte, todos personas de estudios, la mayoría pertenecientes al profesorado, verificaron sus conocimientos en dos exámenes escritos, mediante la explanación de una tesis de un programa previo.
Al acto de la entrega de los diplomas asistió el ex ministro Silió, que cerró la sesión con un bello discurso.
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El Conde de Vallellano disertó en el Salón María Cristina, ante una magna concurrencia de los Sindicatos femeninos.
La legislación republicana ha creado especiales conflictos a la mujer española. A la mujer, sobre todo, porque a ella incumbe principalmente la obra educativa de los hijos, y la obra constructiva del hogar. Vallellano descubre la perfidia de ese laicismo, que aspira a sustraer a las mujeres esas dos posesiones suyas, hogar [659] e hijos. El divorcio y la escuela irreligiosa son las dos piquetas demoledoras que amenazan derribar a la mujer del trono secular donde la había elevado el cristianismo. Si no hay para ellas un hogar estable, si no les incumbe la formación del alma de sus criaturas, ¿cuál es el papel de la mujer en la sociedad moderna?
Vallellano pone en parangón la irreligiosidad de los republicanos de hogaño con el profundo espíritu religioso de Castelar. El público aplaude la contradicción flagrante en que caen los actuales gobernantes respecto de sus maestros y predecesores.
Las mujeres tienen que defenderse de esa campaña que se les hace desde el poder. Ellas tienen derecho a reclamaciones indudables en el Código civil; pero tienen que derribar ese fortín del divorcio, desde donde el materialismo amenaza destruir su dominio en la familia, y tienen que pelear contra la escuela laica, que es el secuestrador que viene a robarles el corazón de sus hijos.
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La Prensa nos informa de la audiencia que S. S. Pío XI concedió últimamente a 6.000 ex-granaderos que tomaron parte en la guerra. Acompañados de sus oficiales, y siendo portadores de algunos recuerdos de los campos de batalla, de que hicieron presente al Sumo Pontífice, oyeron la autorizada voz del Papa, que alabó su disciplina militar, su valor nunca desmentido, su lealtad, y hasta su bonito nombre de «granaderos».
Los antiguos combatientes debieron sentirse satisfechos de oír tales plácemes de boca del Vicario de Cristo, y estando allí, en Roma, cerca del Foro, les parecería oír aquellas áureas palabras de Cicerón: Fortunata est mors, quae naturae debita, pro patria est potissimum reddita.
M. H. G. [Miguel Herrero-García]