La Conquista del Estado
Madrid, 21 de marzo de 1931
número 2
páginas 1 y 2

Interpretación de dos profetas
Joaquín Costa y Alfredo Oriani

 

Las ecuaciones hispano-italianas

Las ecuaciones entre España e Italia fueron siempre más estrechas de lo que han registrado los historiadores, públicamente. No hablemos del mundo antiguo: Roma en Iberia. No hablemos tampoco del medieval: el Papado y la Monarquía española. Tampoco del Renacimiento: el Humanismo en Castilla, los ejércitos españoles en el Milaneso y en Nápoles, el Saco de Roma. Ni siquiera del XVIII, siglo de que los historiadores han recogido abundantes testimonios de relaciones italohispanas.

Joaquín Costa
Costa

Hablemos, en cambio, de ese final del romanticismo –que es la segunda mitad del siglo XIX– sobre el que apenas ha fijado su vista la Literatura Comparada.

Durante el siglo XIX, primer cuarto del siglo XX, las historias de España e Italia, con ser paralelas, homólogas, parecen las más opuestas entre sí.

Comparemos dos viajes literarios: el de Pedro Antonio de Alarcón a Nápoles y el de Edmundo de Amicis a España. ¡Qué pobreza de visión, de comprensión, de sensibilidad fraterna!

Se explica esa lejanía. España e Italia, unidas históricamente hasta la Reforma, se volvieron de espaldas mutuamente cuando la Europa nórdica y central –el Occidente– comenzó a imperar. ¡Siglos XVIII y XIX, siglos «europeizantes» de España y de Italia! El español y el italiano corren detrás de París, Londres, Berlín. El madrileño considera Roma como una ciudad anacrónica y pasada. El romano tendrá de Madrid una idea más vaga que de Lima o Montevideo.

Portada de la edición de OrianiY, sin embargo, la historia italoespañola, en el silencio y en lo profundo, continúa a caminar gemela, homologada, movida por las mismas corrientes, creando semejantes figuras, parecidos héroes...

Un «Arturo Farinelli», de «lo contemporáneo», debería emprender la gran tarea de estas confrontaciones. ¡Qué sutil ley histórica se deduciría, para este mundo antiguo y eternamente actual, de las dos penínsulas mediterráneas!

Dos ceremonias coincidentes

Apenas se ha sabido en la España presente –la de hoy– que bajo el cuidado de Benito Mussolini se daba término a la edición de Opera Omnia, de Alfredo Oriani, en la ciudad de Bolonia. Ni de que el Duce prologaba de propia voz un libro como La Rivolta ideale. Todo lo más –en España–, alguna alusión fina (pero sin trascendencia pública) de algún corresponsal. Asimismo, en Italia, ¿quién –sino algún otro cronista de circuito estrecho– se dió cuenta de que en 1929 la Prensa española comenzó a exaltar la figura de Joaquín Costa y a reinar su obra; y de que Primo de Rivera acudió al viejo Aragón a inaugurar un monumento a este preclaro y misterioso héroe español?

Homologaciones

Costa y Oriani. ¿Se conocían ellos mismos entre sí? Seguramente, no. Y, sin embargo, dos hermanos. Dos similitudes. Dos perfectas contemporaneidades: en edad, en figura, en tierra de nacimiento, en destino vital, en ruta histórica, en pensamiento, en orientaciones, en profetismos patrios.

Para mí, Costa y Oriani son las dos claves que explican la extraña paradoja [2] hispanoitaliana del final de siglo. O sea ésta: Que mientras la intrahistoria, como diría Unamuno, está enlazando íntima y secretamente nuestros dos países con figuras como las de Costa y Oriani –tan mellizas–, la historia oficial (superficial) presenta a estos países no sólo alejados, sino opuestos entre sí. No sólo sin figuras comparables, sino con el desconocimiento mútuo de las existentes en la realidad.

* * *

Joaquín Costa nació el 14 de Septiembre de 1846. Murió el 8 de Febrero de 1911.

Alfredo Oriani nació el 22 de Agosto de 1855. Murió el 18 de Octubre de 1909.

Costa vivió sesenta y cinco años. Oriani, cincuenta y cuatro. Históricamente, igual período. Pues si Costa fué nueve años más viejo, en cambio no surgió a la luz de la cultura sino tardíamente, por circunstancias de su niñez. La patria de Costa fue Graus, un pueblecito enclavado en el corazón más radical y heroico de Iberia: Aragón.

La patria de Oriani, Faenza, viene a representar en la Romaña lo que aquella antigua villa en la tierra iberitana.

La infancia de Costa fué una infancia deprimida y triste, como la de Oriani. Oriani exclamaba: «¡Oh la mia infanzia! ¡Quante volte ho pianto nell'angolo piú buio della mia buia stanza di esser cosí solo e cosí trascurato.» Costa, en su «En este valle de lágrimas», obra paralela a las «Memorias inútiles», de Oriani, exclamaba también, recordando sus primeros años: «¡Soy un desdichado!» «¡Esto no puede ser!»

(Costa y Oriani están bajo el mismo signo finisecular: el romanticismo.)

La abandonada infancia de Oriani, muerta su madre, recuerda a la del pobre Costa debiendo trabajar como campesino y en crisis económica y familiar constante.

Costa y Oriani estudian ambos Jurisprudencia. El romañolo en la Universidad dell'Orbe. Costa, en Institutos provinciales de Aragón antes de llegar a la de Madrid.

A Costa, por su figura maciza, ciclópea, voluntariosa, miguelangelesca, le llamaban: Joaquinón. O el chiflado de Graus. A Oriani, por las mismas causas: testone. Y el matt de Castell.

El romañolo y el aragonés fueron de una actividad frenética en el estudiar. Igualmente ambos, tras largos períodos de lectura, silencio y soledad, se presentaban a pequeños círculos de amigos y pasaban horas seguidas perorando encendidamente. Oriani (Otton), en el café Vespignani o en la trattoria Piscetti. Costa (Joaquinón), en los cafés o fondas de Zaragoza, de Madrid.

La fama de ambos no llegó a pasar –en regir– de estos círculos estrictos. Cuando a Oriani, en 1892, le quisieron presentar diputado por su pueblo propio un grupo de amigos de Faenza, obtuvo un triste fracaso.

Cuando a Costa, otro grupo de paisanos le quisieron sacar diputado por su propia tierra, en 1896, también le acompañó otro fracaso.

Y cuando Costa, en 8 de Febrero de 1911, dejaba de existir en su villa natal, el duelo pareció conmover a todos. Pero al día siguiente estaba olvidado. Igual que le ocurrió a Oriani, cuya muerte hizo fuerte impresión momentánea. Pero, como su obra se desconocía, quedó en el olvido de la tumba al siguiente día.

Y, sin embargo, Costa y Oriani habían sido los dos mayores políticos, los dos mejores espíritus proféticos y orientadores de un cierto y real porvenir patrio.

Previdencia y presencia política

No fué la misión de Costa y de Oriani en la vida de España y de Italia la presencia, sino la previdencia política.

De la vida de Oriani se ha hablado como de una tragedia, de un fracaso (Luigi Donati: «La tragedia d'Oriani», Taddei 1919). Asimismo, de Joaquín Costa se le ha llamado «el gran fracasado» (Ciges Aparicio, Madrid, Espasa-Calpe, 1930).

¿Por qué fracasó? ¿Por qué fracasados? ¡Ah! ¿Porque sus ambiciones y planes no se realizaron en ellos mismos?

¿Acaso Dante, Foscolo, Alfieri vieron cumplidos sus anchos y conmovedores programas patrios?

Destino de héroes, de profetas: soledad, renuncia. Y resurrección un día.

¿Qué día? Ese día –27 de Abril de 1924– en que a Alfredo Oriani le dice el Duce de la Rivolta ideale italiana en la «Marcia al cardello»: «Cuantos más años pasan y pasan las generaciones, tanto más esplende este astro luminoso, aun en aquellos tiempos que parecían más obscuros. En aquellos tiempos en los que la política «casera» parecía la obra maestra de la sabiduría humana, Alfredo Oriani soñó el imperio; en tiempos en que se creía en la paz universal perpetua, Alfredo Oriani advirtió grandes turbulencias inminentes que habrían de sacudir los pueblos del mundo; en tiempos en que nuestros dirigentes exhibían su debilidad más o menos congénita, Alfredo Oriani fué un exaltador de todas las energías de la raza...

«Nos hemos nutrido de aquellas páginas y consideramos a Alfredo Oriani como un poeta de la patria, como un anticipador del fascismo, como un exaltador de las energías italianas. Me atrevo afirmar que si Alfredo Oriani estuviese aún entre los vivos, habría ocupado su puesto a la sombra de los gloriosos gallardetes del lictorio.»

Y ante Oriani han depositado ya su ofrenda intelectual, política, los mejores espíritus de la nueva Italia: Serra, Croce, Prezzolini, Borghese, Papini, Gentile, Giuliano, Cecchi, Federzoni, Misiroli, Ojetti, Brocchi, Cardello y otros.

Joaquín Costa, recordado, desde que murió, por los más finos espíritus españoles en varias ocasiones (Unamuno, Ortega y Gasset, Azorín, Baroja, Andrenio...) adquirió consistencia de mito nacional cuando Primo de Rivera –el 19 de Septiembre de 1929– se declaró su seguidor, aspirando a ser el «cirujano de hierro» (previsto por el patriota aragonés), inaugurando a su memoria un monumento que no lograron inaugurar nunca las «fuerzas republicanas de izquierda», que le tenían por suyo. En torno al acto del dictador español, periódicos y libros evocaron, ensalzaron y combatieron la figura costiana, hasta hoy mismo, que sigue siendo un tema actual en la pluma de Eugenio d'Ors.

* * *

Los intelectos demoliberales han querido denunciar que ni Oriani, en Italia, significó un antecedente del fascismo; ni Costa, en España, un antecesor del cirujano de hierro.

Para ello se basan en las vacilaciones circunstanciales y «de su tiempo» de ambos escritores. Fueron republicanos, blasfemaron crudamente, exaltaron el más puro liberalismo –afirman–. Nada tienen, pues, que ver con políticas imperiales, nacionales y violentas.

«¿Costa es un enigma? –se pregunta Dionisio Pérez en un libro recién aparecido (Madrid, Ciap, 1930)– ¿Fue un revolucionario, fue un oligarquista?»

Costa, como Oriani, fue un crepúsculo rodeado de obscuridades y difícil de distinguir en tal luz vesperal la nitidez de los objetos de su mundo.

Si Costa se refugió en los últimos años de su vida en un partido republicano y de oposición, fue por la desilusión de sus fracasos vitales, presenciales. Vivía para el futuro. Ni la mujer vió, como Oriani, «il nemico». No logró un hogar. En las políticas de partido vióse derrotado por los politicantes... ¡Qué gran amargura! Su resentimiento le impulsó a la oposición: él, que se creía nacido para dictar en España. (¿Estará ya en esta frase sentida, decadente, el gran profeta heredero de Costa, el magno arbitrista hispano, nuevo soñador de imperios, José Ortega y Gasset? Hay muchos indicios para temerlo.)

El imperialismo de Costa

La época de Costa en España no puede ser más trágica y decisiva. Reducido el inmenso imperio hispánico a sus últimas posesiones en las Antillas, Joaquín Costa veía la asfixia que se venía encima de su patria.

Con un sentido heroico y desesperado, intentó explanar una política todavía de gran estilo.

Como Oriani, se declaró «africanista» entusiasta. Antes de que Francia, Italia y Alemania se decidiesen a intervenir ampliamente en el continente negro, ya Costa había dado la voz de alarma incitando a una política navalista y transfretana para derivar a Africa el alma imperial de la antigua España.

Replegamiento de Costa a un imperio interno

La derrota de España por los Estados Unidos, con la pérdida de sus últimas colonias americanas, en 1898, sumió al país en un estertor «casi sin pulso» –según la frase de un político–. El único que en tan terrible crisis no perdió la fe y la voz fue Joaquín Costa.

Renunciando ya a toda nueva aventura exterior, proclamó el «echar siete llaves al sepulcro del Cid» y emprender una activa y generosa política de reconstrucción interior. (La figura del Cid es puesta en signo político por Costa. De Costa arranca la obsesión cidiana de un Menéndez Pidal, el filólogo del 98.) Cuatro siglos de guerras continuas habían dejado a España sin caminos, sin agricultura, sin industria, sin víveres, sin instrucción, sin hombres. En fórmulas elementales de fácil comprensión popular, Costa concretó las reformas necesarias: «Despensa y escuela.» «Europeización.» «Patria feliz.» «Política del ochavo.» «Ejército y Guardia civil, no militarismo.» «Maestro y sacerdote.» «Embalses, caminos.» Y la «revolución desde arriba» con un «Cirujano de hierro». Costa presagió la dictadura en muchas ocasiones. Llegó a constituir para él esta forma de gobierno una necesidad casi psicológica –según dice uno de sus más recientes comentaristas.

Abominaba la «política de partido» que en torno al fantasma trino de la libertad de prensa, el orden público y las leyes electorales, olvidaban al país, al pobre pueblo dominado por el «cacique», o sea el instrumento del nuevo feudalismo oligárquico, clavado en el mismo corazón nacional.

Germinación del costismo

Las ideas de Costa fueron germinando. Escritores y políticos se las fueron apropiando. Costa –amargamente– se vió preterido, robado, y su muerte fue casi una expiación de su ambición personal de realizar en vida su propio programa.

* * *

Pero Costa había dibujado un tipo de política y un tipo de gobernante. Un huevo, que fue precisamente hasta la necesidad inmediata y urgente de ser rellenado. Cuando Primo de Rivera da su golpe de Estado en 1923, no trae otro programa que el de Joaquín Costa: reconstrucción y pacificación interior, terminar con la infausta guerra marroquí antes de que cueste más sangre y dinero; construcción de caminos, escuelas, embalses; protección de la industria nacional; atracción de extranjeros (turistas) para que ayuden a la «europeización» de España. Y para todo esto, una política de acción directa, sin partidos, con cirugía de hierro.

Desde luego, no fue el golpe de Estado de Primo de Rivera la «rivolta ideale» colectiva que soñara Costa. El pueblo apenas participó. Las clases intelectuales se apartaron desdeñosas, sin colaborar en ese «costismo activo».

El fracaso final de Primo de Rivera –cuya muerte solitaria recuerda la de su progenitor ideal– deberá explicarse por esta ausencia de masas y colaboraciones en su obra. Y, en parte, por no haber sabido alternar con esa política de reconstrucción entera otra de relaciones exteriores que activase fuertemente la circulación de España por el mundo. Las dos Exposiciones Iberoamericanas fueron un esfuerzo insuficiente, anacrónico y mal calculado. Pero, a pesar de todo, hay que ver no sólo en la dictadura de Primo de Rivera, sino en las corrientes políticas de España desde el 98 hasta hoy, la influencia decisiva de Joaquín Costa. No logró ni él ni su ejecutor la «rivolta ideale» que lograron para Italia un Oriani y un Mussolini. Quizá era imposible. Ya que la historia de España e Italia van, en cierto modo, a contrapelo.

Italia va desde una desmembración a una unidad. España va desde una unidad a una desmembración. En Italia, una política de entusiasmo y creación es posible. La unidad es un ideal joven y nuevo, para todos sagrado, conmovedor. En España sólo era posible una política de tenacidad y de conservación. El ideal de mudar va dejando de operar arrebatos patrióticos y eficaces.

Esa diferencia de contrapelo histórico es la que puede haber entre un Oriani y un Costa.

Costa fue el profeta y el titán de una agonía nacional. Oriani, de una aurora.

Ambos: de dos crepúsculos de contrario signo. Pero aun en este cruce contrario, España e Italia dan su nota fraterna, su figura homóloga, sus profetas semejantes.

España, muerto Costa, muerto su sedicente ejecutor, vuelve a entrar en más densa penumbra, en una obscuridad de noche.

A los españoles no nos puede si no esperar una nueva y próxima aurora. Si es que puede todavía soñar con jóvenes auroras la vieja y fatigada España.

La nueva aurora

Eugenio d'Ors está en estos días intentando bosquejar un nuevo rey; muerto el rey, un nuevo profeta; muerto el profeta, un nuevo Costa.

Ignoro si sus prefiguraciones pueden ser un coqueteo ante el espejo y si aspira a la candidatura.

No por espíritu de casta –ni de Costa–, sino por otras razones, me parece que es de la línea Unamuno-Ortega, quizá del propio Ortega, de quien hay que esperar el nuevo incitador, el nuevo gran arbitrista, el futuro «gran fracasado», pero creador de una vigencia nacional.

Hay en Ortega aleteos imperiales muy comprometedores. Hay en él también los yerros tácticos de todo profeta, que no acierta a salvar el trecho del dicho al hecho. Pero si la aurora ha de surgir en una España joven y nueva, habrá de ser superando al Costa de las llaves del Cid, al Costa internista y de pie en casa. ¡Liberando esas llaves de un sepulcro podrido! ¡Y exterminando toda prudencia senil, conservadora, doméstica! ¡Dando violencia y sangre al pulso exangüe de la España sin pulso! Nosotros también esperamos –febriles– al nuevo Costa, bien cuajado, de España, que la dé su «revolución ideal».

E. Giménez Caballero

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Ernesto Giménez Caballero
La Conquista del Estado
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