La Conquista del Estado
Madrid, 21 de marzo de 1931
número 2
página 3

Generaciones y semblanzas
Frau Graube 1915

 

Podemos sin arbitrariedad conceder al año uno del siglo vigente el valor de una orilla. Hasta su linde llega la cosa turbia, histérica, cándida y soez de la centuria anterior. Los españoles, junto con los franceses, hemos adorado y denostado con pasión ese tiempo. Ahora es la sombra frívola y resbaladiza de un fantasma.

Entre los treinta años actuales de nuestra vida, desfilan y se destacan los paseos de tres generaciones de personas, con sus ideas y sus haceres. Su afán de troquelar el proceso histórico del Estado exige de cualquiera de nosotros la precaución de impedir un cuño falso. El falsificador de moneda era ahorcado. Ambicionamos para tales delitos de demagogia ruin, restaurar esa pena, que ejemplarizaba a los hombres.

Vienen de las comarcas de España los últimos caballeros del exangüe feudalista peninsular. Por fin se han decidido a ser cortesanos, a dar prez a la Corte, al rompeolas de las sangres patrias, donde estaba el cogollo de su historia –no de la monarquía– sino la esencia de la nacionalidad pura. Pues todo lo mancillaron los políticos restauradores; gente de burgo, zoco, foro: de toma y daca o de do ut des. La generación del 98 apolítica –entonces sólo pensó sentarse en el Congreso, Azorín– y antiabogadesca, trajo de sus castillos una rigurosa disciplina de denuestos contra el país y un vagoroso anhelo de simpatía hacia Europa. Su nobleza les obligaba a tundir los bellacos del Parlamento o la Literatura y a querer cierto empaque –luego del fracaso francés de Napoleón el chico–, de cultura nórdica.

Frente a los estímulos políticos suscitados por el Norte, Ganivet fue el primero en preguntarse: ¿No será posible un socialismo español? En Amberes había tropezado con esa preocupación exígena, y allí se respondió, desdeñosamente, no. Azorín y Baroja, después de diálogos meditabundos, también rechazaron la eventualidad, llegando a desterrarla de un porvenir cosmopolita. Valle Inclán era una férrea alma legitimista. Unamuno abjuraba de su mocedad con libros Karl Marx. Maeztu y Benavente repetían algún gesto de Wilde, nada civil, social, común. Europa, acaso, les regaló a Nietzsche, cuando lo más popular europeo era el orto del socialismo como fuerza política de avance. Tras de Nietzsche, con fervor único y voluntad individualista, escribieron y actuaron desenfrenados durante varios años. Nació la repugnancia juvenil de Ortega y Gasset, espectador de la turbulencia de los decadentes, y afirmó rotundo: «Si aquí se ha de hacer algo, lo primero es no contar con esos destructores.» Surgió el ansia de mesura de d'Ors. Ortega, pensionado en Marburgo, al contagiarse de un virus público protestante, exclamaba: «Hay que ejercitar la otra virtud moderna, la virtud política, el socialismo.» Se sentía ligado a la alta Europa, a la de Goethe y las enormes chimeneas. La Europa feliz, ecuánime, donde debían marchar los jóvenes hispanos en pos de una copiosa felicidad futura para la patria, con equilibrio, técnica y sindicatos de operarios.

La cruzada marchó. En la Botzener-Strasse, 17, de Berlín, donde vivía Frau Graube, se hospedaron en su pensión muchos universitarios españoles. Las salchichas y la ciencia alemana iban, a la vez, modernizando, civilizando los agrestes temperamentos iberos. Alemania incubaba una generación de grandes socializantes, enemigos del Estado prusiano, evangelistas del Staat recht, del control obrero, cuyas ventajas proclamarían y propagarían tan pronto retornasen.

La vuelta de los cruzados cuaja en 1915 con la Revista España; se conceden un plazo de tres lustros; «una revolución no dura más de quince años, período que coincide con la vigencia de una generación –Ortega y Gasset– La Rebelión de las Masas.» En 1917 apareció El Sol. En 1923, la Revista de Occidente. Por esa fecha van mediados los quince años. Supondremos muy adelantada la propaganda de sus ideas, preferencias y gustos. Efectivamente, en el mes de Septiembre del mismo año, el general Primo de Rivera entronizó su Dictadura Militar. Nadie en la nación inició una repulsa de rango perceptible. Tampoco el socialismo, incomprendido por la generación del 98, divinizado, descubierto como mito boreal por los del 15, manifestó su existencia independiente, protestataria y viva.

El hospedaje de Frau Graube resultó ya casi ineficaz. No se movilizaban encorajinadas las masas delante del dislate jurídico. Los profesores que fueron a Alemania en busca del derecho y la técnica socialista, o secundaban a Primo, o recurrían a métodos decimonónicos, castizos de conjura: Pasquín, libelo, tenida masónica. La generación de 1930 empuja la caída de Primo de Rivera. No necesitó las salchichas de Frau Graube para saturarse de cohesión proletaria. Llega transida por los fenómenos de la postguerra de radio más lejano. Trastornará capitalidades..., su destino es imperial y heroico. Pero los hombres de 1915 no se resignan a periclitar sin hacer un poquito de Brutos; su resentimiento, la venganza imposible busca un cuerpo lozano a quien participar sus congojas, ahora liberales: el fracaso político de su generación. El fermento marxista, europeo, de la lucha de clases, quedó en Berlín con las salchichas y la cerveza negra. Son burgueses desconfiados de cualquier confianza.

Cuando la presión de la época hace de Baroja un ruralista, un geórgico, casi georgiano; de Valle Inclán, un bolchevique celta; Azorín se emociona con la artesanía sindical del pueblo; Maeztu encuentra la función del gremialismo; Benavente su socialismo monárquico; Unamuno su hermandad de gildas medievales. Los gerifaltes de 1915 intentan influir sobre los recién venidos, incluyéndolos en la órbita exhausta de una querella rencorosa. Aquí encuentro una dolosa estafa, un cuño falso, el ensayo de un timo. A la generación 1930, que palpita y parte disparada a una convulsión profunda, cósmica, visceral, la detienen voces opacas: «Ningún paso adelante –antítesis del grito comweliano–.» «Sois románticos; entreteneos con monsieur Mirabeau; vamos a recatar nuestros derechos; venid a clase; acaso bastará la caída del Capeto...»

La carcajada revolucionaria de un fauno ulula desde la Plaza Roja.

Aparicio

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Juan Aparicio López
La Conquista del Estado
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