Ramiro de Maeztu
El ser de la Hispanidad
IV
La tradición como escuela
«Donde no se conserve piadosamente la herencia de lo pasado, pobre o rica, grande o pequeña, no esperemos que brote un pensamiento original, ni una idea dominadora.» A propósito de esta sentencia, acaso la más conocida de Menéndez y Pelayo, me escribía hace años D. Miguel Artigas, que hay que fijarse que en ella se asocian las palabras «original» y «dominadora». Una idea original se puede producir en cualquier ambiente, conserve o no la herencia de lo pasado, pero sólo será dominadora si encuentra ya el camino abierto para ella por una sucesión de ideas que la sirvan de antecedente, y ello por una razón: la de que en el pueblo se conservan como en un depósito de sentimiento los pensamientos del pasado y que una idea no puede ser dominadora si no logra el apoyo popular.
El Sr. Artigas me daba un ejemplo de esta tesis. Leyendo a Quevedo se encontró con la idea de que la cualidad dominante del «valido», es decir, del político, ha de ser el «desinterés». No era una opinión particular, porque así han pensado los españoles desde los tiempos más remotos, desde los de Viriato el pastor y el rey Witiza, y en la actualidad no alcanzan popularidad plena sino aquellos hombres públicos cuyo desinterés es notorio y salen de las posiciones más altas tan pobres como han entrado en ellas. Es natural que no todos los españoles compartan este sentimiento. Hay algunos que califican de «santonismo» esta [568] preferencia del desinterés sobre el talento, que tan arraigada se halla en nuestro pueblo. Ello confirma el hecho de que el hombre público no es popular entre nosotros si no sacrifica sus intereses privados al público. Como sepa vivir dignamente su pobreza, después de ocupar la Presidencia del Consejo de Ministros, se le perdonan muchas faltas, incluso la de una verdadera capacidad política, incluso la falta de visión, que, según el Libro de los Proverbios, hace morir al pueblo. (Prov. 29, 18.)
Otras naciones no comparten esta exigencia nuestra. Mirabeau recibía dinero de Luis XVI por sus informes, y ello no quebrantaba su reputación entre los revolucionarios. Danton lo recibió no tan sólo de Luis XVI, sino del Duque de Orleans y del Gobierno de Inglaterra, y durante muchos años se le consideró como «la encarnación del patriotismo revolucionario y hasta del patriotismo a secas», como dice M. Gaxotte, en su historia de la Revolución francesa. Durante la gran guerra hemos visto formar parte del gobierno de diversas naciones a hombres interesados en los contratos de aprovisionamiento, sin que se produjera escándalo. Y, sin embargo, el pueblo español tiene razón. El hombre público ha de ocuparse de los intereses generales, y no de los particulares suyos. No es sólo la tradición nuestra la que ha sentido que había oposición entre unos y otros. Horacio ensalza aquellos tiempos viejos, en que eran pequeñas las rentas de los particulares, pero grandes las de la comunidad:
Privatus illis census erat brevis,
Commune magnus.
Y, de otra parte, es imposible atender al mismo tiempo los cuidados particulares y los públicos. La política es absorbente. Al hombre dado a ella no le debe quedar tiempo para pensar en sí.
He aquí, pues, un sentimiento tradicional que nos sirve de guía orientadora en la elección del caudillo político. Tal vez nos prive, en algún caso excepcional, de un buen estadista, aunque cuidadoso de sus bienes privados. En la generalidad de los casos el índice del egoísmo se nos revelará contrario al del valor político. Y de todos modos sabremos siempre que la virtud del desinterés servirá de pedestal al caudillo y que, en caso de que le falte, [569] habrá que vencer cierta resistencia para hacerle popular. Pero si el caudillo se acuerda con esta antigua predilección popular, podrá emplear en su obra de estadista la energía que en otro caso hubiera empleado en popularizarle. Con lo cual queda evidenciado que el carácter original y dominador de su obra dependerá, en buena parte, de su adecuación a las condiciones exigidas por «la herencia de lo pasado».
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Otro ejemplo de la utilidad inmensa que puede derivarse de la tradición, cuando se la acepta como escuela, lo encontramos en la justicia y en su administración. No cabe duda de que ambas fueron excelentes en España durante siglos. El paradigma de Isabel la Católica recorriendo a caballo las vastedades de su reino, para presidir los juicios de la Santa Hermandad, hizo que nuestra Monarquía concediera durante siglos esencial importancia a la justicia. Y hoy reconocen los historiadores que no fue en vano. El inglés David Loth, en su biografía de Felipe II, confiesa sin reparos que en España se gozaba de más seguridad de vida y hacienda que en ningún otro país europeo. Lo mismo dice el crítico Cervantes en su «Persiles». El jurisconsulto argentino don Enrique Ruiz Guiñazú ha dedicado una obra capital, La Magistratura indiana, a demostrar que las Audiencias americanas fueron organismo principal de la obra civilizadora de España y de que sus grandes privilegios se debían a que todos los reyes de Castilla tenían especial cuidado en recordar a virreyes y arzobispos que los oidores de sus Audiencias representaban inmediatamente a la persona real y encarnaban su autoridad primera. En caso de vacar los virreinatos, eran las Audiencias las que gobernaban el territorio y este privilegio de la justicia no fue abolido hasta 1806, en vísperas ya de la separación. A partir de esa fecha, ninguno de los pueblos hispánicos se ha distinguido por la excelencia de su administración de justicia. ¿Qué es lo que ha cambiado desde entonces?
En su estudio sobre el padre Vitoria, escribe el padre Menéndez Raigada, obispo de Tenerife: «Trasponiendo la materialidad de las normas jurídicas, efímeras e imperfectas como obra humana [570] que son, es como Vitoria ha podido desentrañar la médula de la verdadera juridicidad; remontándose a las cumbres de la Moral, es como ha podido dominar el panorama jurídico y descender luego con pie seguro para abrir al Derecho sus legítimos cauces; buceando en la naturaleza humana y arrancando sus bloques de la cantera del Derecho natural, es como ha podido construir su ciclópeo castillo del Derecho de gentes.» Pero no era sólo el padre Vitoria el que trasponía los límites del Derecho para buscar en la moral su fundamento. Esto se venía haciendo desde hacía siglos y no sólo para la creación del derecho de gentes. En su libro sobre el doctor Palacios Rubios, cuenta D. Eloy Bullón que «en las alegaciones jurídicas, y aun en las sentencias de los tribunales», se habían extendido «la moda y el abuso de estudiar con excesiva preferencia el Derecho romano y canónico y de citar constantemente autores extranjeros», que no eran siempre juristas, puesto que éstos se fundaban, a su vez, en las opiniones de moralistas y filósofos. Añade que la Corona misma autorizó por decreto de 1499: «que adquiriesen valor legal en nuestros tribunales, aunque solamente a título supletorio, las opiniones de los doctores Bartolo de Sasoferrato, Baldo de Ubaldis, Juan de Andreas y Nicolás de Tudeschis, llamado el Abad Panormitano.» Y muchos años después, Solórzano Pereira no se contenta con citar autores y providencias españolas en su obra sobre la Política indiana, sino que no hay jurista, ni clásico antiguo, medioeval o de su tiempo al que no se haga contribuir al esclarecimiento y justificación de las leyes de Indias.
Y ello explica, a mi juicio, la excelencia de nuestra justicia en aquellos tiempos. Estaba administrada por hombres cuya misión no se reducía a aplicar determinado artículo de cierta ley a cierto caso, sino que en cada sentencia y en cada alegación se remontaban a las fuentes mismas de la moral y del derecho, no dejando que la letra de la ley les matase el espíritu, sino buscando en éste la vida del derecho y su efectividad. Cada administrador de la justicia podía sentirse revestido de la dignidad del legislador, porque en cada dictamen se apelaba de la letra de la ley al espíritu y al propósito que la inspiraron. Y por esta elevada conciencia de su misión encontraban los jurisconsultos plena satisfacción de sus funciones, como se muestra en el empaque y circunstancias [571] de las obras de nuestros tratadistas. Hombres que a diario tenían que remontarse a las fuentes mismas del Derecho y al panorama de la jurisprudencia universal eran felices en su oficio, porque ejercitaban las más nobles actividades del espíritu.
Las cosas cambiaron desde que en el siglo XVIII empezó a difundirse en España la tesis de que la ley no era sino la expresión de la voluntad general o el mandato del Soberano, individual o colectivo, a las personas sometidas a sus órdenes, porque así se prescindía nada menos que del carácter moral de las leyes, con lo que, poco a poco, se fueron olvidando nuestros juristas de que, como habían aprendido en Santo Tomás, en Soto y en nuestra escuela clásica, la ley debe ser justa y la ley que no es justa no es ley, sino iniquidad. En otros países no fue así, y ello por la razón sencilla de que los conceptos de Rousseau y de Austin tuvieron que adaptarse a los tradicionales, pues, como escribe Alfredo Weber en sus Cuadernos de Política: «La antigua vida de la comunidad europea, resonando en el pensamiento común europeo, se había mostrado bastante fuerte para encerrar en el paréntesis de un derecho natural naciente al nuevo Estado soberano en una comunidad europea.» En España, en cambio, se tomaron al pie de la letra, y desprendidas de sus raíces las nuevas ideas, se rompió ese paréntesis del derecho natural, y de mal en peor recientemente se ha llegado a la monstruosidad de que preguntado un periódico de izquierdas si sería justa una ley en que votasen las Cortes Constituyentes la decapitación de todos los hombres de derecha, contestó llanamente: «Pues si lo votasen, sería lo justo.»
Divorciada la ley de los principios morales del derecho y de la jurisprudencia universal, nuestros abogados no tienen ya que ocuparse sino de encontrar en el Alcubilla una aplicación al caso concreto que se les presenta. Y esta es la razón de que los más eminentes se tengan que dedicar a la política. Nadie puede sentir satisfacción interna en aplicar disposiciones formuladas por una colectividad que no se cuida sino de satisfacer pasiones e intereses de partido. Podremos llamar derecho a esas disposiciones, pero, en el fondo, estamos persuadidos de que no son derechos. Aquí también nos ha sido funesta la ruptura de la tradición. Para que en el orden jurídico se pueda producir una idea original y dominadora [572] ha de amoldarse a aquel propósito general de establecer el bien en la tierra que, desde los tiempos más remotos, ha inspirado toda legislación digna de este hombre. Y para ello habría que empezar por resucitar el concepto que de la ley tenían nuestros clásicos, cuando veían en ella, como Santo Tomás, una ordenación racional enderezada al bien común.
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Todavía citaré otro ejemplo. España ha producido tres de los cinco grandes mitos literarios del mundo moderno: Don Quijote, Don Juan y la Celestina. Los otros dos son Hamlet y Fausto. Hay quien añadiría a esta lista el Raskolnikoff de Dostoyevsky, en Crimen y Castigo. Tengo entendido que Raskolnikoff significa en ruso: «partido en dos», y si fuera, en efecto, necesario que se rompa el hombre de la ética social para que surja de sus pedazos el hombre espiritual sería otra de las grandes figuras literarias, porque implicaría un problema moral permanente. Pero no lo he estudiado lo bastante. El hecho es que habiendo producido los españoles la mayoría de los grandes mitos literarios modernos, deberíamos saber mejor en qué consisten y cómo se producen. De no haber vivido pendientes de los últimos libros extranjeros, habríamos advertido que estas grandes creaciones del espíritu humano se parecen todas ellas en una cosa: en que no son tipos de la realidad, aunque infinitamente más claros y transparentes que los reales, como lo prueba el hecho de que conocemos mucho mejor a Don Quijote que a nuestros familiares y a nosotros mismos. No son seres reales, pero sí las ideas platónicas, si vale la palabra, de los seres reales. Don Quijote es el amor, Don Juan el poder, la Celestina, el saber, pero, aparte de mostrársenos como la personificación de estas ideas, se supone que por lo demás, son personajes humanos, que se mueven y viven y mueren en el mundo de la realidad, porque sólo la realidad cotidiana del mundo puede dar el necesario realce a la idealidad de estos grandes fantasmas literarios. Pues bien, si hubiéramos visto con claridad que estas figuras supremas son proyecciones del deseo o del temor o de ambos en la linterna de la imaginación y que su grandeza se deriva de los problemas morales que personifican, [573] España hubiera podido convertirse en estos siglos en una fábrica gloriosa de mitos literarios, porque Don Quijote, Don Juan y la Celestina no representan sino aspectos parciales del amor, del poder y del saber, y si la duda y el ansia de experiencias ha servido para crear tan grandes figuras como Hamlet y Fausto, es de creer que lo mismo pueda hacerse con la conciencia y la inconciencia, la confianza y la vigilancia, y aun con cada uno de los vicios y de las virtudes y con todos los distintos aspectos del saber, del poder y del amor que sugieran a la fantasía los cambios de los tiempos.
Es probable que ni Cervantes, ni Tirso, ni Fernando de Rojas necesitaran hacerse estas reflexiones para crear sus personajes. Pero es sabido que en la historia del arte los períodos reflexivos suceden a los espontáneos. Esta reflexión puede hacerse lo mismo sobre los autores extranjeros que sobre nuestros clásicos. En general, es conveniente que los escritores estén al tanto de la literatura universal, para que aprendan en todas las escuelas las categorías y las técnicas de su arte. Pero la propia tradición no es sólo el mejor maestro, sino un camino medio andado y la indicación del que ha de andarse. La tradición, como corriente histórica, no sólo nos sitúa con justeza en nuestra actualidad, sino que nos orienta hacia lo porvenir. Hasta sus mismas lagunas parece que nos están señalando la región a donde debieran aplicarse nuestras facultades creadoras. Y es que nuestra obra de arte, a diferencia de la extranjera, no es para nosotros meramente una obra, sino la culminación de un proceso y el manantial de nuevas aguas. Don Quijote es el término de la epopeya nacional del siglo XVI, el desencanto que sigue al sobresfuerzo y al exceso de ideal, pero también la iniciación de un mandamiento nuevo: «¡No seas Quijote!», a veces prudente, a veces matador de entusiasmos, como losa de plomo que nos colgáramos al cuello. Con lo que indico que también el «Quijote» está por rehacer. En la Argentina se ha rehecho dos veces, y ambas con éxito. La primera en el Martín Fierro, de Hernández, hace ya más de medio siglo. La última, y aún reciente, en Don Segundo Sombra, de Güiraldes. Se trata en ambos casos de un Don Quijote gaucho y de las figuras literarias de más envergadura que han navegado por aguas de América. Aunque sea literariamente la Argentina el más afrancesado [574] de los pueblos hispánicos, ha tenido que inspirarse en la tradición española, que es la suya, para crear sus tipos máximos. Y lo mismo ciertamente ocurrió a España, porque en pleno romanticismo tuvo Zorrilla el pensamiento de renovar la figura de Don Juan, que ya llevaba más de dos siglos en la escena, y nadie negará que su Tenorio constituye el fantasma de más luz que en el curso del siglo XIX han producido las letras de España.
«Nihil innovatur, nisi quod traditum est», dice un viejo apotegma, que viene a expresar la misma idea que Menéndez Pelayo. Sólo se renueva lo que de la tradición hemos recibido. Se consumen en vano los talentos cuando buscan por los espacios vacíos la originalidad. El hombre no crea de la nada. Es necesario, ya lo he dicho, que volvamos los ojos a la obra del mundo para depurar las categorías y perfeccionar las técnicas de nuestro arte. Pero ello ha de ser para emplazarnos de nuevo a la corriente de nuestra tradición, porque en ella nos esperan, como en una caja de resonancia, las voces de los muertos y la mejor inteligencia de lo que dicen nuestros contemporáneos, para animarnos a la obra. Y en la tradición es todo escuela, lo mismo el acierto que el error, el éxito que el fracaso, porque ella ha creado en torno nuestro lo mismo lo que tenemos y gozamos, que lo que no tenemos y habemos menester.