Carlos Pereyra
Una monstruosa iniquidad y un procedimiento monstruoso
Los Arzobispos y Obispos de Méjico, por sí mismos o por sus representantes, dirigieron un memorial muy respetuoso, y hasta humilde, al general presidente Lázaro Cárdenas (ayer Calles), para pedirle que inicie las reformas de los arts. 3.º, 24, 27 y 130 de la Constitución, así como de la Ley de bienes nacionalizados, promulgada el 31 de agosto de 1925. Es de suponer que los Prelados no podían esperar una respuesta favorable, ya que Cárdenas se complace en reiterar públicamente su propósito de llevar hasta la consumación una lucha de clases, con la descatolización radical del pueblo mejicano. El Episcopado sólo ha querido, sin duda, dejar constancia de su protesta y de las manifiestas intenciones del representante de la dominación armada. La respuesta era de estampilla: «No ha lugar a lo solicitado, y se previene a los peticionarios que el Gobierno procederá con rigor inflexible.»
Muchas veces la verdad parece inverosímil. Yo quisiera que alguien declarara falsos los textos de la Ley de nacionalización de bienes, y calumnia las citas que de ellos voy a hacer. Pero hay que aceptar la evidencia. Esta ley existe, esta ley se aplica, esta ley seguirá en vigor hasta que el ciudadano general presidente Lázaro Calles, o Cárdenas, rinda el parte de victoria en su lucha de clases, declarando que se confiscan las fincas rústicas y urbanas de sus generales y de sus embajadores.
La ley empieza definiendo: «Son bienes de la Nación, representada por el Gobierno Federal (representando a su vez como se sabe): I. Los templos que estén destinados al culto público y los que, a partir del 1.º de mayo de 1917, lo hayan estado alguna vez, así como los que en lo sucesivo se erijan con ese objeto. II. Los obispados, casas curales y seminarios; los asilos o colegios de asociaciones, corporaciones o instituciones religiosas; los conventos o cualquier otro edificio que hubiere (así, hubiere) sido construido o destinado a la administración, propaganda o enseñanza de un culto religioso; y III. Los bienes raíces y (los) capitales impuestos sobre ellos que estén poseídos o administrados por asociaciones, corporaciones o instituciones religiosas, directamente o a través de interpósitas personas.»
Este artículo podría tomarse con una brisa de libertad sin el siguiente, que define la palabra templo. Son templos, dice Cárdenas, «los edificios abiertos al culto público con autorización de la Secretaría de Gobernación». Pero aquí viene lo mejor. Ya no se persigue a los fieles en sus personas, sino echándolos a la calle. El procedimiento es muy sencillo. Cualquier dueño de un inmueble puede amanecer un día con la sorpresa de que su finca es un templo y que está sujeta a la ley nacionalizadora. Cárdenas presume «como tales (templos): 1. Los edificios que por su construcción o por algún otro dato objetivo revelen que fueron construidos o que han sido destinados para la celebración del culto público. 2. Cualesquiera otros locales en que se realicen habitualmente, y con conocimiento del propietario, actos de culto público». Cárdenas no fija con precisión lo que entiende por culto público. Para evitar el peligro de la sensación, los fieles mismos, aterrorizados, derruirán los altares, quemarán las imágenes, fundirán los cálices y desgarrarán los paramentos, antes de que los agentes de Cárdenas se apoderen de los muebles y del inmueble donde puedan congregarse varias personas con el fin delictuoso de orar.
Cárdenas no sólo impide la plegaria en las catacumbas nacionalizadas. Se opone, sobre todo, a la enseñanza religiosa, y a la administración religiosa, y a la propaganda religiosa, aun cuando estos delitos se cometan en el fondo de un sótano o en la alcoba de un perito contador. Cárdenas persigue el crimen, sin dejarle un solo refugio. El artículo 3.º de su ley, es colosal: «Se entenderá que un bien (¡vaya un bien!) ha sido destinado a la administración, propaganda o enseñanza de un culto religioso, cuando, con conocimiento del propietario: I. Se lleven a cabo habitualmente actos que impliquen propaganda pública de un credo religioso; o II. Se establezcan oficinas o despachos de personas que disfruten de autoridad en los fieles de una religión o secta, y que desempeñen funciones relativas a éstas; o III. Se instale una escuela o centro de enseñanza, bajo cualquiera denominación, con tendencias u orientaciones religiosas; o IV. Se afecten a propósitos u objetos religiosos los frutos o productos del bien que se trate; o V. En general, cuando, aunque no ocurra ninguno de los hechos enumerados en las facciones anteriores, pueda inferirse ese destino por datos que directamente lo acrediten o por circunstancias que fundadamente hagan presumirlo.»
Nunca se ha combatido la lepra, la peste bubónica, el tifus exantemático o la fiebre amarilla, como en Méjico la religión. Ningún propietario permitirá el establecimiento de escuelas religiosas en su fundo, porque, si pasados seis meses no hace la denuncia, se entenderá, «sin que haya lugar a prueba en contrario, que el dueño de un inmueble tuvo conocimiento del destino a que se refieren los artículos anteriores». Los propietarios pasan automáticamente a ser perseguidores y delatores. Para que alcance mayor eficacia el precepto, Cárdenas ofrece recompensas a los denunciantes voluntarios. ¿Habrá quien arriende un local, no ya para «templo», escuela, oficina o centro de propaganda religiosa, sino para librería religiosa o venta de rosarios?
Se abre también la partida de caza contra «las interpósitas personas de asociaciones, corporaciones o instituciones religiosas, aun cuando sean reconocidas como asociaciones de beneficencia o como simples sociedades civiles o mercantiles». Cárdenas descubre a estas interpósitas personas, «por hechos que directamente lo acrediten o por circunstancias que hagan presumirlo fundadamente».
Broche de oro y diamantes. Atiendan los juristas. Los tribunales no tienen participación alguna en la aplicación de esta ley. Todo lo hace Cárdenas, con su Secretaría de Hacienda. Cárdenas dicta la ley de nacionalización, y Cárdenas la aplica por medio de un empleado, sin que haya recurso contra sus determinaciones, hasta que ya esté consumado el despojo. La Corte Suprema de Justicia (el Tribunal de Garantías), dice que no procede el amparo de la Justicia. La Corte Suprema toca la trompeta de caza.
Hay jueces en Berlín.