La Voz
Madrid, lunes 25 de febrero de 1935
 
año XVI, número 4.408
página 8

Un gran periodista que desaparece

Don Dionisio Pérez

El bigotazo de Dionisio Pérez. Aquellos caballeritos del Suizo que declararon la guerra a Alemania. Madrid en tiempo de habanera

Signo dramático del escritor iluminado –efectivamente– por ese pálido sol de los muertos que es la gloria. Se entera uno de la muerte de Dionisio Pérez casi al mismo tiempo en que aparece su último libro: La tragedia del submarino Peral. Todo el mundo será hoy a comprar el libro, que de otro modo –aun siendo, como es, magnífico– tal vez no hubiese logrado sino esa acogida discreta, mitad desdén, mitad curiosidad vaga, en que se ha derrumbado la literatura española. (Porque se habla de la agonía del teatro y nadie se acuerda de la muerte –muerte real y efectiva– del libro.)

El libro de Dionisio Pérez se lee de un tirón. Su autor debió de escribirlo también así, aunque es –una cosa no impide la otra– un fruto maduro de reflexión. Yo me refiero –ya me habrán entendido ustedes– al paso material de la pluma sobre el papel, que en el activísimo Dionisio Pérez, una especie de «Monstruo de la naturaleza» del periodismo, solía ocupar muy poco tiempo. El querido «Mínimo Español» era –da pena inaugurar el pretérito imperfecto– todo menos un escritor premioso. Da pena, sí, incluso a los que no conocimos a Dionisio Pérez sino por esa vaga referencia de las fotografías periodísticas. Yo siempre asociaré al recuerdo de Dionisio la imagen –entrevista en no sé qué página lejana de La Esfera– de un hombre cincuentón, con su gorra y su bigotazo, que olería a nicotina, rodeado de libros por todas partes menos por una, esto es, por la máquina de escribir, y presidiendo –en fin– la penumbra melancólica de un despacho sin demasiado «confort». Pasan los años –¡ay con qué prisa!–, y sólo las páginas de aquella vieja Esfera, editada cuando nadie sospechaba aún la monotonía en sepia mayor de las revistas de ahora, nos ofrece la imagen viva de tantas cosas que se nos van, que se nos están yendo, y que pronto tal vez se nos irán todas para soledad definitiva de los que estamos plantados en lo gris de una generación intermedia. Entonces –cuando se hayan ido ya todos nuestros mentores posibles e imposibles– tendremos que acudir a La Esfera lo mismo que a un museo...

 
Madrid en tiempo de habanera

Dionisio Pérez publicó muy pocos libros. Hace uno ahora el balance, y no salen –en cuarenta y tantos años– más de diez volúmenes. El primero, del que apenas si hay ahora ejemplares, apareció hace cuarenta años exactamente. Es un opúsculo, un pequeño manojo de páginas, que Dionisio Pérez, siempre aficionado a los seudónimos, no quiso firmar con su nombre. El libro de ahora –¡con tantas cosas entre medias!– no tiene dimensiones mucho más grandes. Su autor quería haberlo titulado La trágica agonía del submarino Peral. Es decir, no la agonía de Peral, sino –está hablando Dionisio Pérez– «la agonía del pobre invento, la del pobre submarino, delatado al Extranjero antes de construirlo; construido miserable y cicateramente; expuesto a pruebas superiores a la resistencia que se le había dado, como si se anhelara que se hubiese hundido para siempre en la bahía gaditana»...

Pocas páginas, en efecto; pero las suficientes para que el lector de hoy pueda conocer a fondo, con todo lujo de detalles, la silueta melancólica de Peral, víctima de un Madrid en tiempo de habanera. Sin embargo, no se trata, como pudiera creerse, de una biografía novelada al gusto de hoy: por no ser, ni siquiera es un retrato. Se trata más bien –si es que esto puede hacerse– de una biografía de todo el tiempo de Peral: de «aquella España apacible y resignada –habla de nuevo Dionisio Pérez– que estaban haciendo mano a mano Cánovas y Sagasta». Agonía de Peral. Agonía de su tiempo. Agonía –en fin– de España. (Entonces sí que le dolería a Unamuno en el cogollo del corazón...)

No se lee el libro sin tristeza. Todo ese panorama sórdido del Madrid de hace cerca de cincuenta años –visto con ojos de hoy– produce, efectivamente, una vaga sensación de melancolía. ¿De melancolía nada más? No. Quizá lo que domina en esa sensación es la repugnancia, un malestar casi físico: la antipatía, para decirlo de una vez. No es simpática la época de Peral. No nos es simpática por lo menos a nosotros. Huele a garbanzo, a piso sin ventilación, a vida mezquina. Sí, claro: entonces había ópera. ¡Noches brillantes del Real! Los «divos», las duquesas melómanas, los cocheros –chistera y «macferland»– que aguardaban a sus señores en la plaza que todavía era de Oriente... Todo muy bonito, en efecto. Pero, la verdad, uno –y más, luego de haber leído el libro de Dionisio Pérez–; uno prefiere «La carioca», que está recién bañada, a «la donna e móbile...»

Sí. Más todavía, después de haber leído La tragedia del submarino Peral. Dionisio Pérez pinta de modo maravilloso todo el aire cursilón de aquella época. ¡Y qué fantoches los gerifaltes de la política! Alguien le cuenta a Cánovas que un oficial de la Armada ha resuelto el problema de la navegación submarina, y al fantoche todo lo que se le ocurre es esta frase desdeñosa:

—¡Vaya! ¡Un Quijote que ha perdido el seso leyendo la novela de Julio Verne!

Y ya desde ahí –estamos en la época de las grandes frases– empezará la agonía de Peral, el irse consumiendo, el naufragar poco a poco en la indiferencia de un Madrid con ritmo de habanera. Dionisio Pérez sigue a Peral paso a paso en su agonía sobre el fondo –lleno de sombras– de la España de entonces. Bismarck acababa de quitarnos las Carolinas. Y los patriotas del hongo claro vociferaban en el Suizo: «¡Ese Bismarck! ¡Esa Alemania! Hay que declararles la guerra...» Aire colectivo de locura, de delirio peligroso. Las damas del sombrero minúsculo sobre la montaña de rizos prepararían ya –tal vez– las vendas para la hipotética guerra...

Y poco después, Cavite.

Y Peral –¡agonía de España!–, aburriéndose, desesperándose, en la antesala soñolienta de esos ministerios. Sí. Madrid en tiempo de habanera.

 
Polvo

El libro de Dionisio Pérez se lee, efectivamente, de un tirón. Dionisio Pérez era tal vez uno de los escritores más amenos de España. Tenía –por lo pronto– la virtud de presentar los problemas obscuros en forma asequible al conocimiento de la masa. Tenía además otra virtud: la virtud de resumir, de economizar palabras innecesarias. Su Peral es eso ante todo: un modelo de síntesis. No es también un modelo de biografías noveladas –como es, por ejemplo, el Wéyler de Julio Romano–, entre otras razones, porque Dionisio Pérez huyó a propósito de una labor que ya había hecho el hijo del propio Peral. Con todo, llega adonde González Ruano no ha podido ni siquiera asomarse de lejos con su biografía de Primo de Rivera, publicada al mismo tiempo que la de Dionisio Pérez. (Es gracioso, de todas suertes, el ver a Ruano haciendo equilibrios sobre la cuerda floja de un libro –El momento político de España– que dio a la estampa antes de encontrar su conciencia...)

En fin, se cierra el libro de Dionisio Pérez con melancolía. Doble melancolía: primero, porque terminar la lectura de un libro es también morir un poco, y después, porque ahora se trata de una muerte efectiva. El prólogo de La tragedia del submarino Peral tiene, leyéndolo hoy, sabor de profecía dramática. «Está profesión –dice Dionisio Pérez aludiendo a su oficio de periodista–; esta profesión de que he vivido limpiamente hasta aquí y en que acabaré mis días...» ¡Ah! El libro termina de asomarse ahora a los escaparates. La tinta está fresca todavía. El tono violeta de la portada mancha aún los dedos del lector. Y, sin embargo, todo eso no es ya más que polvo...

José Luis Salado

 
El fallecimiento

A última hora de la tarde del sábado falleció en Madrid Dionisio Pérez. Regresaba de una fiesta –el bautizo del niño de uno de sus vecinos– cuando le sorprendió la muerte, casi repentina. El mismo día de su fallecimiento se levantó a la hora acostumbrada: las dos y media de la madrugada. En su despacho, modesto y casi pobre, se puso a trabajar. En el fondo, la estantería repleta de libros, en cuyo entrepaño más alto, un busto de Galdós, modelado por Victorio Macho, sonríe con su sonrisa de hombre bueno y comprensivo. Montones de periódicos sobre estantes y mesas, dos máquinas de escribir. Los libros todos que rodeaban a Dionisio son de consulta.

Desde primeras horas de la madrugada hasta las los de la tarde el veterano periodista trabajaba. Escribía con una letra clara y en tinta roja cuartillas y cuartillas. Su secretarlo decía:

—Venía a escribir todos los días de cincuenta a sesenta cuartillas. Artículos para los periódicos de provincias; sus famosas «Informaciones comentadas», donde un espíritu eternamente joven se desbordaba en generosidades y exaltaciones de hombre que busca el bien de su patria.

Acababa de publicar la biografía de Isaac Peral. Una gran ilusión le embargaba: preparaba los materiales para ponerse a escribir la biografía de don Benito Pérez Galdós.

 
El entierro

A las cuatro de la tarde de ayer se verificó el entierro del que fue maestro de periodistas D. Dionisio Pérez, cuyos restos recibieron sepultura en el cementerio de la Almudena. El acompañamiento del cadáver constituyó una impresionante manifestación de duelo.

Entre los que acompañaban los restos del que fue ilustre y admirado compañero figuraban los señores Francisco Villanueva, Cristóbal de Castro, doña Remedios L. de Mendiluce, Enrique de Isidoro, Rodolfo Reyes, Ramos de Castro, A. Pidal, Bernardino Rodríguez, José García Mercadal, Manuel Picardo, Talanquer (F.), Muñoz Seca, Luca de Tena, Romero Cuesta, Joaquín Belda, Boris Bureba, Francisco Vera, Antonio Robles, Rafael Gasset, Mariano Zabala, Francisco Verdugo, Juan López Núñez, Enrique Contreras y Camargo, Tomás García Lara, Pedro Pérez Fernández, Gregorio Corrochano, A. Ramírez Tomé, Paulino Masip, Benítez de Lugo, A. del Castillo, Daniel Ríu, José María Buylla, Rodolfo Halffter, M. R. Blanco-Belmonte, Luis Gabaldón, Antonio Carpintier, Mariano Domingo, Nicolás Alonso, Ricardo Serrano, Julián Zamora, Manuel Abarrátegui, Roberto Molina, Eduardo Bermúdez, Teodoro de Anasagasti, Alfredo Rivera, Enrique Mariné, Juan Pujol, Enrique Díez-Canedo, Salvador Martínez Cuenca, Roberto Castrovido, José Pérez Pastor, Luis de Tapia, Augusto Martínez Olmedilla, Luis Massip, Rodolfo Gil, Mesonero Romanos, José Campos Moreno, Carlos Couporta, doctor Huertas, Marcelino Pérez, Pérez Asensio, «Azorín», F. del Amo, Darío Pérez, Taxonera, Mourlane Michelena, José Francés, Antonio López del Oro y otros innumerables escritores y periodistas, que sentimos no recordar.

La Asociación de la Prensa también estuvo representada en el triste acto por los directivos Sres. B. Santamaría, Mariné, Sánchez de los Santos, Ardila y Mayral.

 
El Sr. Lerroux, en la casa mortuoria

Antes de sacar el cadáver de la casa mortuoria estuvo allí el presidente del Consejo de Ministros, D. Alejandro Lerroux, a dar el pésame a la familia del llorado compañero.

 
Las coronas

Entre las coronas recibidas figuraban una de la Asociación de la Prensa y otras de la viuda, hijos y nieta de Dionisio Pérez; de D. Joaquín Fernández Rojo y señora, de la Asociación de Corresponsales de Prensa Extranjera en España y de la Agencia Mencheta.

 
Datos biográficos

Nació D. Dionisio Pérez en el pueblo de Grazalema (Cádiz) en el año 1871. Casi adolescente hizo sus primeras armas como periodista en el Diario de Cádiz, en cuyas columnas su pluma bien templada llevó a cabo campañas sensacionales contra el caciquismo imperante en aquella provincia. Patrocinó la candidatura de Isaac Peral, y se distinguió como orador político ardoroso y violento, hasta el punto de ser procesado.

En 1891 se trasladó a Madrid. fue redactor de los más importantes periódicos de aquella época. Su labor periodística es inmensa. Hizo célebres, además de su nombre, sus seudónimos «Mínimo Español», «Amadeo de Castro» y «Martín Ávila» en El País, Heraldo de Madrid, El Globo, y últimamente en las revistas de Prensa Gráfica, etcétera, etc.

Al mismo tiempo su facundia prodigiosa se desbordaba hacia Ultramar. Mandaba colaboraciones especiales a El País, de La Habana, y a El Diario Español, de Buenos Aires.

Sus campañas aparecieron siempre animadas por un fervoroso espíritu liberal al viejo uso. Su ofensiva contra la usura y su apología de Bolívar lo situaron en el plano más destacado de la consideración pública.

Al mismo tiempo realizaba una brillante obra puramente literaria,, entre la que figuran libros de valor tan estimable como las novelas Jesús, La juncalera y el tomo de crónicas de viaje Por esas tierras.

En la última época publicó la novela «El cendal de la vida», «Guía del buen comer», «Daniel Vierge, el príncipe y el renovar de de la ilustración moderna», «La Dictadura a través de las notas oficiosas» y «El enigma de Joaquín Costa».

Un estilo sobrio, de medio tono, pero limpio y claro, era la característica esencial de Dionisio Pérez como escritor y periodista.

Durante el año 1928 realizó una excursión por tierras cubanas, donde en conferencias y artículos desarrolló una meritoria labor de exaltación de los valores de España.

En 1930 fue propuesto para ocupar el sillón vacante en la Academia de la Lengua por la muerte de otro insigne periodista, «Andrenio».

Numerosos periódicos de provincias, en cuyas columnas diariamente colaboraba Dionisio Pérez, preparaban un homenaje en su honor cuando le ha sorprendido la muerte...

* * *

No puede La Voz ocultar su sentimiento por la muerte del gran periodista, que durante tantos años figuró en el brillante cuadro de nuestros colaboradores. En esta casa, El Sol y La Voz, realizó Dionisio Pérez una gran parte de su mayor obra, dejando en nuestras colecciones admirables pruebas de su talento claro y su ingenio fértil. Aquí estaba su casa solariega y aquí se le recordará siempre con sincera admiración, y al llegar estos momentos dolorosos y amargos no podemos –como decimos al principio– disimular el dolor que nos causa la pérdida irreparable del maestro, del compañero, del camarada y del amigo entrañable, cuya muerte inesperada lloran hoy las letras y el periodismo españoles...

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Dionisio Pérez
1930-1939
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