Alfonso Junco
Lope, ecuménico
«Y vuelve de su vejez…»
Erudito y andariego, libresco y mundano, ardido en amores bravos y febriles, como cuartanas de león, enredado en procesos y destierros, soldado en la Invencible Armada, agente en deplorables tercerías, casado y viudo dos veces, padre de blandísima ternura, sacerdote en los veinte años postreros de sus setenta y tres, Lope de Vega todo lo supo y todo lo vivió.
Torrencial, tornadizo, impresionable, despilfarrado, niño eterno, siempre culpado y siempre arrepentido, sincerísimo en medio de las más crudas incongruencias, perpetuo enamorado a lo divino o a lo humano, su nombre es torbellino.
La vida y la obra corren en vehemente paralelismo. Ecuménico como hombre y como artista, Lope no es individuo, es muchedumbre; no es un autor, es una literatura.
Y vuelve de su vejez
a salir mozo otra vez.
Lo que él dijo del ave fénix, hay ave decir del Fénix de Ingenios. Tres siglos nos separan de su tránsito (27 de agosto de 1635), [55] y al ir de nuevo a Lope le encontramos en plena lozanía.
Nos internamos por el tumulto de su selva exorbitante, y excediendo con creces la hojarasca y la maleza, he aguí la encina joven, la flor recién nacida, el césped tierno, el rocío de hoy.
Este giro mental parece nuestro; hay matices actuales en esta voz; este acento emotivo nos traspasa; este verso diríase de ahora; este fuerte sentido social tiene clamores contemporáneos…
Y vuelve de su veiez
a salir mozo otra vez.
Modernidad que es, en suma, perennidad. Lo eterno humano y lo eterno artístico.
Vayan, a breves saltos, algunos de nuestros personales atisbos e impresiones al entrar en la selva de Lope.
Lo oscuro y lo claro
Más natural que la naturaleza, vierte en su poesía Lope de Vega el chorro entero y borbollante de la vida: allá va todo, lo turbio y lo diáfano, lo trivial y lo egregio.
¿Cómo, si no, podría echar este diluvio fabuloso de versos y comedias? ¿Qué espacio tendría para madurar, seleccionar, bruñir, si apenas parece que bastara el tiempo todo que vivió para la tarea material de escribir febrilmente?
Algo hay en ello de verdad, y esa es quizá la clave de que Lope no ofrezca obra que, solitaria y de por sí, constituya valor universal, redondo y sumo.
Pero no exageremos. El arte es, por esencia, elección y depuración; el arte, aun para el inspirado, es ruda brega. [56] El primer verso nos lo dan los dioses; los demás hay que hacerlos, declara hoy Paul Valéry. Y ayer Lope de Vega, el precipitado y diluvial, el que en horas veinticuatro traslada comedias de las musas al teatro, es precisamente quien nos habla de su propio afanar y sudar
porque dejen la pluma y el castigo,
oscuro el borrador y el verso claro.
Y ensombrecidos de tachaduras vemos los borradores que de él nos quedan. ¿Facilidad? Muy bien: difícil facilidad. Hay que dejar «oscuro el borrador» para alcanzar la claridad perenne.
El humorista
¿Se ha estudiado bastante el humorismo de Lope?
Salta y retoza a cada coyuntura en su teatro, se explaya a su sabor en La Gatomaquia, hormiguea en mil recodos de sus rimas. Tiene un aire de salud, de frescura y de libertad que ensancha y orea el ánimo. Cabria hacer sobre él una encantadora monografía.
He aquí, sacado al azar entre lo menos frecuentado, un soneto en que nos cuenta cómo «desea afratelarse y no le admiten»:
Muérome por llamar Juanilla a Juana,
que son de tierno amor afectos vivos;
y la cruel, con ojos fugitivos,
hace papel de yegua galiciana.
Pues, Juana: agora que eres flor temprana
admite los requiebros primitivos,
porque no vienen bien diminutivos
después que una persona se avellana. [57]
Para advertir tu condición extraña,
más de alguna Juanaza de la villa
del engaño en que estás te desengaña.
Créeme, Juana, y llámate Juanilla:
mira que la mejor parte de España,
pudiendo Casta, se llamó Castilla.
A mí me parece delicioso de finura, de lozanía y de intención. No hay la sal gruesa, no hay el chiste recargado y explicado, tan frecuentes en Quevedo, los novelistas picarescos y otros satíricos de entonces. Sin que ande exento de reparos semejantes, el humorismo de Lope suele ser de sutil calidad, y constituye acaso una de sus venas más salubres y ricas.
Democracia y aristocracia
Lope es el pueblo. Convive con él, lo ama, lo siente, lo copia y vuelca en arte.
Sus doctas disciplinas –y es muy alto y muy católico ejemplo–, no estorban, sino aguijan y fecundan, esta fusión.
Lo humilde y tradicional, lo arraigado en la entraña de la gleba, lo pegado a la vida cotidiana y bullente, lo que suena en el río de los romances viejos y vuela en las alas de los cantos populares, vibra en Lope de Vega con poderosa plenitud.
¿El vulgo es necio, y pues lo paga, es justo
hablarle en necio para darle gusto? [58]
¡No! Lope, tímido o complaciente, o acaso socarrón ante la crítica solemne y el magisterio ancestral, demerita lo genuinamente suyo…, pero sigue creándolo. Y esto que, con olvido de las clásicas normas, le brinca del alma; esto que, con escándalo de «las tres unidades» dramáticas, lleva el soplo directo de la vida, es lo supremo en él. Cuando se acuerda de «los modelos» y escribe poemones como La hermosura de Angélica, imitando al Ariosto, o La Jerusalén conquistada, emulando al Tasso, será tibio y mediocre. Cuando escucha el grito original de su genio, será incendiario y creador. ¡La historia de siempre!
Mas esta fuerza popular y democrática no matará la aristocracia del arte. Con recíproco exceso controversial, Lope de Vega agobiará de zumbas y donaires los encrespamientos culteranos y las tinieblas gongorinas; Góngora se erguirá despectivo contra esta Vega, «con razón vega, por lo siempre llana». Pero… también la guerra es contacto. También la guerra engendra afinidades e influjos. (¿No acá, entre nosotros, se casa Bazaine con mejicana? ¿No se satura de aire francés la época señoreada por D. Porfirio, el ex combatiente de los franceses?) Lope absorberá lo que anda en la atmósfera del combate, y nos dará refinamientos cultistas, joyeles y preseas de vislumbre gongórica. Todo sumado a su propio saber y a su innata pasión por el concepto.
La dulzura de Lope
Tengo –dice el Fénix en la dedicatoria de El verdadero amante– «pobre casa, igual cama y mesa, y un huertecillo cuyas flores me divierten cuidados y me dan conceptos».
¡Qué delicadamente sugeridor este decir: [59] «un huertecillo cuyas flores me divierten cuidados y me dan conceptos!" ¡Cómo nos abre todo un mundo interior del hombre y del poeta! ¡Cómo nos habla de la suave misión sosegadora e inspiradora que en él cumplieron las flores! ¡Cómo nos introduce en la dulzura de Lope!
La dulzura de Lope es todo un orbe. Y nos despierta el empolvado recuerdo de aquellos otros sabios de sus días, «felices entre sus libros y sus flores», como los halla y los evoca el hispanista Bell.
Suele verse de hierro a la España del Siglo de Oro. Hierro de espadas y armaduras, de conquistas y guerras, de austeridades y rigores, de asperezas y bravuras. Verdad es. Pero verdad exagerada hasta el error, insuflada y aislada hasta la caricatura. ¿Cómo olvidar, frente al enjuto y espectral ascetismo del Greco, la luminosidad serenísima de Murillo? ¿Cómo no percibir, junto a la risa abrupta y semimacabra de Quevedo, la sonrisa humanísima y generosa de Cervantes?
No es simple, sino compleja, aquella España; no unilateral, sino total. Los extremos se tocan, y es guerrero el blandísimo Garcilaso: ¡gran símbolo!
Hay que hacer –y sería gozo de todos y sorpresa de muchos– una suave y gustosa antología de la dulzura española. Flores, aves, niños, juegos, cosas ledas y cándidas, delicadezas de la intimidad, sonrisas de la naturaleza y del vivir discurrirían en torneo apacible. Una frase, una referencia, un ejemplo, espigados en Juan de Ávila, en Alonso de Cabrera, en Antonio de Guevara, en José de Sigüenza, en tantos y tantos célebres o ignorados escritores –o célebres e ignorados a la vez–, nos asomarían al escondido remanso. Y no sería fácil que en otros climas se hallase superación a la encendida y entrañable ternura de Fray Luis de Granada. Ni a la euritmia sideral del maestro León. Ni a la llana y sabrosa jovialidad de Teresa. Ni a la finura inexpresable de San Juan de la Cruz… [60]
Con Lope quedémonos ahora.
Y oigámosle en Los pastores de Belén –Arcadia a lo divino– derretirse en requiebros y mimos y ternuras para el Recién Nacido:
No lloréis, mis ojos.
Niño Dios, callad,
que si llora el Cielo,
¿quién podrá cantar?
Lope, niño eterno, juega y llora y se hechiza con el eterno Niño. Siente y vive el poeta, con espontaneidad madrugadora, la infancia espiritual que en nuestros días trae fragancias del cielo en las rosas de Teresita de Lisieux.
Zagalejo de perlas.
Hijo del Alba:
¿dónde vais, que hace frió,
tan de mañana?
Como sois lucero
del alma mía,
a traer el día
nacéis primero.
¡Pastor y cordero
sin choza y lana!
¿Dónde vais, que hace frío,
tan de mañana?
… Que tenéis que hacer,
Pastorcico santo,
madrugando tanto,
lo dais a entender; [61]
aunque vais a ver,
disfrazado, el alma,
¿dónde vais, que hace frío,
tan de mañana?
¡Dulzura que trasciende toda palabra! ¡Hondura con engaño de levedad!
Salta y retoza el infantil poeta, y el alma le repica de alborozo, y pide a las campanitas de Belén que toquen el Alba, que es María, de donde nace el Sol, que es Cristo:
Campanitas de Belén,
tocad al Alba, que sale
vertiendo divino aljófar
sobre el Sol que della nace;
que los ángeles tocan,
tocan y tañen…
…En Belén tocan al Alba
casi al primer arrebol,
porque della sale el Sol
que de la noche nos salva.
Si las aves hacen salva
al alba del sol que ven,
¡campanitas de Belén,
tocad al Alba!
…Este Sol se hiela y arde
de amor y frió en su oriente,
para que la humana gente
al cielo sereno aguarde; [62]
y aunque dicen que una tarde
se pondrá en Jerusalén,
¡campanitas de Belén,
tocad al Alba!…
¡Cómo nos arrebata el luminoso vuelo de esta música mañanera, y qué indecible toque de melancolía fugitiva entre la gloria de las campanas que saludan al Sol… «aunque dicen que una tarde se pondrá en Jerusalén»! Pero la sombra pasa apenas y huye ante el triunfo matinal: «¡Campanitas de Belén, tocad al Alba!»
Y con María, la celeste Zagala, tiene Lope divinos discreteos:
¿Dónde vais, Zagala,
sola en el monte?
Mas quien lleva el Sol,
no teme la noche…
…¿Qué haréis si el día
se va al ocaso,
y en el monte acaso
la noche os coge?
Mas quien lleva el Sol
no teme la noche.
Pero en Lope la dulzura no sólo es canto. Es vida.
Penetremos de puntillas en su morada. Se ha casado el poeta, en segundas nupcias, con doña Juana de Guardo; tiene de ella un hijito, Carlos Félix, que es su embeleso. Se recoge al hogar; deja fuera las tempestades del mal amor; en casa estudia, escribe, se empapa en la efusión de la paz. He aquí el delicioso cuadro intimista: [63]
Y, en efecto, pasaron las fortunas
de tanto mar de amor, y vi mi estado
tan libre de sus iras importunas,
cuando amorosa amaneció a mi lado
la honesta cara de mi dulce esposa,
sin tener de la puerta algún cuidado;
Cuando Carlillos, de azucena y rosa
vestido el rostro, el alma me traía,
contando por donaire alguna cosa.
Con este sol y aurora me vestía:
retozaba el muchacho como en prado
cordero tierno al prólogo del día.
Cualquiera desatino mal formado
de aquella media legua era sentencia,
y el niño a besos de los dos traslado…
…Y contento de ver tales mañanas
después de tantas noches tan oscuras,
lloré tal vez mis esperanzas vanas…
…Ibame desde allí con el cuidado
de alguna línea más, donde escribía,
después de haber dos libros consultado.
Llamábanme a comer; tal vez decía
que me dejasen, con algún despecho:
así el estudio vence, así porfía.
Pero de flores y de perlas hecho
entraba Carlos a llamarme, y daba
luz a mis ojos, brazos a mi pecho.
Tal vez que de la mano me llevaba,
me tiraba del alma, y a la mesa
al lado de su madre me sentaba. [64]
Trivial, humilde, cotidiana dulzura. ¿Habrá que traer a ponderación la verdad de esta poesía y la poesía de esta verdad? ¿Habrá que destacar versos tan lindos como aquellos del matinal retozo del chiquillo «como en prado cordero tierno al prólogo del día»?
¿Y habrá que encarecer la desolación del padre cuando su corderillo muere a los siete años, y la autenticidad del grito cristiano de Lope cuando inmola en las aras de Dios su corazón, que era Carlos?
Este de mis entrañas dulce fruto,
con vuestra bendición, ¡oh Rey eterno!,
ofrezco humildemente a vuestras aras…
…Diréis, Señor, que en daros lo que es vuestro
ninguna cosa os doy, y que querría
hacer virtud necesidad tan fuerte;
y que no es lo que siento lo que muestro,
pues anima su cuerpo el alma mía,
y se divide entre los dos la muerte.
Con la muerte en el alma, y hablando con el hijo que se fue, nos desvela el poeta intimidades exquisitas:
Yo para vos los pajarillos nuevos,
diversos en el canto y las colores,
encerraba, gozoso de alegraros;
yo plantaba los fértiles renuevos
de los árboles verdes; yo las flores
en quien mejor pudiera contemplaros…
¡Poesía y verdad! No sólo fue cosa cantada: cosa vivida fue la dulzura de Lope. [65]
El mal amor
Hombre de amor fue Lope: de buen amor y de mal amor.
Sus descarríos sembraban estrepitoso rumor de escándalo: «Ya estos delitos míos –dice al Duque de Sessa– corren con mi nombre; gracias a mi fortuna, que no me han hallado otra pasión viciosa fuera del natural amor, en que yo, como los ruiseñores, tengo más voz que carne.»
He aquí a Lope en autorretrato magistral: carne y voz; pero, como los ruiseñores, «más voz que carne»; más espiritualidad que sensualidad; más efusión poética que materia prosaica; más publicidad lírica que realidad tangible.
En ello insiste al desahogarse epistolarmente con la peruana poetisa Amarilis, y al paso da un rasguño a los poetas caliginosos e insondables con quienes siempre pleiteó:
Quien piensa que yo amé cuanto miraba,
vanamente juzgó por el oído:
engaño que aun apenas hoy se acaba.
Los dulces versos tiernamente han sido
piadosa culpa en los primeros años.
¡Ay, sí los viera yo cubrir de olvido!
Bien hayan los poetas que en extraños
círculos enigmáticos escriben,
pues por ocultos no padecen daños.
Total: más el ruido que las nueces. Hubo, incuestionablemente, nueces; pero, incuestionablemente, produjeron desmesurado ruido. ¿Por qué? Por la exorbitante popularidad de Lope; porque España entera lo conocía y sabía sus más leves movimientos; porque, quisiéralo o no, vivía en casa de cristal. Y porque él, atolondrado y difusivo, [66] echaba al aire en cantos sus amores, como un ruiseñor irresponsable. Y así, lo que en la mayoría de las gentes es privada flaqueza conocida de pocos, en él era público espectáculo, comidilla universal, pasto a la sátira de sus émulos.
Yerran toda la psicología de Lope quienes le gradúan de Don Juan: no tiene de él ni la fría petulancia conquistadora, ni el frívolo mariposeo profesional. Lope es todo pasión auténtica en sus amores.
Hombre de extraordinaria simpatía e irradiación, temperamento sensitivo y volcánico hasta la hiperestesia, es, ante el dulce sexo opuesto, a la vez atraído y atrayente, avasallado y avasallador. Y al acometerle sus calenturas, son simultánea exaltación de la fantasía y de los sentidos, fiebre de todas sus potencias altas y bajas, fieras cuartanas de león, como él las nombra, que le sojuzgan toda el alma y todo el cuerpo.
Juguete de su triste fragilidad, resulta sincerísimo en cada instante, aunque el instante de hoy contradiga el de ayer. Pero puntualicemos: la volubilidad no es tan aguda como acaso se piense. Aparte de sus dos legítimas esposas, y a lo largo de un vehementísimo vivir de setenta y tres años, sólo se le conoce –y se le conoce todo– media docena de nombres de mujer. Siete vástagos tiene en Micaela de Lujan. Con Marta de Nevares persiste, dolorosamente, más de tres lustros. No hay bajuno donjuanismo.
Y esto no entraña disculpa de lo indisculpable, sino propósito de entendimiento, de exactitud y de penetración psicológica.
Muerto su hijito Carlos Félix y a poco la madre, deshecho el hogar en que Lope gustó la miel de la paz y del casto amor, traspuesto el medio siglo de su edad, creyó nuestro poeta llegada la hora de la serenidad purificante. Y en 1614 –paso sincero, pero paso en falso– se hizo sacerdote. [67]
El ánimo dispuse al sacerdocio,
porque este asilo me defienda y guarde…
Dejé las galas que seglar vestía.
Ordéneme, Amarilis: que importaba
el ordenarme, a la desorden mía.
Le ordenó el Obispo de Troya, «y sería de ver –comenta Lope, sonriente– cuan a propósito ha sido el titulo, pues sólo por Troya podía ordenarse hombre de tantos incendios».
El confesor de Lope niégale la absolución si persiste en la tarea de secretario y corrector de estilo de las cartas galantes del Duque de Sessa: «Suplico a Vuestra Excelencia –le escribe entonces el penitente– tome este trabajo por cuenta suya, para que yo no llegue al altar con este escrúpulo, ni tenga cada día que pleitear con los censores de mis culpas.» El tarambana del Duque no quiere prescindir. Impertinente, insiste y apremia. Y Lope, a pesar de sus viejos vínculos y de su gran amor y obligación al de Sessa, se mantiene firme: «Estos no son escrúpulos, sino pecados para no hallar la gracia de Dios, que es lo que yo agora más deseo.»
Con qué limpia lealtad abrazó el sacerdocio, con qué buen ánimo de enmienda y superación, nos lo dice más fuertemente aún esta confidencia que hace al Duque, en 1615: «Plegue a Dios, señor, que si después de mi hábito he conocido mujer deshonestamente, que el mismo que tomo en mis indignas manos me quite la vida sin confesión antes que ésta llegue a manos de Vuestra Excelencia.» Un año llevaba entonces, y otro más perseveró todavía en el camino recto. Dos años. Y para Lope, para aquel Lope que en un día disparaba una comedia y en una hora vivía una vida, dos años son dos siglos. Hay que medirlos y pesarlos bien, para ponerlos, justicieramente, al haber de su cuenta pecadora. [68]
Por 1616 sobreviene la caída: llámase Marta de Nevares Santoyo. Pero Lope no se entrega sin lucha, no embota su conciencia, no se echa a dormir en la iniquidad. Trágicamente lo sacude el horror de su crimen y la miseria de su voluntad. «He estado con tantas desesperaciones, que le he pedido a Dios me quitase la vida… Yo estoy perdido, si en mi vida lo estuve, por alma y cuerpo de mujer… Esta noche no he dormido, aunque me he confesado. ¡Mal haya amor que se quiere oponer al cielo!»
¡Gritos punzadores de un hombre bueno que, a su despecho, arrastrado y con la voluntad hecha jirones, obra el mal que no quiere!
La tragedia persigue esta unión sacrílega, de la que nace Antonia Clara en 1617. No tiene Lope hora de paz. Marta queda ciega por 1623, y ya para 1628, ha naufragado su razón, entre alternados acometimientos de furor y de idiotez. Muere, al fin, en 1632. Con ternura la atiende Lope hasta lo último, sin desampararla en tan dilatada desventura, donde no quedan alicientes para inferiores complacencias.
Aquélla que gallarda se prendía
y de tan ricas galas se preciaba,
que a la aurora de espejo le servía
y en la luz de sus ojos se tocaba,
furiosa los vestidos deshacía,
y otras veces estúpida imitaba
–el cuerpo en hielo, en éxtasis la mente–
un bello mármol de escultor valiente…
…Sólo la escucho yo, sólo la adoro,
y de lo que padece me enamoro. [69]
«De lo que padece me enamoro.» He aquí el metal de su afecto. ¿Hasta dónde fue limpio en esos años amargos? De entonación platónica parecen los versos en que lo canta Lope:
Amor con tan honesto pensamiento
arde en mi pecho y con tan dulce pena,
que haciendo grave honor de la cadena,
para cantar me sirve de instrumento.
No al fuego humano, al celestial acento
en alabanza de Amarilis suena…
Pero, de todas suertes, abominable era la culpa inicial, afrentoso el largo escándalo. Y, para cerrar el ciclo macabro de este episodio, la hija Antonia Clara, seducida, se fuga en 1634. ¡Con qué igual y qué cara moneda paga el mísero viejo, ya al filo de la tumba, sus hazañas! ¡Cómo aquí se objetiva, con áspera verdad, aquel proloquio anunciador de que en el pecado va la penitencia!
El buen amor
Pero quien tanto y tan diabólicamente amó a lo humano, supo también amar, con ardorosa voracidad, a lo divino. Como otro pobre hombre lacerado y otro inmenso poeta, Paul Verlaine –con quien, remoto en tantas cosas, presenta insólito paralelismo, que en otra ocasión explayaremos–, de su miseria levantábase a Dios y hablábale con voces desgarradas e inmortales.
¡Vida de toda mi vida!
¡No de toda, que fue loca:
pero vida de esta poca
a vos, tan tarde, ofrecida! [70]
Voluntad hecha trizas, pero anhelo hecho llamas, el pobre Lope, como el Panore Lelian, encárase con Dios y le interroga y lo apostrofa en enamorada exaltación, con un grito directo y desnudo, que nada sabe ni quiere saber de literaturas:
Bendigo vuestra piedad,
pues me llamáis a que os quiera
como si de mí tuviera
vuestro amor necesidad…
…¿Para qué puedo importaros
si soy lo que Vos sabéis?
¿Qué necesidad tenéis?
¿Qué cielo tengo que daros?
¿Qué gloria buscáis aquí?
Que sin vos, mi bien eterno,
todo parezco un infierno:
¡mirad cómo entráis en mí!
Pero, ¿quién puede igualar
a vuestro divino amor?
Como vos amáis, Señor,
¿qué serafín puede amar?
¡Yo os amo. Dios soberano,
no como vos merecéis,
pero cuanto vos sabéis
que cabe en sentido humano!…
…Toda el alma, de vos llena,
me saca de mí, Señor.
Dejadme llorar de amor,
como otras veces de pena.
En otros momentos, el arte y el concepto suavizan y decoran y enflorecen, sin robarle frescura, la efusión: [71]
Hoy, para rondar la puerta
de vuestro santo costado,
Señor, un alma ha llegado,
de amores de un Muerto muerta.
Asomad el corazón,
Cristo, a esa dulce ventana:
oiréis de mi voz humana
una divina canción…
…Muerto estáis: por eso os pido
el corazón descubierto,
para perdonar despierto,
para castigar dormido.
Si decís que está velando
cuando vos estáis durmiendo,
¿quién duda que estáis oyendo
a quien os canta llorando?
Y aunque él se duerma, Señor,
el amor vive despierto:
que no es el amor el muerto,
¡vos sois el Muerto de amor!
Y cuando el sacerdote Lope de Vega, arrepentido y purificado, allégase al altar y toma a Dios en sus manos para ofrecer el sacrificio augusto, prorrumpe en el gemido más dulce y desgarrante que haya podido salir de humano corazón:
Cuando en mis manos, Rey eterno, os miro
y la cándida Víctima levanto,
de mi atrevida indignidad me espanto
y la piedad de vuestro pecho admiro. [72]
Tal vez el alma con temor retiro,
tal vez la doy al amoroso llanto:
que, arrepentido de ofenderos tanto,
con ansias temo y con amor suspiro.
Volved los ojos a mirarme humanos,
que por las sendas de mi error siniestras
me despeñaron pensamientos vanos.
¡No sean tantas las miserias nuestras,
que a quien os tuvo en sus indignas manos
vos le dejéis de las divinas vuestras!
Yo no tengo palabra para decir cómo el final terceto me transporta en un vuelo melódico a no sé qué región, luminosa de lágrimas, donde el cielo y la tierra se funden y se besan.
Lope de Vega, alma de niño, siéntese sin derecho a la alegre e infantil devoción cuando el remordimiento de sus culpas le ensombrece y viriliza:
Cuando niño, os contemplaba
Niño en brazos de María,
y en su divina alegría
tiernamente me alegraba.
Mas hombre, y hombre tan malo
que no hacéis ley que no quiebre,
ya no os busco en el pesebre,
sino clavado en un palo.
Todo amor en Lope: idílico amor por el Dios Niño que gorjea en la cuna; trágico amor por el Dios Hombre que se despedaza en la cruz.
¿Temor? Poco actúa en aquella alma, tan española [73] y tan de entonces. Nada de negra religión por terror. Hay, más bien, un exceso y abuso de confianza en la misericordia divina para la humana flaqueza: sábese Lope tan frágil, pruébase tan mísero a despecho de los buenos propósitos, que fía en que Dios le tendrá compasión. Y en sus tempestades de arrepentimiento –que saben del cilicio y de la sangre– no es el temor al castigo lo que le enloquece: es el desgarramiento de haber ultrajado a quien tanto le ama.
¡Católico, y español, y de su siglo por los cuatro costados!
¿Fe diamantina y laxo vivir? Apresurémonos a precisar que, aparte la apuntada flaqueza, Lope era hombre sin vicio alguno, y de índole saludable y generosa. Además, erraríamos si sacásemos generalizaciones apresuradas. Lope, tan representativo, es a la vez individualidad personalísima. Y al lado suyo y de su enfermiza fragilidad, florecen innúmeros varones de robusta virtud, que saben, en armonía poderosa y espléndida, concordar la doctrina y la vida. Y hay una firme salud moral en infinitos hogares, y en el tono de las costumbres y maneras, una auténtica dignidad, que perciben y apuntan los extranjeros como característica de aquella España.
Por lo demás, reflexionemos cómo la integridad de los principios, a despecho de las flaquezas de la voluntad, constituye un bien máximo. Siempre ha habido, y hubo entonces, y habrá hasta el fin, lacras y porquerías en el mundo. Pero Lope y las gentes de su hora sabían, cuando pecaban, que estaban pecando, y se sentían fuera de la ley. No justificaban su yerro, no lo tremolaban como ideal. Ruina y vergüenza de los tiempos modernos es el conato de llamar bien al mal y mal al bien: que así la inteligencia se subvierte, y se estragan las normas esenciales, y se tapia el camino de la redención. [74]
Lope y España
Pero si el hombre Lope de Vega no es toda España, el creador Lope de Vega sí. En el océano hervoroso de su teatro, suben y bajan, juegan y azotan, rezan y rugen, lloran y cantan todas las olas del sentir y del ser español.
Y esas olas vitales nos gritan con voces no extinguibles la recia libertad de pensamiento y censura, el ímpetu de justicia social, el sentido rotundo de personal dignidad, la fuerza igualitaria y gloriosamente democrática que bullía en aquel siglo.
Allí La vengadora de mujeres, que, intrépida, refuta cuantos prejuicios han existido contra ellas y vindica su capacidad intelectual y su activa injerencia en las realidades sociales. Allí El villano en su rincón, que en su honrado bienestar se siente más rey que el monarca, y no se digna asomarse a verlo cuando éste acierta a pasar por su villa. Allí el pobre aldeano Peribáñez, que, en defensa de su honor de marido, sólo en intención ultrajado, da muerte al poderoso comendador de Ocaña, y obtiene no ya perdón, sino favor y loa de labios del rey. Allí el pueblo de Fuenteovejuna, que, exasperado por las tropelías del déspota que lo rige, y agotados los recursos pacíficos, se amotina y mata al tirano y pasea su cabeza en la punta de una lanza, teniendo luego la justicia real que doblegarse ante la solidaridad heroicamente unánime de los ciudadanos de Fuenteovejuna, y eximirlos de castigo, y con admiración reconocer el desesperado espíritu de justicia que los movió.
Don José María Vigil –prohombre del liberalismo mejicano– se asombra en su Lope de Vega (1904) de que se dejasen llegar al pueblo y servirle de cátedra palpitante y abierta aquellas «producciones que podrían ser calificadas de revolucionarias». Y, ante la evidencia de los hechos, confiesa [75] honradamente que «la verdad es que, en medio del rigorismo dogmático…, quedaba una brecha bastante amplia para que la razón pudiera hacerse escuchar», y asienta esta apreciación excepcionalmente significativa por venir de quien viene: «Ni Molière, ni Beaumarchais, ni Víctor Hugo habrían encontrado en España las dificultades con que tuvieron que luchar en su carrera dramática.»
Es decir, que en la España inquisitorial y monárquica de la centuria decimoséptima, encuéntrase incomparablemente más libertad para el dramaturgo que en la Francia de los siglos XVII, y XVIII, ¡y XIX!
¿Qué hay, entonces, de la famosa opresión? Sencillamente, que necesitamos sacudir rutinas, estudiar con ojos diáfanos, acercarnos a aquella etapa diferentísima de la nuestra y esforzarnos por comprenderla. Y saber que el Santo Oficio, del que Lope de Vega tenía a gala ser y titularse «familiar», no oprimía, sino encarnaba el espontáneo sentir ortodoxo de los españoles todos –para quienes éste era un punto de honor, de lealtad y de defensa patria–, y que ni en lo más tenue les vedaba la libérrima actividad pensadora, reformadora y crítica, con tanto brío y tanto esplendor ejercida por los escritores de aquella edad que mereció llamarse de oro.
«Es de Lope»
Aquí, una vez más, Lope de Vega se identifica con su pueblo. Y es gloria de su pueblo el haberlo glorificado en vida. Por donde va le siguen ojos y exclamaciones. Admiración y simpatía le envuelven en una atmósfera cálida. Sube a categoría de mito popular. Llega a inventarse y difundirse un credo revelador: «Creo en Lope todopoderoso, poeta del cielo y de la tierra.»
Y se hace proverbio el llamar de Lope a lo excelente. [76] Quevedo lo consigna en la aprobación de las Rimas humanas y divinas (1634), y así, en sus Anales de Madrid, lo cuenta sabrosamente León Pinelo:
«Dieron en Madrid, más de veinte años antes que muriese, en decir por adagio a todo lo que querían celebrar o alabar por bueno, que era de Lope; los plateros, los pintores, los mercaderes, hasta las vendedoras de la plaza, por grande encarecimiento, pregonaban fruta de Lope, y un autor grave, que escribió la historia del señor don Juan de Austria, para levantar de punto la alabanza, dijo de uno que era capitán de Lope, y una mujer, viendo pasar su entierro, que fue grande, sin saber cuyo era, dijo que aquel era entierro de Lope, en que acertó dos veces.»
De Lope fue su poesía; de Lope, su teatro; de Lope, su gloria; de Lope, su entierro.
Sea también de Lope su tercer centenario.
Méjico, 27 de agosto de 1935.
[Acción Española reprodujo este artículo íntegramente en su número 89, páginas 310-328, Burgos, marzo de 1937.]