Blanca de los Ríos
Menéndez y Pelayo, revelador de la conciencia nacional
III
Terminantemente afirma el gran polígrafo que «después de Shakespeare en todo el teatro moderno no hay creador de caracteres tan poderoso y enérgico como Tirso»; que a Tirso debemos nuestro primer drama histórico, La prudencia en la mujer, y nuestro mejor drama religioso, El condenado por desconfiado; que el Don Juan es «de todos los personajes de nuestro teatro, el que conserva personalidad más viva y el único que fuera de España ha llegado a ser tan popular como Hamlet, Otelo y Romeo y ha dejado más larga progenie que ninguno de ellos»; que el maestro Tirso, «Considerado como hablista y escritor es sin duda el primero de todos nuestros dramáticos». Y que «como Tirso, además de gran poeta realista es gran poeta romántico, y gran poeta simbólico, no hay cambio de gusto que pueda destronarle y el jugo de humanidad que hay en sus obras alimentará en lo sucesivo creaciones nuevas». Todas estas afirmaciones del maestro están en pie, como puedo demostrarlo ahora que rehecha entre mis manos la [114] biografía del gran dramaturgo, puede asentarse la crítica estética sobre el firme cimiento de la histórica.
En su admirable estudio de «Las poéticas de los siglos XVI y XVIII», estudio capital para la historia de nuestro teatro y para el conocimiento de la psicología de sus fundadores, muéstranos a Lope dudando en su Arte Nuevo, entre la conciencia más o menos clara de su gran obra y los preceptos que le enseñaron de muchacho, entre el prestigio de la docta antigüedad y el demonio interior que le llevaba a producir un arte nuevo; y nos lo muestra después, jactándose en el prólogo a El castigo sin venganza, de haber escrito su tragedia al estilo español, no por la antigüedad griega ni por la severidad latina, huyendo las sombras nuncios y coros, porque el gusto puede mudar los preceptos, como el uso los trajes y el tiempo las costumbres», que era repetir lo que Tirso había dicho con felicísimo acierto, diez años hacía.
Muéstranos Menéndez y Pelayo a Cervantes como dramático –entiéndase– poseído de aquel vacilante criterio, que ahora le impulsa a combatir a Lope y calificar de conocidos disparates las obras del padre del teatro, ya le empuja a defender la comedia nueva (en El Rufián dichoso) ya le lleva a pretender imitarlo en tentativas como La casa de los celos y Selvas de Ardenia.
El que nunca vacila ni se pone en contradicción consigo mismo, ni en conflicto entre sus teorías y su arte, ni mendiga aplausos al vulgo, ni hurta su admiración a Lope, ni acata la obcecación de los preceptistas, ni reniega de Aristóteles, ni se cuida del fallo de los extranjeros a quienes tanto dimos que aprender, es Tirso que mostró tener del arte de Lope más clara y firme conciencia que Lope mismo; y lo mostró no sólo en las teorías, en la obra, ya que la acción del genio del Mercedario sobre la dramática nacional fue tan grande, selectiva y renovadora que equivalió a una segunda creación.
De Tirso, de su capital defensa de la forma nacional, arranca una de las más bellas reconstituciones de Menéndez y Pelayo, la de las vicisitudes de nuestro teatro y de nuestra crítica dramática a través del siglo XVIII, siglo de sensatez, de panfilismo y de prosa, para el cual eran letra muerta el ideal y la fantasía, lo sobrenatural y lo maravilloso, las caballerescas gallardías del teatro del Siglo de Oro, y más aún el mundo simbólico de los autos, sublime exaltación de la poesía abrazada con la fe. El prosaísmo era [115] el aire respirable e aquel siglo del buen sentido, de la corrección enteca, de da literatura administrativa, de lo dramático gubernamental, del clasicismo afrancesado.
Y, sin embargo, el sentimiento nacional estaba vivo: la vista de águila del maestro penetra en el farragoso caos libresco de aquella centuria de las polémicas desaforadas, y halla que el espíritu independiente y español de la crítica de Tirso, de Alfonso Sánchez y de Barreda, prolongado a través de Caramuel y de los apuntamientos del P. Alcázar, revive entre las procaces invectivas de Nasarre contra Lope, contra Calderón y los autos sacramentales, suscita el pintoresco y abigarrado grupo de los impugnadores de Nasarre: Carrillo, Maruján, Nieto de Molina, de cuya pendenciera falange se destaca Erauso, y Zabaleta, que formula un valiente manifiesto prerromántico que Menéndez califica de verdadera poética dramática, desaseada y bárbara en el estilo, pero de tan alta significación, que en aquel discurso nos exhorta el maestro a observar la vena de romanticismo indígena que durante todo el siglo XVIII va resbalando silenciosamente por el campo de nuestras letras hasta desembocar grande y majestuosamente en el mar de la crítica moderna, de la cual todos estos olvidados y calumniados autores son heraldos y precursores más o menos conscientes. Y ésta es la médula y el alma de estas admirables reconstrucciones. Seguro el maestro de que la historia literaria no se limita a la semblanza de los próceres, sino que más que en ellos hay que buscarla en las hervorosas corrientes de la vida y de la espiritualidad de los pueblos, y más aún que en los periodos triunfales, hay que sorprenderla en los períodos oscuros de lucha y de germinación que preparan los grandes florecimientos, después de haber historiado, en vivo, el clasicismo teórico de los creadores de nuestro teatro y de nuestra novela, revive el romanticismo involuntario de los clásicos desde Huerta hasta Martínez de la Rosa, resucitando al pasar a los dómines pedantescos, a los rígidos galoclásicos, a los famélicos dramaturgos, a los gárrulos copleros, a los anochecidos prosadores que como gallos en riña peleaban por el triunfo de Boileau, o por el del Teatro nacional.
Y al margen de tan enorme estudio trazó el maestro semblanzas tan vivientes como la de Nipho, el famélico y pestilente Nipho, «detestable poeta lírico y dramático, pero, hombre bueno, candoroso y excelente, periodista fecundísimo, compilador [116] eterno», que inició de un modo periódico la crítica de teatros, tan combatida actualmente, y que al dolerse del enfriamiento de la fe en estos reinos, definió el espíritu de su siglo y el por qué de la guerra a Calderón y a sus autos. La semblanza de Nipho y la del refundidor Trigueros merecen vivir como símbolos de su época.
Nadie sabría historiar mejor aquel período prerromántico que se inaugura con el involuntario triunfo romántico de Huerta, que, creyendo escribir una tragedia galo-clásica, infundió a su Raquel el soplo de nuestras comedias heroicas, que él mismo condenaba por absurdas, y despertó, sin querer, el sentimiento nacional, que imprimió a la opinión un impulso decisivo, inaugurando el periodo que puede llamarse prerromántico, cuyos tres momentos capitales fueron: el estreno de la Raquel, de Huerta (1778); el de la refundición de La Estrella de Sevilla, por Trigueros (1800), y el de La Conjuración de Venecia, de Martínez de la Rosa (1834). Y, en verdad, que el triunfal estreno de La Estrella de Sevilla, en 1800, ocho días después de haber prohibido la desatinada Junta Censoria de Teatros la representación de más de 600 comedias de nuestros grandes dramaturgos, debiera ser para nosotros harto más memorable que el estreno del Hernani, de Víctor Hugo, ya que con la vuelta de Lope a la escena revivía nuestra dramática y madrugaba treinta años el romanticismo.
Intenté seguir al insigne polígrafo en su titánica reconstrucción de nuestra dramática; pero la materia es inabarcable, y a uno y a otro lado del camino quedan derramados raudales de ideas, de juicios y datos inestimables para la colosal reedificación de nuestro teatro; así, los Orígenes de la Novela contienen páginas de singular interés acerca de las comedias humanísticas (t. III); acerca de las fuentes italianas de nuestra dramaturgia: Boccaccio, Petrarca (su Griselda), Mateo Bandello, y Giraldi Cinthio; acerca de Amadis en el Teatro, sobre los rufianes en la escena, desde la Celestina hasta Lope; sobre Juan del Encina, sobre Gil Vicente, «el mayor dramaturgo peninsular del siglo XVI», sobre asunto de tan atractivo interés como el bucolismo en nuestra dramaturgia.
Estúdialo desde sus orígenes clásicos y en la riquísima poesía villanesca de la Edad Media, así en la región galaico-portuguesa como en los altos de Somosierra y de Fuenfría, desde el [117] Arcipreste a Santillana, refiérenos cómo, las antiguas villanescas que llegan a adquirir la forma del villancico artístico y a transformarse en poemita dramático, «viene a ser como la célula donde se van desenvolviendo la égloga y el auto». En suma, recorre el maestro «los campos de la poesía lírica y dramática en demanda del castizo bucolismo peninsular… que «entró con los demás elementos nacionales en el inmenso raudal del teatro, difundiendo su agreste hechizo y sus aromas de serranía por muchas de las escenas villanescas de Lope y de Tirso». Y en Tirso –después de perfumar algunas insuperables escenas rústicas de Lope–, halló su apogeo esta primaveral y regalada poesía, como le hallaron, uno por uno, los elementos más castizos del arte nacional. En Tirso encontró definitiva forma artística el viejo tenía del encuentro de la pastora y del caballero. Tirso, a quien el maestro señala repetidamente como el más directo heredero del autor de la Celestina –como, realista, como psicólogo y como hablista–, recogió también las campestres flores de las serranillas medievales y de las bucólicas del Renacimiento. Tirso cortó por su mano las frescas salvias y los olorosos tomillos y romeros de las sierras de Castilla y de Galicia, y con aquella brava flora del terruño nativo envolvió a sus inmortales villanas que alegran con alegría de eterna fiesta nuestra escena del Siglo de Oro.
No estaría completa la enorme síntesis hispánica que es la obra de Menéndez y Pelayo si faltara en ella la expansión de nuestro genio indígena por el Nuevo Mundo, y esto significa la «Historia de la Poesía Hispano-Americana». Así como, la «Historia de las ideas estéticas» es un libro europeo, la de la «Poesía Hispano-Americana» es un libro intercontinental, étnico, libro que, como producido lejos de muchas fuentes documentales, apelando por fuerza a múltiples informadores, podrá no ser definitivo –ningún libro de historia lo es–; podrá no ser perfecto, pero es más que perfecto: ejemplarizador, fortificante, iniciador, y por algo fue, acaso, el más querido de su autor egregio, que lo escribió en los días apoteósicos del tercer centenario del descubrimiento de América, en los días de lucha y de inevitable hostilidad que precedieron a la emancipación de la última de nuestras colonias, doble emoción de gloria y de inquietud que hacía vibrar con más nerviosos bríos su pluma valentísima.
En ésta, como en todas sus, obras, la copia del saber y la [118] prodigalidad de la mente rebasan los cauces del método; y el fervor de la reivindicación patriótica se asocia felicísimamente a la honda penetración del análisis crítico al mostrarnos cómo ante la sorpresa genesíaca de aquel Continente de promisión, a la lírica española, antes alejada de la naturaleza; a la lírica española toda raptos, toda vuelos, toda alas, le nacen raíces con que asirse amorosamente a la tierra americana y en ella finca y se enraíza desde el poema de Valbuena, en cuyo paisaje, aunque con flora convencional y transplantada de las de Virgilio, y de Plinio «se siente el prolífico vigor de la primavera mexicana».
Páginas viriles y confortadoras son éstas en que con la austera elocuencia del hecho y del documento se esclarece ante nosotros una gran zona de la edad más interesante en los fastos humanos.
Un gran período borrado por la calumnia antes de haber sido iluminado por la historia; y siguiendo los pasos del maestro, como que presenciamos materialmente la generosa fusión de las almas y de las vidas entre americanos y españoles, con sólo recordar que en los días mismos de la conquista surgió el Inca Garcilaso, que «como prosista es –en frase de Menéndez y Pelayo– el mayor nombre de la literatura colonial», en quien se unieron en étnico abrazo la desbordante fantasía de América y el áureo verbo de Castilla; fue tan absoluta aquella espiritual fusión, que con idéntica virtud produjo españoles americanizados como Valbuena «que es, en rigor, el primer poeta genuinamente americano –dice Menéndez–, el primero en quien se siente la exuberante y desatada fecundidad de aquella prodigiosa naturaleza», y americanos españolizados, como Ruiz de Alarcón, que fue tan ingenio de esta Corte como los madrileños Lope, Tirso, Calderón y Moreto…». Y esta fusión gloriosa es la mejor apología de nuestro consorcio con América, consorcio único en la Historia, porque, a diferencia de los otros pueblos colonizadores, no impusimos nuestra lengua a los aborígenes, como se imponía el hierro a los esclavos: la compartimos con ellos, en santa comunión de amor y de poesía.
La doble generación de españoles americanizados y de americanos españolizados sigue a través de toda nuestra común historia desde los misioneros que evangelizaban y aun dramatizaban en lenguas indígenas, y los criollos que trasladaban a sus nativas hablas las obras de nuestra dramaturgia, desde el teatro catequístico del Presbítero Fernán González de Eslaba al soberano teatro [119] de Alarcón y los autos de la Monja de Méjico, cuyo Divino Narciso contiene, según Menéndez, lo mejor de su poesía, y su linda comedia calderoniana Los empeños de una casa, a las comedias de Gorostiza, mejicano también, que llena «sólo, o casi sólo… en la historia de nuestra dramática el período comprendido entre Moratín y Bretón», sin que se olvide al cubano Milanés, al puertorriqueño Tapia y Rivera, a los venezolanos Ros de Olano y Heriberto García de Quevedo, al polígrafo peruano Peralta Barnuevo, y, sobre todo, a la inmortal Gertrudis Gómez de Avellaneda, a cuyo teatro consagra el maestro un elogio que es glorioso desagravio a la desdeñosa injusticia con que suelen ser tratadas las obras de esta egregia mujer, que merece lugar muy alto en la historia de la dramática española. En cuanto a la lírica, no sólo abarca el autor la producción de cada una de las Repúblicas hispano-americanas, sino que nos ofrece juicios y semblanzas insuperables, como las de Valbuena, Sor Juana Inés de la Cruz, D. José Eusebio Caro, y, sobre todo, la del célebre filósofo y poeta venezolano, Andrés Bello, gran educador de América, sabio polígrafo «en quien la poesía no fue sino la flor del árbol de su cultura», pero poeta en su género perfecto, «consumado maestro de la dicción poética, más celebrado aún por sus incomparables traducciones que por los ya clásicos fragmentos descriptivos de la naturaleza americana, y, sobre todo, filósofo eminente y salvador de la integridad de nuestra lengua en América.» La semblanza de Bello bastaría a consagrar este gran libro, si no lo estuviera ya, por sus altos méritos históricos y críticos y por haber tenido la gloria de incorporar la poesía hispano-americana al tesoro de nuestra literatura española.
Y qué decir de la maravillosa «Historia de la Poesía Castellana en la Edad Media», donde respiran animados de vida más recia y amplia que la física Gonzalo de Berceo, el Arcipreste de Hita, el Canciller Pedro López de Ayala, el Marqués de Santillana, Jorge Manrique, todos nuestros grandes abuelos literarios.
La misma gloriosa divulgación de tal obra, que la muerte cortó entre Boscán y Garcilaso, y los admirables juicios que sobre ella existen, me dispensan de exponer una vez más su inestimable contenido, pero no de hacer notar que en ésta, tanto o más que en todas sus grandes síntesis, procede el excelso polígrafo partiendo del concepto de la indivisible unidad de nuestra península [120] hispánica; así al afirmar que «el primitivo instrumento de la lírica peninsular no fue la lengua castellana ni la catalana tampoco… sino la lengua que indiferentemente para el caso podemos llamar gallega o portuguesa… y que en rigor merece el nombre de lengua de los trovadores españoles…», y que la lírica de los trovadores «de Galicia pasó a Portugal con todos los demás primitivos elementos de la nacionalidad portuguesa, condecorada luego en el pomposo nombre de lusitana para disimular sus verdaderos orígenes, que en Galicia y León han de buscarse», como al consignar que Teófilo Braga, modificando su primer criterio, declaró «que aquella nacionalidad» se constituyó únicamente por la tendencia separatista de los diversos estados peninsulares, «y que no sólo son idénticas las lenguas gallega y portuguesa, sino que las formas arcaicas y populares que en los escritores de las mismas épocas clásicas se encuentran, han de calificarse de verdaderos galleguismos que resistieron al influjo de la cultura erudita y que todavía viven en los labios del pueblo de las provincias del Miño y de la Beira», y lo mismo al revivir la poesía galaico-portuguesa, estudiando –gracias a los Cancioneros de Ajuda, del Vaticano y de Colocci Brancuti– la fusión de la abundantísima poesía popular de la Edad Media (pastorelas y vaqueros) con «un fondo popular preexistente» y la riquísima eflorescencia de las cantigas de amigo y de ledino, y consignando que no sólo la Galicia rural, toda la costa galaico-portuguesa tuvo desde muy temprano las que pudieran llamarse sus églogas piscatorias, y lo mismo al estudiar los Cancioneros «mostrándonos esta comunidad de tradiciones que es la verdadera clave para explicar el perpetuo y misterioso sincronismo con que se han movido siempre ambas literaturas (que en rigor constituyen una sola)».
Así, en las manos del maestro vemos entrecruzarse los hilos oro con que se tejió nuestra nacionalidad moral y literaria; y así, como tan dueño de nuestras lenguas y de nuestras literaturas peninsulares, nos va mostrando sus enlaces íntimos, los vínculos milenarios que constituyen la trabazón de nuestro etnicismo irrompible, y con el mismo júbilo triunfal le vemos ensalzar las glorias y el espíritu de la literatura catalano-aragonesa, revivir la Corte de Alfonso V, recordar que entonces se reunieron por primera vez los ingenios de toda la Península, y que, como afirmó Teófilo Braga: «Los cancioneros realizaron la primera unidad de España…», [121] declarar que sin la literatura catalana no podríamos ni historiar nuestra literatura del siglo XVI, proclamar que en la gloriosa escuela sevillana despuntó el Renacimiento, y que «Dante hizo su entrada triunfal por el río de Sevilla, con Micer Francisco Imperial», y con igual comunicativo fervor de españolismo vémosle saludar en Juan de Mena la poética adivinación que profetizó la unidad nacional, cuando nos dice: «fue Juan de Mena de los primeros que tuvieron la visión de la España una, entera, gloriosa, tal como salió del crisol romano, tal como nuestro imperio del siglo XVI volvió a integrarla».
Para esta España escribió Menéndez y Pelayo, para la España que la mano creadora entalló en un solo bloque indivisible entre el Pirineo y el abrazo de dos mares, para él no existieron las fronteras de Portugal, que no son geográficas ni étnicas, y ante las cuales no se cortan las vértebras graníticas de nuestra orografía hispánica, ni se atajan las venas de los ríos brotados de la entraña más castiza del terruño nacional, como no hay quien corte ni ataje los milenarios atavismos que nos unen, así en todas sus grandes síntesis abarcaba a Portugal, incluso, en el plan del no redactado tomo último de Las Ideas Estéticas, «como pensaba abarcar la poesía portuguesa del Brasil en su Historia de la poesía hispano-americana, «para que la obra –dice– merezca con toda propiedad el título».
En suma, Menéndez y Pelayo recorrió entero el milenario curso del pensamiento español, trazó entera la historia del genio indígena desde sus orígenes y en sus más altas manifestaciones.
Pero no la escribió: la revivió, convencido de que la «cólera española» se resiste a las prolongadas lecturas y al frío y pacienzudo análisis, y resuelto a reconstituir nuestro pasado para que ante su excelsitud recobrásemos la conciencia de nuestra primogenitura espiritual, decidió realizar el milagro –quizá lo realizó sin pretenderlo– y resucitó entera nuestra Historia.
Al acercarse a los grandes pensadores, artistas y poetas, su espíritu se enciende en el aura radiante que los circunda, y arrebatado en excelsa emulación, se hombrea con ellos, se deja absorber por ellos, sorprende el misterio de su concepción espiritual y de puro comprenderla, la hace suya, empalma su mente con la mente creadora en que se abisma, y sin alterar uno solo de sus elementos, continúa la creación, la completa, la transfigura. Así, ante [122] los héroes de nuestra Epopeya y ante nuestros poetas medievales, así en su portentoso análisis de la Celestina, así ante los próceres del Renacimiento, singularmente ante Lepe y su Cosmos dramático, así ante los dos inmortales mitos de Cervantes, al llevarnos a presenciar la elaboración del Quijote, en páginas dignas de juntarse con las de la creación soberana.
Realizar así la historia y la crítica literaria es crear, no en el sentido de alterar los datos de la verdad –nadie los respetó tanto– en el más excelso de poseerla y mostrar virtud suficiente para juzgarla y revivirla. Realizar así la historia es triunfar del olvido y de la muerte, es competir en fecundidad con la Naturaleza y rivalizar en potencia creadora con los hacedores de los más eternos mitos del Arte.
Para todo el inmenso imperio de nuestra lengua realizó Menéndez y Pelayo, su reconstrucción colosal; y como si hubiera tenido una vida para cada siglo de nuestro ayer y un alma para cada región de nuestra tierra, en su hospitalaria y profética mente se integró la personalidad milenaria de nuestra patria española, nunca tan varia y tan una como en las páginas de aquel místico del patriotismo que porque conoció mejor que nadie los múltiples hilos de oro con que se fue tejiendo nuestra nacionalidad moral y estética, tuvo mejor que nadie «la visión de la España una, entera, gloriosa, tal como salió del crisol romano, tal como, nuestro siglo XVI volvió a integrarla»; tal como nuestros conquistadores, nuestros misioneros, nuestros teólogos y juristas, nuestros místicos, nuestros dramáticos, prosistas, y noveladores, nuestros pintores e imagineros de los siglos de oro la levantaron a cumbres de mundial soberanía y de creadora espiritualidad por ningún otro pueblo alcanzadas.
Y esa España Mayor, esa España inmensa que reedificó en su mente y resucitó en su obra Menéndez y Pelayo, no puede ser repartida, como no pudo serlo la única inconsútil de Cristo, porque a pesar de su magnífica variedad geográfica y aun étnica, es indivisible por su fe, por su genio, por su arte, por su historia, que la fundieron como se funde el oro en el crisol, por su altísima misión de Madre y educadora de pueblos, misión altísima a que cooperaron heroicamente todas las regiones de España, ya que la coronó un hombre de raza y de lengua catalana, el mallorquín Fr. Junípero Serra, a quien en estos días honra como a su [123] fundador la gran metrópoli de California. Esa España Mayor, es una, indivisible, inmortal, por la augusta soberanía de la lengua, en la cual se plasmaron las grandes creaciones de la raza: la Mística, el Quijote, el Teatro, por la augusta soberanía de la lengua, en la cual aprendió América el nombre de Dios. Esa España que constituye el nexo, el arquetipo, el solar materno, el árbol genealógico de una gran estirpe, no puede ser desintegrada ni en el territorio ni en el diccionario, si antes no hubiese perdido la conciencia de sí propia.
Blanca de los Ríos