Filosofía en español 
Filosofía en español


Ramón Fernández

Carta abierta a André Gide

Sobre la carta abierta de Ramón Fernández a André Gide. Ramón Fernández, como antaño José María de Heredia, y aún hoy Jules Superville y Victoria Ocampo, traen su oriundez de la cultura latino-americana, habiendo dejado el español materno seducidos por la superioridad cultural y estética de la lengua francesa. Ramón Fernández, ciudadano francés hoy, es uno de los críticos más agudos y sensibles de las generaciones de post-guerra. Sus Essais en la Nouvelle Revue Française son una de las rúbricas más sugestivas, resistiendo gallardamente la vecindad de Benjamín Crémieux, Albert Tibaudet y Alain. Su novela más reciente, Le Pari, anima con una vibrante vida interior una figura femenina llena del eco inquieto de nuestro tiempo. Por esto el documento que traducimos hoy para los lectores de habla española, tiene un valor único para comprender la crisis que viven en su ideología algunos de los espíritus más selectos de la joven Francia. Después de la declaración sensacional de André Gide, he aquí la respuesta a distancia de uno de sus continuadores. Ciertamente le six février y su ensayo filofascista habrá tenido consecuencias bien opuestas a las esperadas por sus inspiradores. (E. G. N.)

Mi querido amigo: Usted es comunista y yo no lo soy aún; y persisto en creer que más vale no serlo aún, cuando se puede servir desde el sitio en que estoy, los intereses esenciales del proletariado. Lo cierto es que los acontecimientos políticos de estos últimos tiempos nos han acercado al extremo de identificar muchas veces nuestros puntos de vista. Una explicación se impone. Permítame usted proponérsela, no tanto por usted como por los lectores de nuestra revista (la N. R. F., donde apareció esta carta en Abril de 1934): ¿no es un deber tenerles al corriente de las reflexiones de los que, al menos, tienen la profesión de reflexionar?

Acabo de releer las Notas sobre vuestra evolución política que publiqué aquí en Julio: “Todo lo que se dirá sobre el comunismo de André Gide, en pro o en contra –escribía yo–, no disimulará más nuestra molestia fundamental: no sentirnos ya con el derecho de acabar su figura a golpes de goma y de pluma. Esto era, sin embargo, bien, agradable.” Me tomaba allí una precaución que no he observado en la continuación de mis Notas. Me temo mucho, al releerme, que la irritación no haya primado sobre la prudencia. Una irritación de pedante, querido amigo. Porque habiendo leído mucho a Marx, y reflexionado un poco sobre los principios de su doctrina, me impacientaba al veros tomar un camino que yo creía conocer, y pensaba que usted no conocía. Yo me juzgaba más marxista que usted, no sin razón tal vez. Usted no ignora esta impaciencia de los especialistas contra los aficionados que dividen y deciden en masa. No insisto.

Sin embargo, si tuviera que rehacer esas notas cambiaría más su tono que su contenido. Pienso aún que os pertenecía conservar, hasta en la afirmación de una actitud política, este margen de libertad de acción, que me parece esencial a vuestra misión entre nosotros. Lo pienso aún… Tal vez pronto no tendré ya el derecho de pensarlo. Porque hay momentos en la vida pública en que uno se ve forzado a tomar posición a fin de salvar su honor de hombre, incluso si esta posición arrastra a aceptaciones a las que el espíritu se fija difícilmente.

Para hablar sumariamente, tres razones impedían mi adhesión al comunismo. Dos de estas razones no existen ya. La tercera subsiste aún.

La primera es una razón de función, por decirlo así. Me parecía que en una revista consagrada al libre examen de las cosas del espíritu, era necesario defender, costase lo que costase, los derechos de la crítica. Habiendo juzgado que el marxismo no abrazaba todas las realidades, ni todas las posibilidades del espíritu, yo quería iluminar este margen ignorado de los revolucionarios apresurados por la acción. ¿Por qué defender una doctrina rígida y rígidamente defendida por tantos otros? Valía más pensar y hacer pensar en todo lo que la acción en su prisa olvida. Yo me he empleado en esto, de mi mejor voluntad. Esta razón no se sostiene ya, os decía, he aquí por qué: El levantamiento hosco y loco del capitalismo que constatamos hoy, tiene por consecuencia que el marxismo, valga lo que valga, ha devenido el único baluarte de los oprimidos; quiero decir simplemente de los que tienen hambre. Desde entonces, toda crítica del marxismo se cambia automáticamente en argumento de derecha. Además, me parece infinitamente más importante defender a los que tienen hambre que tener razón contra Marx. Corramos, pues, a lo más urgente y dejemos las argucias para tiempos mejores.

La segunda razón es que la idea de una adhesión al comunismo comporta a mis ojos una acción de todos los instantes, una devoción total a la causa, No basta decir: “Yo soy comunista.” Eso no es nada. Es necesario realizar el comunismo por una aplicación cuotidiana. Yo tenía otra cosa a hacer. Prejuicios burgueses, la pereza de prodigarme, sin duda también el sentimiento sincero de que mi trabajo personal era más eficaz en otra parte, me impedían dar el paso. Hoy es diferente, porque toda ausencia en el campo del proletariado suscita una presencia en el campo de sus enemigos. Hay más Cuando se defiende, como yo, un cierto humanismo, fundado sobre la creencia que el hombre es para el hombre el más alto valor, y que la Humanidad no será igual a ella misma en tanto que todos los hombres no sean humanos, no se sabría dejar triunfar a las gentes que piensan exactamente lo contrario, sin incurrir en ese deshonor filosófico que es tal vez el más amargo de todos los deshonores.

La servidumbre que nos amenaza no será, en efecto, solamente económica Se quiere encuadrarnos y subordinarnos: encuadrarnos en instituciones ordenadas por el espíritu; subordinarnos a algún principio trascendente, Dios o nación, que reglamentaría el pensamiento del pensamiento mismo e impondría sus consignas a la inspiración. De donde viene hoy el acercamiento de los intereses del proletariado y los de los intelectuales. En otros tiempos, estos últimos estaban relativamente protegidos contra la presión social por el liberalismo, que era una suerte de elasticidad política. El liberalismo ha muerto: hoy es un cheque sin provisión, del que no se puede gozar más que de imaginación, a condición de no pasar a la caja. El terrible error de los intelectuales italianos y alemanes fue de apostar sobre el liberalismo. Por otra parte, el movimiento del proletariado hacia su liberación es análogo al movimiento del espíritu hacia la verdad. El sincronismo deviene inevitable desde que uno se ve constreñido a pasar a la acción. Nuestros padres han intentado, sinceramente creo, ganar la masa obrera al liberalismo. Ahora es precisamente de lo contrario de lo que se trata. Se trata de ganar los intelectuales a la clase obrera, haciéndoles tomar conciencia de la identidad de sus orientaciones espirituales y de su condición de productores. Tal es para mí el punto esencial: el intelectual tiene necesidad de la clase obrera para conocerse a sí mismo completamente. Y como el obrero tiene necesidad del intelectual para pensarse a sí mismo, existe entre uno y otro una rigurosa relación de reciprocidad.

Queda la tercera razón, mi querido amigo, que hace que yo me sienta ante usted, como un viejo catarroso, lleno de reservas y de murmuraciones. Una vez aceptados los principios del marxismo, una vez aceptada, a causa de la carencia del liberalismo, la necesidad de una revolución, queda la elección de una disciplina, es decir, de un partido. Yo os concedo que el partido socialista, donde yo cuento con buenos amigos, es singularmente blando, indiscutiblemente ganado por la atonía liberal. Pero el partido comunista, todo erizado de consignas y contraseñas, me propone un dogmatismo que tropieza en mí con defensas que nada tienen que ver con los prejuicios. Me veo de acuerdo con él sobre la teoría de la acción; en cuanto a la práctica, o a la táctica, me molesta más a menudo que yo lo desearía. Las bases son fuertes, las tropas sanas, el impulso y la voluntad de buena ley, pero yo siento en mí, cuando escucho sus sentencias, una necesidad de rectificar, de modificar, de construir que me mantiene, en el presente, fuera de sus filas. No amo las iglesias. Temo siempre que las puertas y las vidrieras tapen a los fieles la realidad viva.

Pero una cosa es conservar sus codos libres, y otra permanecer indiferente. Ninguna de las reservas que acabo de confesaros impedirá mi adhesión a una acción proletaria el día en que vea a sus enemigos levantados contra ella. Ese día, dudar sería traicionar. Es necesario jurar fidelidad a esa acción próxima, incluso si se lanza sobre una táctica discutible, y aprovechar el respiro que nos queda para tratar de darle una orientación más justa y más eficaz. Tal debe ser, según mi opinión, la posición de un intelectual enteramente ganado a la causa obrera, pero que entiende, porque tiene el derecho, respetar su propia reflexión hasta el fin, es decir, hasta el momento, determinado por la historia, donde no se trate ya de reflexionar.

¡Tenemos tanto a hacer, fuera de la acción inmediata, para iluminar los espíritus! ¡Tanto a hacer por esos generosos extraviados, que creyendo sacrificarse por un ideal se aprestan a caer por una cantera! Lo más urgente de nuestra labor, ¿no es, mi querido amigo, consagrar nuestros ocios a hacer comprender lo bien fundado de nuestras creencias a tantos hombres desinteresados, pero ignorantes, que marchan contra nosotros, porque otros más hábiles les encuadran y les inventan la religión que ellos buscan? Cuando nuestro amigo Mauriac escribe: “No ha sido necesario menos de medio siglo a Gide para sustituir esta visión clara que tenía del progreso interior, por la fe ingenua en el progreso materialista.” Cuando escribe estas líneas de toda buena fe, Mauriac no se da cuenta que es él quien manifiesta una extraordinaria ingenuidad. Porque ese “progreso materialista”, significando el acceso a la dignidad humana, y por lo tanto a la vida espiritual, de millones de hombres hasta el presente sacrificados, es, por esta “substitución”, vuestro progreso interior que servís, y mucho más eficazmente, que reflexionando en la soledad sobre las posibilidades de vuestro yo. Sé bien que de todas maneras Mauriac está al otro lado de la barricada, y que este argumento no le convencerá. Pero hay una cierta manera de explicar las cosas, de abundar en la explicación, que hace dudar la pluma del adversario, y puede ganarnos de golpe a aquellos que están entre los dos fuegos.

Usted ve, mi querido amigo, que bien poco nos separa. No son sino algunos hilos que cortarán tal vez las circunstancias, o mi voluntad. Yo os reprochaba, en suma, haber puesto la carreta delante de los bueyes, haber sacrificado demasiado aprisa a una afirmación ortodoxa y maciza, los matices exquisitos de vuestro juicio. Yo mismo tengo mucho más a reprocharme, pues veo ahora que las críticas que os proponía suministraban argumentos a nuestros adversarios comunes. Tengo tan pocos hábitos burgueses que no pienso bastante nunca en las defensas burguesas. Mi pensamiento permanecía fuera de la atmósfera de la lucha. Doy las gracias a esos señores del 6 de Febrero de haberlo sumergido en ella.

Y entiendo por esos señores no los generosos que creían marchar por una gran causa, sino los maniobradores de la acción, los que movían los cordones. Ese día, mi querido amigo, las moratorias resultaron imposibles. Y más aún a la mañana siguiente, cuando una ola de agresividad imbécil y de arisca mala fe se desató sobre nosotros. Soy de los que han creído hace algunos años en la posibilidad de una ideología, de una ética de derecha. Después del 6 de Febrero esta esperanza queda definitivamente descartada No hay nada, nada, allá, detrás de sus palabras altisonantes, más que portamonedas que se deshinchan. Marx tenía demasiada razón; yo escojo el campo de los portamonedas vacíos.

No quiero comprometerme en lo más mínimo con esos Dragones disfrazados de San Jorge que hacen la ley en París. Para nosotros unirnos al proletariado, es satisfacer un egoísmo bien comprendido. Es hacer obra de purificación, ganar el derecho a un paso seguro, a una mirada firme. Es, en el sentido religioso del término, salvarnos.

Ramón Fernández