Filosofía en español 
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[ A. W. Lunatcharsky ]

El cinema soviético

El cine revolucionario ruso

La guerra y la revolución de febrero de 1917 dieron un golpe mortal al arte cinematográfico –mediocre– de la Rusia zarista. La guerra civil y el hambre casi le destruyeron por completo. Y la producción de films, durante los primeros años que siguieron a la revolución, no vale la pena ni de mencionarla. La exportación de películas extranjeras fue casi completamente interrumpida. Y el número de salas destinadas al espectáculo cinematográfico apenas llegaba a las quinientas.

Solamente después de la guerra ruso-polaca y después de la liquidación de la catástrofe del hambre, comenzó en el país de nuestra Unión a florecer la cinematografía, al mismo tiempo en que se apuntaba un rápido refuerzo económico y cultural.

Ante todo es necesario reconocer también que un interés elevado del público se hacía remarcar hacia esta clase de espectáculo. Al mismo tiempo, había la posibilidad –material y cultural– de prestar una atención al arte del cinema, al que el sutil Lenin –que sabía ver desde lejos– clasificaba como la mayor de las fuerzas en el dominio del arte, al que significaba como un gran medio de propaganda cultural y revolucionaria –que podría ser insustituible– siempre que se le colocase en manos adecuadas.

Así se desenvolvió poco a poco nuestra producción, que comenzó a fortificarse en su aspecto técnico, artístico e ideológico. Hacia 1925-26, podía constatarse ya que el film soviético interesaba al gran público tanto como el film extranjero. En seguida, él mismo se encargó de demostrar que la frecuentación de los films soviéticos superaba en mucho a la frecuentación de los films exteriores. Hay que confesar, no obstante, que el nuevo aspecto de nuestro arte cinematográfico y su éxito no eran claros del todo para el gobierno, ni para la crítica, ni para el público. La opinión predominante era la de que todavía estábamos sentados sobre una clase preparatoria y que era demasiado pronto para hablar de algunas conquistas.

El joven S. M. Eisenstein, inspirado en el nuevo espíritu, y conocido ya como un “metteur en scène” interesante y próximo al futurismo del teatro por la cultura proletaria (Proletkult), se esforzó –siguiendo las instrucciones de esta sociedad– en pronunciar una nueva palabra para su “mise en scène” original en su film La huelga –film en el que se nota la ausencia del argumento habitual, del héroe y de la heroína cinematográficos.

Eisenstein demostró sin duda alguna en este film una maestría incontestable. Sin embargo, La huelga pasó relativamente inadvertida para todos, menos para los directores más sutiles de nuestra industria cinematográfica, que se dieron perfecta cuenta del talento agudo y robusto de Eisenstein. Ellos quisieron encargarle de la formación de una especie de gran crónica artística que reprodujera los instantes más importantes de nuestra revolución.

Este proyecto quedó irrealizado. Hasta un cierto punto, este deseo cristalizó en el film de Eisenstein Diez días que estremecieron el mundo. Como una muestra magnífica de esta pieza presentada al principio, se dio luego El acorazado “Potemkin”.

Al pronto, no se comprendió en Rusia toda la fuerza revolucionaria de este gran film, ni toda la novedad de su técnica. Solamente tras el eco alemán pudimos darnos cuenta de los progresos de nuestro arte cinematográfico.

Desde este momento, comienza la línea ascendente de nuestra creación cinematográfica. Los viejos directores sintieron un nuevo terreno bajo sus pies y crearon algunos films tan fuertemente revolucionarios como Cruz y escamoteador, de Yardin, o como ese otro film –extraño por su economía artística y profundidad de aventuras (acontecimientos)– de Protosanoff, titulado El 41. Una pléyade de maestros de la dirección se presenta sobre el terreno, entre los cuales (una “estrella”) un “astro” tan auténticamente creador como Pudovkin, brillaba con luces propias.

No podía hacerse otra cosa sino regocijarse por el fuerte crecimiento de nuestra producción: por la rápida reconquista de la técnica europea –por parte de nuestros operadores– y, ante todo, por la aparición – prolongada siempre– de nuevas y magníficas obras cinematográficas. (La Madre y El fin de San Petersburgo, de Pudovkin: algunas realizaciones punteadas, de Kubchoff; Las alas del esclavo, de Jurit Taritch; B. I. S. y La Asociación del gran negocio, de la joven camaradería de directores “Fex”, &c.) Sin embargo, es necesario hacer constar que, a pesar de todo, ni nuestro público ni nuestra crítica, demostraron –en su conducta positiva ante la nueva producción– una comprensión suficiente ante lo que se había obtenido como nuevo. Mejor diríamos que, mientras que una minoría de interesados por el cinema indicaron con soberbia lo que se había obtenido, una gran parte de los críticos y del público expresaban impacientemente su insuficiencia y descargaban contra nuestros realizadores cinematográficos toda una serie de protestas y condenaciones.

Es cierto que una gran parte de estos ataques estaba justificada por los defectos de organización en nuestros dominios cinematográficos, que no han sido eliminados más que poco a poco por parte de nuestro gobierno. Por otra parte, fueron provocadas por el deseo de expulsar de nuestros cinemas, cuanto fuese posible, las malas películas europeas y americanas, que –como debíamos reducirnos a lo barato– no eran más que una mercancía de importación en buenas condiciones, sobre la que, muy raramente, se encontraba un buen film extranjero. Finalmente, estos ataques los inspiraba el deseo de dar a nuestra cinematografía, lo más pronto posible, un carácter artístico: agitador, fuertemente revolucionario.

Inspirado en esto, el Comité central del Partido Comunista convocó una gran conferencia del cinema. En ella, los “grupos de izquierda” pintaron el estado de nuestra cinematografía con unos colores injustamente sombríos y señalaron, como puntos importantes de su programa cinematográfico, el desarrollo de las actualidades semanales, del cinema cultural y, también, del film artístico. En este caso, el film artístico debe abarcar los temas políticos y revolucionarios; debe reflejar la nueva forma de vivir en nuestra aspiración de nuevas formas e incluir –claramente– todos los problemas de nuestro trabajo creador, industrial y agrícola.

No hay duda alguna de que esta crítica acerada –que era injusta en su severidad– ha sido, por otra parte, extremamente útil: fue ella quien subrayó lo que en nuestra cinematografía forma su verdadera fuerza interior.

La conferencia del Comité central del Partido Comunista ha depurado en mucho la atmósfera organizadora de nuestro organismo cinematográfico. En su punto de vista ideológico realizó con gran severidad una labor depuradora en la elección de temas, que ha dado como cociente el que se destaquen más fuertemente las tendencias fundamentales interiores de nuestro cinema.

Claro que todo esto no se hizo sin algunas exageraciones. Un poco intimidados por la crítica, nuestros realizadores pasaron por una ruda restricción en la elección de la materia y comenzaron a acentuar fuertemente sus tendencias. Mientras una obra de arte quiera entusiasmar y adiestrar a su público con soltura y naturalidad, su tendencia debe ser ocultada interiormente y ligar todo en una forma orgánica. Parecidas exageraciones van a ser, entre tanto, eliminadas por la vida misma. Muy pronto esta verdad va a demostrarnos que nuestro arte cinematográfico quedará abierto a todos los temas del cielo y de la tierra; a todos los temas del pasado, del presente y del porvenir, y que la particularidad de nuestro arte proletario subsiste menos en la elección específica de la materia que en la proyección particular de luz, solamente posible a las diversidades infinitas de la vida. Naturalmente, nuestra cinematografía tiene ya algunos rasgos que son originales en un alto grado y que –como espero– no perderá terreno, sino que, por el contrario, ha de ganarlo y desarrollarse.

Es una gran cualidad esencial el que nuestro cinema no se adjudique como objetivo la distracción de algunas gentes más o menos ingenuas o más o menos fatigadas. Hasta las representaciones extremas del film de agitación (de propaganda) no se descarría hasta ese plano que exige que el lado artístico del film deba atrasarse, o retirarse. El arte debe ante todo hablar a los otros. Ante todo cada película debe afirmar, emocionar y ofrecer un verdadero goce. Pero ¿por qué medios? ¿De qué forma?

Uno de los personajes más importantes de Norteamérica –Mr. Schenk– asegura que el público americano desea “exclusivamente distracción y diversión”. A mí me pareció siempre que con tales declaraciones manifiesta un no comprensión de los verdaderos deseos del público, y hasta puede ser que con la intención de colocar a los espectadores sobre el nivel habitual de sus ideas inexactas sobre la “distracción”. Toda la fuerza “distrayente” del arte se precisa en el reflejo concentrado y claro del interior de la realidad. El que pretenda que las grandes obras de los genios creadores y de los talentos profundos no pueden interesar a la masa del público, es porque él mismo no es accesible más que a las novelas blancas y sensibleras y a los melodramas absurdos. A mi juicio, quien tal hace calumnia al público o, más exactamente, las posibilidades culturales o artísticas que pueda ofrecer. Nuestro arte cinematográfico posee, como la crítica renombrada de Berlín –Kerr lo ha dicho en el prefacio del libro El film soviético–, un carácter entusiasta y enunciador. Yo tengo que decir alguna cosa. Yo poseo una formidable reserva ética y visionaria.

El segundo rasgo del carácter de nuestro cinema es el realismo flexible y vivo propio de nuestros pueblos. No solamente nuestros mejores directores, nuestros actores más eminentes, nuestros operadores, sino hasta el más insignificante de nuestros comparsas, de nuestros tipos fragmentarios, sabe vivir airosamente ante el aparato y puede transmitir con una gran naturalidad, con una simplicidad extraña lo que produce después esa especie de captación inmediata, que frecuentemente sobrepasa en mucho hasta lo que la producción europea es capaz de crear en sus mejores excepciones.

El Gobierno de los Soviets ha reconocido la gran importancia del cine como obra de industria y de arte. Yo mismo pasé la orden para la construcción de dos grandes estudios que están provistos y equipados con los más modernos procedimientos de la nueva técnica. Al mismo tiempo, autoricé la construcción de una gran fábrica de producción de película virgen.

Un pulso vivo late sobre nuestra cinematografía. Un porvenir luminoso y fuerte le ha sido reservado.

A. W. Lunatcharsky