La Conquista del Estado
Madrid, 14 de marzo de 1931
número 1
página 3

Comprensión italiana de Lenín

 

I

Han pasado diez años desde que Il Secolo se decidió a mandar a Rusia, por un mes, un excelente reporter –Luciano Magrini– para que revelase a Italia que «nella Russia bolscevica» todo había fracasado, incluso el bolchevismo 1920. Eran esas vísperas, de luz vespertina, que todo lo hacía confuso, vesperal, en el aire italiano. Estertores de fin de guerra. El péndulo de la política oscilaba de un extremo a otro extremo. Derecha-izquierda, izquierda-derecha, como dos manos enemigas que no aciertan a conciliarse en el servicio integral de un cuerpo único. Rusia era también un crepúsculo. Los más conspicuos agoreros de Occidente se limitaban a fórmulas sobrefaciales: incomprometientes = enigma asiático, caos eslavo, abismo indefinible...

Lenin escuplido en roca
Cabeza de Lenín
esculpida en la roca.

1920. El Occidente no estaba para contemplaciones. La Rusia bolchevique era una nueva alarma en el sumario equilibrio que intentaban restaurar «los vencedores».

Occidente (Inglaterra, Francia) organiza ejércitos policiacos de represión y envía periodistas y políticos que portan en sí todas las buenas voluntades, menos la de comprender. (Por ejemplo, Wells. ¿Hay algo más profundamente inútil –diríamos tonto– que la visión rusa de Wells?) Occidente aplicaba su típica mentalidad –racionalista, demoliberal, individuante, escéptica, sensual–, y todo lo más encontraba eso: un enigma, un caos. O como el Magrini de Il Secolo: un fracaso 1920.

Han pasado diez años. Inglaterra y Francia no han modificado gran cosa su mentalidad constitutiva, occidental, europea. Antonomásicamente, Francia, Inglaterra (y satélites centrocontinentales), siguen siendo Europa. Pero algo, algo les ha ido haciendo presentir que junto a esa Europa –o por mejor decir, con Unamuno: contra esa Europa– hay otra, que no por bárbara debe ser tenida en menos. Una otra Europa que ha comenzado a exigir, a clamar, a independizarse, a amenazar. Germania –que declarando decaído el numen occidental, esboza proyectos de hegemonía con Rusia, interpretando a Rusia, aprovechando a Rusia. Spengler, Korherr, Keyserling...: «Eurasia»; «Como Roma disciplinó el mesianismo asiático en la civilidad católica, así la Germania asimilará, regulándolo, el nuevo mesianismo oriental, que llega a Occidente a través de Rusia.» ¡Ser la nueva Roma ante el nuevo mesianismo oriental, la Roma de ese Belén que es Moscú! ¡Hallar el San Pedro que edifique sobre aquella piedra el alma de Jesús (Lenín)! Tal pretensión ya constituye un indudable paso para comprender y acercarse a Rusia. Desde luego, es mucho más genial y con más sentido histórico, humano (profundo) que el vago proyecto protocolario de un Briand federando viejas naciones europeas, romanticismos nacionales, cancillerías y aduanas. ¡Paneuropa! (¿Y Rusia?) Pero Paneuropa quiere decir Francia, Inglaterra: Occidente. Como Sociedad de Naciones quiere decir: Inglaterra, Francia: Occidente.

No. Germania es Europa, pero no es Occidente. Y allá lejos, al gran Occidente de Norteamérica, tampoco interesa esa Europa federada, senil imitación de sus jóvenes y alegres estados unidos, esa Paneuropa que no haría sino levantar muros, trabas y malos humores a la vitalidad yanki. También Norteamérica presiente, como Germania, la voluntad histórica de una nueva Roma. También Norteamérica aspira a la integración del Oriente y del Occidente. Del mundo mesiánico del proletariado y del mundo racionalista y frío del capitalista. Su «socialización maquinística» de la humanidad es, en último término, la suprema aspiración de lo que Rusia quisiera. La Rusia bolchevique. La del quinquenio. La Rusia pura de Lenín. (Lenín, poco antes de morir, sin hablar, se entretenía en dibujar rascacielos. Y su sueño definitivo, la fórmula exacta de su política, era esa de la «electrificación de Rusia». ¡Ser otro Pedro el Grande!) Briand, Mac Donald, no entenderán nunca a Rusia. Yankis y rusos se comprenden (odio y admiración). Germanos y rusos se comprenden (técnica y espíritu).

Pero si Germania quiere ser la nueva Roma del bolchevismo y Norteamérica el nódulo de su integración, ¿no cabría aún que alguien más tuviese esa misma pretensión? ¿No cabría aún que el papel de la nueva Roma social del mundo lo pusiera precisamente Roma, y con el presagio de su «eternitud» postulase una nueva regimentación de pueblos, leyes, usos, devociones?

Quien juzgue el «fenómeno fascista» de modo distinto que como expresión exacta de esa perdurable «voluntad romana de integración», se encontrará en la mayor de las incomprensiones, de las inepcias.

Benito Mussolini
Benito Mussolini
jefe del fascismo.

El «fascismo» no tiene nada que ver con el «nacionalismo». Es justamente lo contrario. Nacionalista es un Barrés, con sus bastiones de muertos. Un D'Annunzio, con sus Fiumes irredentos. Si el fascismo hubiera sido un «nacionalismo», una fórmula restricta, romántica y moderna, como es todo nacionalismo, hace tiempo que hubiera periclitado. Y periclitará apenas restrinja su significado romano, católico, esto es, universo y social, a un sentido nacional y fronterizo. Así lo acaba de subrayar en voz de alarma Giergio Pini en su «Civiltá di Mussolini fra l'Oriente e l'Occidente». Pero antes que Pini ya lo habíamos dicho –predicho– algunos.

Si admitimos el postulado de ser el «fenómeno ruso» un punto inicial de toda política nueva en el mundo, la vanguardia de una creación social, la incorporación al Estado de un nuevo centro humano, hay que admitir que el «fascismo» no es si no una urgente consecuencia, un activo reflejo de Rusia. Una fascinación por dominar el complejo religioso que desborda la santa Rusia nueva, la de los derechos del humilde, la de la anunciación de los pastores y de los artesanos.

El Duce del fascismo no es un profesor, ni un banquero, ni un general, ni un jurista, que se pone al frente de una facción para pronunciarse. Si hubiera sido un burgués, ya estaría en tierra hace tiempo, mucho antes que esos dictadores congéneres del mundo burgués, caídos uno a uno.

El Duce es un campesino y un operario, cuya profunda obsesión no es Bonaparte (mito burgués), sino Lenín (mito obrero).

El «fascismo» es la única política que abiertamente haya intentado seguir de más cerca el método bolchevique, la dirección dictatorial del proletariado ruso.

Sus camisas de color, sus terrorismos, sus violencias, sus preocupaciones sociales, su sentido del agro, de la fábrica, de las electrificaciones y bonificaciones de la tierra, de la producción de la economía, ¿qué son sino rurismos, interpretaciones bolchevistas adaptadas a un clima antiguo, histórico y civilizado? (El marxismo ha parido ese bivio: comunismo-fascismo.) El burgués medio del mundo –el demoliberal de Occidente– cree que el fascismo es la antítesis del comunismo. Como cree que Norteamérica es lo más opuesto a Leningrado. Y que Germania no podrá asimilar la barbarie asiática.

Pero el hecho es que Alemania y Norteamérica se entienden con Rusia, que el Duce ha establecido relaciones comerciales con Rusia antes que Briand. Que sus escritores y periodistas hallan una viva y respetuosa acogida en Rusia. Que se proyecta un Instituto italiano en Moscú y otro en Roma, además del que ya tiene para la Europa Occidental. Y que el italiano actual está tan lejos espiritualmente de aquel Luciano Magrini de 1920 como de un francés de Ventimiglia.

(En cuanto a Rusia de hoy respecto a Italia de hoy véase su contacto inteligente y hondo, no sólo mandando obreros a talleres italianos, sino dejando a Gorki que desde Sorrento anatematice a Briand, de perfecto acuerdo con la Prensa fascista.)

Hay revistas hoy en Milán, como Il Convegno, donde se sigue lo más nuevo de la literatura soviética. Se bosqueja una publicación llamada Rusia. Especialistas como Tomaso Napolitano, Umberto Barbano, Ettore Lo Gatto, Odoardo Campa, Malatesta, Smurlo, Puccio, por no citar sino artículos y libros recientes, informan de la nueva Rusia con algo que en la Italia de 1920 no se podía soñar: comprensión, ansia de integración, estímulo romano por catolizar ese nuevo cristianismo de Oriente...

II

Dejando historias voluminosas, como la de Mario Malatesta o la de Eugenio Smurlo –de índole científica más que social y poética–, es indudable que todas las visiones últimas de Italia sobre Rusia –superior a la de Giovanni Comisso, a la de Lo Gatto, a la del Puccio, es la breve, sintética y honda de Curzio Malaparte, que, apenas pudo, regresó a Rusia a completar una inteligencia comenzada en Polonia durante la guerra y troncada hasta el presente por circunstancias azarosas.

«Intelligenza d'Lenin» denomina C.M. a su apretado opúsculo: claro y directo. Nada hay en él de reporterismo, de curiosidad inelegante, de pormenor material, de tarjeta postal para periódico. Nada de croniquería ni de fondillo de diario. Libro de altura. Avisos en lápidas. No se pierde tampoco en declamaciones o psicologismos sociológicos. Un Wells da la impresión del turista intelectual. Un Duhamel, de un retorcedor de acertijos espirituales. Un Paquet, de un telegrafista, exacto y sin emoción. Un Alvarez del Vayo, de una buena voluntad. Un Panait Istrati, de un farsante patético.

La «Intelligenza» de C.M. nada tiene que ver con esa otra tradicional de Occidente que los rusos mismos han denominado «intellighenzia».

Fría y violenta la inteligencia de este italianismo. Sin una palabra de aceptación ni de repulsión. Sin una sola confrontación con la tierra suya, con la política italiana, con el Duce italiano. Libre de espejos, de metaforismos. Frío, violento. Entendiéndose con los rusos –con Lenín– en un solo y místico pacto: superación del viejo Occidente por cualquier medio, así sea el de la occidentalización a ultranza: bárbara.

C.M., autor de «Europa bárbara», asiente tácitamente a estas categorizaciones de Lenín: «La dictadura del proletariado debe servir para acelerar la asimilación de la civilización occidental por parte de la Rusia bárbara.» «Para combatir la barbarie no importa elegir los medios más bárbaros.» «Somos buenos revolucionarios, pero no creemos en el deber de mostrarnos siempre a la altura de la cultura contemporánea. Yo sólo tengo el valor de mostrarme bárbaro.»

Y como resumen (de pura poesía vanguardista), da la fórmula leniniana del sovietismo: República soviética + electrificación = comunismo.

Todo el libro de C.M. gira sobre el formulario de Lenín, como sobre tablas de una nueva ley de vida.

Pero, sobre todo, hay una que constituye eje de todo su giro. Esa –que a su vez– constituía todo el equilibrio axial del mismo Lenín: Donde hay libertad no hay Estado. Y sus corolarios, los logismos inflexibles del dictador ruso: «La democracia sólo se supera con las ametralladoras.» «La revolución es un arte, como dice Marx, pero un arte militar.» «La Historia se hace en las trincheras, donde los soldados hunden las bayonetas en los vientres de los oficiales.» «La dictadura proletaria se apoya directamente sobre la violencia, no sobre la ley.» «¡Qué hombres los Zares –como Iván el Terrible–, hombres verdaderos hechos para la lucha de clases!» «El problema fundamental de la revolución es el Poder. El Estado no tolera ni que se hable de libertad. Apenas se habla de ella, el Estado desaparece.» «La democracia pura no es sino una hipocresía liberal destinada a engañar al proletariado.» «El concepto de libertad no es un concepto proletario, sino burgués.» (Contrariamente a lo que se verifica en las democracias occidentales –comenta C.M.–, donde la clase obrera posee la libertad, pero no el poder; en la Rusia soviética, los operarios tienen el poder, pero no la libertad. Ya que el fin de su dictadura no es la libertad, sino el poder.)

* * *

Lenín no consentía la música. No como Napoleón, por no comprenderla, sino porque le dulcificaba, le hacía bueno. Se entendía con los gatos. Constituían su compañía predilecta. Con los amigos secuaces, afable, cortés. Pero con el adversario, de una implacabilidad sin límite.

«La biografía de Lenin –C.M.– no la podrá escribir un Strachey, un Maurois.»

Un día acariciaba Lenín la cabeza de un niño: «Sólo tú algún día podrás perdonarme la crueldad de mi vida.»

Frío, violento, Lenín. Con su lógica en espirales, de genial oportunismo.

Faltaba al pueblo ruso una lógica propia –dice C.M.–. Por la ventana que Pedro el Grande había abierto al Occidente, al pretencioso Occidente, había entrado en Rusia el viento liberal de Cándido, el soplo templado y leve de la Europa dieciochesca, corrompida de filosofía, inquieta y optimista, ya iluminada y curiosa de presagio de libertad.

Pero llegó, por fin, Lenín a dar una lógica al pueblo ruso, lógica bifronte –antirrusa y antieuropea–. El pueblo ruso encuentra en Lenín, finalmente, el justificador de sus locuras, de sus delitos, de su hambre de violencia, su sed de libertad. Pero libertad colectiva, de clase. El ruso no sabe estar solo. La libertad y la justicia de una clase sobre las demás. ¿Sobre cuáles? Sobre una especialmente: la burguesía. Los nobles nunca combatieron por la libertad. Sólo los burgueses, cuyo último reducto –la familia– va quedando disuelto ante el triple ataque de la reducción de viviendas –de los hogares públicos, las stalovaias– y de la emancipación de la mujer y del hijo. Proscribir las soledades, las distancias –esas conquistas individuales que José Ortega y Gasset añoraba recientemente frente a las masas–: orden del día ruso.

* * *

Nada de caos ni de enigma asiático; la Rusia comunista es hoy de una espléndida pureza de líneas, de orden, de jerarquía, de sistema.

Una lógica: la de Lenin, continuada heroicamente por Stalin, contra la misma Nep, contra todo kulagismo. Una clase audaz, abnegada y disciplinada en el Poder: la clase obrera. Sus enemigos externos, muchos. Los modernos: el campesino, el burócrata excesivo, la indolencia del trabajador.

Un auxiliar maravilloso, que opera como estimulante y ordenador: la mujer rusa.

Y un esfuerzo casi divino por dominar las masas, estructurarlas: «la masa es barro» –decía Lenín.

* * *

Ni por un momento C.M. alusiona lo conterráneo. Todo lo más, una leve comparación de los clubs obreros rusos con los Dopolavoros italianos, pero sin formar partido. Pero a través de todo el libro, un ansia fría y violenta: la de ajustarse a un mito nuevo, a un héroe: Lenín. El ansia de entrar –Malaparte con su nueva Italia– dentro de ese ritmo titánico y joven de la humanidad. Entrar dentro, leer dentro. Intellegere. Sí: inteligencia de Lenín por alguien que aspira a superar esa misma inteligencia con otra adaptada a un clima más antiguo, más occidental que el de Rusia evangélica. Tras la fría y violenta ternura de Curzio Malaparte, tras esa inteligencia directa sobre el Jerusalén eslavo, se asoma la loba pontifical de Roma. Vorazmente.

E. Giménez Caballero

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Ernesto Giménez Caballero
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