Crónica
Madrid, 23 de septiembre de 1934
 
año VI, número 254
páginas 29-30

Una vida extraordinaria

Carranque de Ríos, ebanista, albañil, poeta, anarquista,
artista de la pantalla y novelista

Carranque de Ríos
Aquí tienen ustedes a este gran aventurero que es Carranque
de Ríos, detenido un momento en su vida errante y pintoresca
por el deseo de contárnosla en un libro al que Carranque
ha dado ese título original y un poco anárquico de Uno.

Hay un gran uno en la portada, como una columna que sostiene el nombre del autor. Uno es, efectivamente, el título de la primera novela de Andrés Carranque de Ríos. La crítica la ha acogido con un cariño excepcional, y hasta ese escritor amargo y amargado que es «Gerardo Rivera» no ha tenido inconveniente en destapar, por una vez, su tarro de los elogios. Por otra parte, el público se lleva estos días los últimos ejemplares de Uno. He aquí, pues, un novelista que se sitúa desde su primera obra a la sombra del éxito completo. Un novelista que, según Baroja, es hombre un tanto fantástico y de aficiones vagabundas. Dice más: dice que es un supergolfante, con una supergolfería que lleva en sí un carácter de cierta honestidad espiritual. Nosotros hemos ido a la busca del hombre fantástico y vagabundo. Y lo hemos encontrado. Un vagabundo que lleva un impecable traje marrón y que fuma cigarrillos ingleses. Un vagabundo vestido de señorito.

Baroja y Carranque ante un escaparate

—Conocí a Baroja cuando se estaba impresionando Zalacaín, el Aventurero, película en la que yo hice el segundo papel. Terminada la cinta, dejé de verle. Luego escribí mi libro. «Si don Pío me quisiera hacer el prólogo, me sería más fácil encontrar editor», pensé. Y fui a su casa. Don Pío, como siempre, me habló mal de todo el mundo, especialmente de Azaña y Lerroux, y al cabo de una hora me preguntó: «¿Y qué le trae por aquí, joven?» «Es que ahora soy escritor, ¿sabe usted? Le traigo una novela». Don Pío se asombró un poco. Salimos a la calle. «¿Usted ha leído La casa de los muertos, de Dostoiewsky?» «No, don Pío.» «¿Y quiere usted ser novelista?» Baroja, ya le conoce usted, es así. Por lo visto quería desanimarme. «Debía usted antes ejercitarse un poco en los periódicos». «Es que ya tengo escrita la novela, don Pío». Pasamos ante el escaparate de una librería. Nos paramos. «¿Y para qué quiere usted ser escritor? ¿Para que hablen de usted los periódico? Los periódicos no le dedicarán nunca más de dos líneas en tercera plana. Haga usted frases y se hará célebre, aunque no tenga talento.» Señaló el retrato de un ex ministro que estaba en el escaparate: «Ahí tiene usted a ése. Diariamente, la primera plana de los periódicos se ocupa de él. Y todo por haber dicho frases tan magníficas como ésta: 'Para que haya una República ha de haber republicanos'». «Pero, bueno, don Pío, ¿me escribirá usted el prólogo?» «Vaya por casa dentro de unos días…»

Segunda visita. «Le haré el prólogo, pero a su novela le falta…» hizo un gesto con la mano que quería decir que los personajes estaban poco perfilados. Dos meses más tarde me mandó el prólogo a casa. Entonces empecé una peregrinación que ha durado tres años. Todas las Editoriales me devolvían el libro. En una me dijeron que estaba muy bien, pero que no tenía bastante contenido marxista. Lo mandé a una nueva Editorial, sin grandes esperanzas. A los quince días recibí una atenta carta y un contrato.

El poeta de la pipa vacía

Este Carranque de Ríos que acaba de publicar una novela de tono internacional es de Madrid. A los catorce años era aprendiz de ebanista y a los catorce años era ya un poco anarquista. Los compañeros del taller le dejaban libros y folletos. Meses después era todo un hombre –un hombrecito– de acción. Fundó un grupo anarquista: «Spartacus». A los pocos días tuvieron lugar los famosos asaltos de tiendas. A la cárcel. Al salir nota algo raro en la cabeza. «¿Qué me pasará?» Y lo que le pasa es que se ha vuelto poeta, sin dejar por eso de ser anarquista. Las poesías de Carranque van a parar a periódicos fieramente revolucionarios. Son unas poesías que llevan unos títulos terribles: «Canto a la dinamita», «Elogio de la pistola»… En casa se le ríen. Entonces se deja crecer el pelo y se pone una chalina. «Así nadie dudará que soy poeta». Le falta algo, sin embargo: la pipa. Compra la más grande que encuentra, la carga de tabaco, la enciende y… se marea. Carranque renuncia al tabaco; pero su pipa vacía no se separa de sus labios.

Un descargador de muelle que fumaba egipcios

Como en casa no lo toman en serio, se va a Bilbao.

—Allí trabajé de barnizador. Tuve un accidente en un pie y estuve dos meses sin trabajar, pero cobrando. Me fui a Santander con un portugués que me metió en la cabeza la idea de hacerme marino. Me quedé en descargador del muelle. Ganaba trece pesetas y media, y tenía una llaga en el hombro derecho. Era un descargador que asombraba un poco a los otros. En la taberna, mientras los demás pedían judías, yo me hacía traer tortilla, solomillo con patatas, vino de marca y postre. Al final de la comida encendía un egipcio. Y muchas noches, como me había gastado el jornal íntegro en comer como un príncipe dormía al aire libre… Me hice amigo de marineros. Los marineros me proporcionaron un gran negocio. Me dejaron una gorra sucia de marino y me fui por los cafés vendiendo navajas y tabaco. «Compré le tabac, les navalletes, musiú?» En francés exclusivamente mío. ¡Ah, qué gran negocio aquél!

Mi gran sueño iba a realizarse. Creyendo que yo era un auténtico marinero, un capitán me llevó a su barco. Cuatro días horribles, doblado en arco sobre la barandilla. El capitán me quería matar por estafador. Llegamos a puerto. El cocinero y yo pasamos la noche de taberna en taberna. Por la mañana me encontré sentado en una plaza de Amberes, solo y sin dinero. Encontré un «hotel», donde rezando en protestante le daban a uno te sin azúcar, pan y cama. A los quince día tomé sin billete el tren para París. Bajé en Saint Quintin, medio derruido por la guerra. Un frutero me dió para el viaje hasta París. En París encontré otro «hotel» parecido al de Amberes, donde había de todo: chinos, rusos, italianos, indios… Se rezaba en cuarenta idiomas; lo encerraban a uno en un departamento, y después de rociarle con jabón líquido, con un escobón le quitaban el jabón con agua hirviendo. Daban pan y cama durante dos días. Luego se quedaba uno en la calle… Me fui a San Sebastián. Era invierno. Dormía en las aceras de la estación. Cuando abrían la puerta de la sala de espera, yo era el primero en entrar. Cuando la iban a cerrar, porque el tren se había marchado, yo era el último en salir. ¡Hacía fuera tanto frío!… La verdad es que estaba un poco desesperado. «¿Y si fuera a ver a mis camaradas de aquí?» Dicho y hecho. Fué una idea feliz. Mis compañeros anarquistas me llevaron a casa de un camarada cochero, que me alojó en un pajar. Me dieron dinero para el viaje y me vine a Madrid. Le dije muy serio a mi padre que yo quería ser escritor. «Eso de escribir es una tontería. Tú lo que tienes que hacer es trabajar, ser persona decente». Me metieron a ebanista; pero me echaban de todas partes porque me escondía un libro, y cada vez que pasaba la garlopa leía una línea. Mi padre me creía un vago. Tenía entonces diez y nueve años, publicaba versos que decían eran modernistas y me consideraba más anarquista que nunca. En estas condiciones sobrevino el asesinato de Dato…

Para nosotros, los anarquistas, fué un suceso máximo. Me encerré en una habitación y redacté un manifiesto tremendo. La sociedad estaba podrida. Había que destruir, aniquilar, asesinar… Se lo leí a mis camaradas en una taberna y quedaron entusiasmados. «¡Hay que imprimirlo y repartirlo!» Encontrar imprenta nos costó algún trabajo, pero la encontramos. Repartir las hojas fué más difícil. Mis amigos iban delante, repartiendo. Yo, detrás, hacía de almacén. Bajo mi capa española guardaba miles de manifiestos. Aquello acabó mal. Mis compañeros y muchos transeúntes fueron detenidos. Tuve que huir a Málaga. En Fuengirola se empeñaron en que tenía que decir un discurso…

Grave problema. Carranque no era orador. Una mañana fué a bañarse a la playa. Se acordó de que Demóstenes se inspiraba para hablar en el ruido de las olas y quiso hacer lo mismo. Desnudo, de pie sobre una roca, Carranque, hablando solo y agitando los brazos en el aire, parecería, sin duda, el loco del siglo. Lo peor es que en tan extraña actitud lo sorprendió una pareja de la Guardia civil. Preguntas difíciles de contestar. Carranque ingresa en la cárcel.

—En la cárcel escribí una poesía y la mandé a un semanario anarquista, que se tiraba en la misma imprenta de donde había salido el manifiesto. Esto me perdió. Compararon los rasgos grafológicos de mi poesía con los del original del manifiesto. Eran los mismos, naturalmente. Fui trasladado a la cárcel de Málaga con todos los honores; es decir, andando por la sierra, durante más de veinte días, entre dos civiles. Seis meses en la cárcel de Málaga y otros seis en la de Madrid. En ese tiempo devoraba, más que leía, toda clase de libros. Puede usted calcular unos quinientos… Pedro Rico, que era mi abogado, consiguió mi libertad provisional…

Carranque de Ríos
Carranque de Ríos refiriendo a nuestro compañero
Martínez Gandía las sorprendentes aventuras de
su azarosa existencia… (Fot. Videa)

Lectura de poesías en un almacén de huevos

—Mi cabeza estaba llena de sueños literarios. Salí para París, pero se me acabó el dinero en Burdeos. Llegué «colao» en un tren hasta París. En el andén de la estación me esperaba el revisor con dos gendarmes. Pasé una noche encerrado en la Cité. Me llamaron a declarar: «¿Quién es usted?» Contesté muy serio: «Soy un poeta español que viene a la hermosa Francia a aprender el divino idioma en que cantaron los excelsos François Villón, Paul Verlaine y otras glorias de la gloriosa literatura francesa». Aquello les sonó bien y me dejaron en libertad.

Mis amigos anarquistas de París me buscaron trabajo como barnizador. Esto me permitía vivir, pero malograba mis planes de estudiar en las bibliotecas y Museos. Un compañero, enterado de mi situación, me enseñó un truco para cobrar sin trabajar. Tenía que lijarme un brazo, tirarme por una escalera y hacerme picar por una mosca de milano para que se me hinchara la supuesta herida. Así se conseguía la baja y así la conseguí yo. Escribí un libro de verbos: Nómada. Y con él en el bolsillo emprendí el regreso a Madrid en busca de editor.

—¿Lo encontró usted?

—Sí. Mi primer editor fué un huevero de la plaza de los Mostenses. Un huevero anarquista, claro. Un amigo y yo fuimos a verle, y en la trastienda, rodeados de huevos por todas partes, leí mis poesías. Mi amigo convenció al huevero de que editar aquellos versos era un buen negocio, y el huevero arriesgo seiscientas pesetas, que perdió íntegras. De Nómada se vendieron en la Península, Baleares y Norte de África cinco ejemplares.

Este experimento me hizo dudar de que la poesía revolucionaria fuera un medio de vida. «Hay que hacer prosa», me dije. Escribí un cuento y lo mandé a La Voz. Lo publicaron, me dieron cuarenta pesetas y me compré unos zapatos. ¡Qué éxito en la familia! Nadie dudaba ya que era un escritor. Pero, ¡ay!, escribiendo cuentos tampoco se podía vivir. Yo, todo un escritor que había publicado un cuento en La Voz, tuve que dedicarme a hacer suscripciones para una revista de modas. Como esto tampoco daba grandes resultados, acudí a unos parientes que eran contratistas de obras. Me dieron trabajo como albañil. «Ven mañana a las ocho.» A las ocho fuimos al tajo, con espuertas, clavos, cuerdas y picos. Acotaron un espacio de tierra. «Esto para ti.» «Bueno, ¿y qué hago?» «De aquí para abajo, tres metros.» Y me dieron un pico. A la media hora, mis manos sangraban.

Tres meses con melenas

—De albañil estuve hasta que me cayeron tres ladrillos en un pie. Había yo oído que en cierto café de la calle de Alcalá se reunía gente de cine. «¿Por qué no probar fortuna en la pantalla?» Me fui al café, me senté frente a la «peña» de cineastas y adopté unas poses que me llevaba estudiadas para que algún director se fijara en mí. No ocurrió eso; pero a los pocos días me admitieron en su tertulia. Había un señor que decía que iba a hacer una película. «¿Quiere usted trabajar, Carranque?» Era mi oportunidad. «Déjese melenas y hará un paje de El estudiante de Salamanca. Otro paje, el protagonista y yo, nos dejamos unas melenas preciosas. Durante tres meses fuimos la admiración de los clientes del café. Y la película sin empezar. Cuando nos convencimos de que la película no se realizaría nunca, el otro paje y yo nos cortamos el pelo; pero el protagonista, como en la casa de huéspedes le fiaban a cuenta de la película que iba a hacer, no se lo pudo cortar para que no le retiraran el crédito.

Recorrí España leyendo poesías en los casinos de los pueblos. Otra vez en Madrid volvieron mis sueños cinematográficos.

Me hice amigo de todos los actores y directores, y conseguí, al fin, mi primer papel en una película titulada Al Hollywood madrileño, que no llegó a estrenarse. Después tomé parte en varias cintas. He alternado mi trabajo en el cine con la literatura, y en estos últimos años he publicado cuentos, reportajes y una pequeña novela en Ahora. Cuando terminamos Zalacaín, el Aventurero, empecé a escribir Uno. Llegamos, pues, al punto de partida de nuestra charla.

* *

He aquí, como un noticiario demasiado rápido, la vida agitada y aventurera de Carranque de Ríos, anarquista, poeta, albañil, actor y novelista.

Rafael Martínez Gandía.

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Andrés Carranque de Ríos
1930-1939
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