Alfonso Junco
Diez sorpresas inquisitoriales
Invito al lector, cualquiera que sea su credo, a que abomine de la credulidad. Invito al lector, cualquiera que sea la configuración de su cabeza, a que no se deje tomar el pelo.
Tomadura de pelo y efervescencia de la credulidad son los cincuenta mil horrores, paparruchas, declamaciones y devaneos que a propósito de la Inquisición corren y medran y pululan en papeles ruidosos, en discursos volcánicos, en novelones y películas donde malignamente se desboca la fantasía truculenta.
Y precisa marcarlo, subrayarlo, recalcarlo muy bien.
No es asunto de religión, sino de historia. No materia de fe, sino de cultura. No cuestión de opiniones, sino de hechos.
Juzgue cada cual a la Inquisición como mejor le plazca. Pero júzguela por lo que era, no por lo que no era; por lo que hacía, no por lo que no hacía. Trate primero de enterarse, de situar, de entender.
Esto es pedir un mínimo de cordura. Y obtener un máximo de sorpresas.
He aquí algunas.
He aquí, por lo que mira a la Inquisición española, [52] que es la que más negra ponen y la que tuvo existencia en el Méjico colonial, unas cuantas verdades rudimentarias y humildísimas, que acaso para muchos tengan aire de escandalosas sorpresas.
1
¿Usted cree que la Inquisición obligaba a las gentes a hacerse católicas?
Es como si usted creyera que Méjico obliga a los extranjeros a hacerse mejicanos.
Méjico sólo obliga al mejicano a que no sea traidor a la patria. Y gravísimamente castiga –como todas las naciones y con aplauso unánime– ese delito.
Así la Inquisición –tribunal con jueces eclesiásticos y sanciones civiles–, obligaba al católico a no ser traidor a su religión. En ella veían el nervio y la médula de la patria. Todo el mundo estaba entonces de acuerdo en que se castigara la traición a la religión como un terrible delito. A nadie le extrañaba tal proceder y todos lo aplaudían.
Pudiera ser que, dentro de algunos siglos, en algún mundo internacional o supranacional, pareciese monstruoso castigar como crimen la traición a la patria. Pero sería poco inteligente el hombre de entonces que tuviera por monstruos a los de ahora que –de acuerdo con la totalidad de sus contemporáneos– castigan esa traición.
Y así es poco inteligente el hombre de ahora que tiene por monstruos a los de antaño que –en armonía con el sentir de la unanimidad de sus coetáneos– castigaban la traición a la religión. [53]
2
¿Cree usted que la Inquisición oprimía la conciencia de los judíos y los moros?
Pues cree usted confusamente.
El judío fiel a su religión judía, el moro fiel a su religión mahometana, eran absolutamente respetados y tenían libertad legal no sólo para practicar su religión, sino para transmitirla a sus hijos.
Pero el judío que fingidamente se había convertido al catolicismo y luego «judaizaba», sí era castigado. El moro que falazmente entraba al gremio católico y proseguía en su mahometismo, sí era punido.
Con éstos, únicamente con éstos –y no con los judíos y los moros siempre fieles a su credo–, era con los que se las había el Santo Oficio.
Aquí, como con los católicos de origen, manifiéstase el mismo criterio de vedar y reprimir lo que se estimaba deslealtad, infidelidad, traición.
3
¿Eran horribles los tormentos inquisitoriales?
Sí, eran horribles. Pero muchísimo menos horribles que los usados por todos los demás tribunales de su tiempo.
Lo notable de la Inquisición no era la crueldad, sino la relativa templanza de sus procedimientos. Contra el prejuicio común, decir «tormentos inquisitoriales» no es ponderación, sino reducción; no es aumentativo, sino diminutivo. [54]
Cuando absolutamente en todos los países del mundo y en todos los tribunales conocidos se empleaba la tortura –no como castigo, sino como recurso extremo de averiguación–, el tribunal del Santo Oficio la empleaba también. Pero la empleaba con una moderación y parsimonia entonces inusitadas.
No se prodigaba la tortura; innumerables procesados no la conocían. Únicamente se aplicaba –previo especial dictamen de los jueces– al reo que, estando convicto de su culpa, manteníase obstinado en no confesarla.
Y aplicábase, no por saña, sino por ley; con todos los testigos y formalidades establecidos; con minuciosa anotación escrita de los detalles del acto; limitando el tormento a la mira de obtener la confesión; proporcionándolo a la resistencia del reo; atendiendo y curando a éste después.
En esto, como en las cárceles, el trato y todo el régimen penitenciario, el Santo Oficio abrió rutas de moderación y humanidad. Nada, por supuesto, de emparedamientos y demás fábulas para bobalicones. «La Inquisición de España casi era benigna y filantrópica, comparada con lo que en aquella edad durísima hacían tribunales y gobiernos y pueblos», escribe D. Juan Valera. (Discursos académicos. Respuesta a Núñez de Arce).
¿Qué hay que decir, en suma? Que cuando la tortura era práctica universal, la Inquisición la usó con más moderación que nadie. Y que la Inquisición fue el primer tribunal del mundo que abolió de hecho la tortura.
La cual todavía ahora –y ya ha corrido agua desde entonces– tiene existencia legal en algunas regiones de Estados Unidos, y aplicación extralegal en otras partes del mundo.
Los inquisidores que decretaban o presenciaban la tortura no eran almas de hielo y de tiniebla, sino funcionarios [55] que cumplían un penoso deber; como actualmente el oficial que dirige una legítima ejecución y los soldados que disparan, pueden y suelen ser honrados padres de familia que llevan caramelos a sus chicos.
4
¿Usted se imagina que la Inquisición era odiada por el pueblo?
Exactamente al revés.
Era querida con entusiasmo. Interpretaba y defendía el sentir unánime. Constituía una auténtica encarnación democrática. Era avasalladoramente popular.
Verdad de tanta evidencia, que la confiesan y proclaman protestantes como Ticknor y Prescott, o heterodoxos como Revilla y Unamuno.
5
¿Usted cree que Torquemada era algún fenómeno de maldad? ¿Hasta el nombre le suena terrorífico, mixtura de torcer y quemar, evocación de potros y de hogueras?
Pues fray Tomás de Torquemada era un rectísimo varón y un religioso intachable, ejemplar confesor de una reina ejemplar: Isabel la Católica.
A él, primer inquisidor, y a sus sucesores en toda una centuria tenía el incorruptible e inexorable Mariana por personas «muy enteras y muy santas», y al tribunal estimábalo ventura, don del cielo y salvación para su patria. (Historia de España, libro 24, cap. 17.)
Como Mariana pensaban todos los contemporáneos [56] eximios: Zurita, Teresa de Jesús, fray Luis de Granada… Y entre nosotros fray Juan de Zumárraga, fray Ángel de Valencia y otros apostólicos franciscanos.
¿No es cosa de ponerse a recapacitar si andaremos mal informados y poco comprensivos, al juzgar de lejos negror y crimen lo que aquellos hombres integérrimos, de cerca y con pleno conocimiento de causa, juzgaban claridad y bendición?
6
¿Usted sabe que la Inquisición empezaba siempre sus actividades con un «edicto de gracia» –que luego repetía de tiempo en tiempo–, invitando a los que se estimaran culpados a presentarse a «reconciliación», y perdonando a quienes lo hacían?
¿Sabe usted que fue justamente Torquemada quien fundó la costumbre que perduró invariable?
He aquí algunas frases de su edicto de gracia expedido en Santa Fe, cerca de Granada, el 8 de febrero de 1492:
«E porque nuestra voluntad siempre fue y es de cobrar las ánimas de los semejantes que por este pecado (herejía) han estado y están perdidas y apartadas de nuestra santa fe católica… y por usar con los tales de misericordia y no de rigor, por la presente damos seguro… para que puedan venir y vengan libre y seguramente ante nos…; certificándoles que si vinieren los recibiremos a reconciliación secreta de sus crímenes y delitos, muy benigna y misericordiosamente, imponiéndoles penitencias tales que sean saludables para sus ánimas, usando con ellos de toda piedad cuanto en nos fuere y pudiéremos, no obstante cualesquiera procesos que contra ellos sean fechos y condenaciones que se hayan seguido…» [57] (Llorente: Historia de la Inquisición. Apéndice).
No parece éste el lóbrego Torquemada ni ésta la tenebrosa Inquisición que danzan en inconsultas fantasías. No se percibe aquí propósito de furor, sino de benignidad. No ansia de prodigar castigos, sino de ahorrarlos.
7
¿Piensa usted que la Inquisición era un arma dominadora y opresiva de «los curas» sobre los demás?
Deseche el mal pensamiento. «Los curas» andan entre los que más sufrieron con la Inquisición.
Porque ocupándose ellos, como ella, en cuestiones teológicas y doctrinales, el encuentro era natural y frecuentísimo. Y así al cardenal de Toledo y primado de España, así a fray Luis de León y a otros innumerables, siguióseles proceso en el Santo Oficio. Y estaban ellos perfectamente de acuerdo en que se les siguiese, aunque pudiesen no estarlo en el giro que, tal cual vez, tomase el asunto; como nosotros ahora estamos de acuerdo en que rija un Reglamento de tránsito y haya sanción a los infractores, aunque podamos discutir si en tal caso particular procede o no que se nos cobre multa. Y cerrando la comparanza: más ocasión de «choques» con el Reglamento tiene el que dirige automóvil que el modesto peatón, como más ocasión de «choques» con el Santo Oficio tenían los eclesiásticos dirigentes que los simples seglares.
Esto en lo intelectual. Y en lo moral, sobre el mundo eclesiástico pesó reciamente la Inquisición, castigando a malos sacerdotes que abusaban de su ministerio, a religiosos que faltasen a sus votos y deberes, a monjas fingidoras de raptos [58] y visiones y milagros, a beatos y beatas que entendieran en cualquier linaje de «piadosa» superchería. Todo hombre recto y enemigo de embustes y supersticiones, aplaudirá en el Santo Oficio esta labor ingente y benemérita de salubridad.
Nada de engreimiento y delicia para «los curas» en la Inquisición. No hay peor cuña que la del propio palo.
8
¿Se imagina usted que la Inquisición ahogaba el pensamiento?
Pues da la casualidad de que los siglos dieciséis y diecisiete, edad de oro de la Inquisición, fueron la edad de oro de las letras hispanas.
¿Cuándo se ha pensado y escrito con más ímpetu, personalidad y valentía que en la España de Vives y de Soto, de Suárez y Vitoria? ¿Pueden darse censores más amargos y crudos que un Bartolomé de las Casas o un Juan de Mariana? ¿Cuál vena satírica más desgarrada, irreverente y libre que la de Mateo Alemán o la de Francisco de Quevedo? ¿Dónde el océano de vida y totalidad humana que hierve en el Quijote de Cervantes o en el teatro de Lope de Vega?
Por hondo arranque y convicción, todos aquellos hombres eran espontáneamente católicos. Escribir en católico no significaba para ellos limitación, sino plenitud.
9
¿Usted sabe que en Méjico los indios estaban expresamente exentos de la jurisdicción del Santo Oficio, y que –salvo algún caso de excepción, al principio, que por cierto [59] le atrajo severísimo extrañamiento al gran obispo Zumárraga– nada tuvieron ellos que sentir por las actividades inquisitoriales?
Pues así fue, de acuerdo con mandatos de Carlos V y de Felipe II, que rigieron entonces la realidad y que esmaltan ahora la Recopilación de Leyes de Indias. (Libro primero, título 18, ley 17; libro sexto, título I, ley 35).
Y al decretarse el establecimiento solemne del Santo Oficio en Méjico, D. Diego de Espinosa, inquisidor general y presidente del Consejo de Su Majestad, daba a los inquisidores de acá particulares instrucciones –fechadas en Madrid el 18 de agosto de 1570–, y la número 35 rezaba así:
«Item, se os advierte que por virtud de nuestros poderes no habéis de proceder contra los indios del dicho vuestro distrito, porque por ahora, hasta que otra cosa se os ordene, es nuestra voluntad que sólo uséis de ellos contra los cristianos viejos y sus descendientes y las otras personas contra quien en estos reinos de España se suele proceder; y en los casos de que conociereis iréis con toda templanza y suavidad y con mucha consideración, porque así conviene que se haga, de manera que la Inquisición sea muy temida y respetada y no se dé ocasión para que con razón se le pueda tener odio.» (Documentos, Jenaro García).
Donde se pone de resalto el fuerte propósito de moderación y rectitud, y explícitamente se confirma la exención para los indígenas, que sin mudanza fue practicada hasta el fin, y que conocen y declaran todos los que han querido enterarse, incluso –a pesar de sus prevenciones– D. Vicente Riva Palacio: «Los indios estaban fuera del poder y de la jurisdicción del Santo Oficio.» (Méjico a través de los siglos, tomo II, página 428).
De suerte que si en la Inquisición quiere verse crueldad, no alcanzó para nada a los indígenas. Los indianistas [60] pueden estar de plácemes y agradecer al Santo Oficio su dulce y respetuosa inhibición.
10
¿Supone usted que la Inquisición costó un diluvio de sangre y un torrente de vidas?
¿Cuántos muertos calcula usted que ocasionó la Inquisición en Méjico –no ejecutados por el poder eclesiástico, sino exclusivamente por el poder civil y de acuerdo con las leyes civiles–, durante el larguísimo correr de tres siglos y sobre un inmenso territorio que duplicaba el actual?
¿Le pondremos cien mil?… ¿Cincuenta mil?… ¿Diez mil?…
Decepciónese usted: cuarenta y tres personas. (Cómputo de Cuevas, Historia de la Iglesia en Méjico, que modifica ligeramente el de Icazbalceta: 41, y el reproducido por González Obregón en Méjico viejo: 51).
En tres siglos, cuarenta y tres personas.
Es decir: en trescientos años lo que ahora se despacha en un día cualquier Gobierno para reprimir cualquier conato de rebelión.
¡Una verdadera pifia inquisitorial!