Nuestro tiempo
[ Rodolfo Gil Torres ]
Hispanidad y arabidad
Una de las orientaciones internacionales recientes que más han llamado la atención de muchos observadores anglosajones y algunas grandes agencias de información es el frecuente paralelismo entre las tendencias generales comunes de los países hispanoamericanos y otras tendencias semejantes de los países de lengua árabe. Desde que en enero de 1946 comenzó a funcionar en Londres la O. N. U., ya dijeron los citados observadores que: «Una considerable comunidad de intereses ha sido establecida entre los árabes e hispanoamericanos, y no sería ninguna sorpresa que en el futuro se presten ayuda recíproca». Después, esa sensación se ha acentuado, no sólo porque en alguna cuestión de defender los derechos de las pequeñas naciones hayan podido coincidir casualmente, sino sobre todo por la manera análoga de ver la vida del mundo. El mejor modo de explicarlo es recordar las semejanzas geográficas, políticas y de contextura humana que existen entre los arábigos y los hispánicos de Ultramar. Ambos son dos grupos de Estados oficialmente diferentes, pero dentro de cada grupo están todos espiritualmente unidos entre sí por el uso de un mismo idioma, tanto como por el recuerdo de una pasada unidad política y de una gran igualdad de costumbres, de tradiciones, de esperanzas. En el grupo árabe hay diversos elementos raciales fundidos por el común denominador de las razas de Arabia, y en el hispánico hay también indios, negros e hijos de emigrantes fundidos a base del común denominador ordenador de las razas de España. Los primeros inventaron en el siglo pasado la palabra «Arabidad» (URUBAH) para designar sus lazos familiares. Los segundos y su raíz de España han formado posteriormente del mismo modo la «Hispanidad» con igual sentido.
Pero, además, ambas tendencias están directamente unidas entre sí con una unión muy sólida, a través de la existencia de un numeroso núcleo de árabes establecidos en tierras del Brasil y de los países que hablan español. Millón y medio, procedentes de Siria, el Líbano y Palestina, viven repartidos por todo el nuevo mundo. La mitad de ellos están en los países que hablan la lengua de Cervantes, y su núcleo más numeroso es el de Argentina, con 200.000. La mayor parte de esos árabes (a los que a veces se designa erróneamente como «turcos») se dedican al comercio en diversas formas, desde la modesta de los buhoneros hasta la de las grandes empresas de algunos millonarios, y también tienen Bancos propios, industrias, &c. Pero, a pesar de la fama que les ha dado su afán comercial, hay también entre ellos una vida cultural importante que tiene como centro y eje una Prensa abundante con periódicos en árabe, en español o bilingües. Tiene también escuelas en que se enseñan los dos idiomas, academias, hospitales, sociedades deportivas, casinos, editoriales, &c. Y lo más importante es que sus colonias emigradas no son grupos dispersos sin relación entre sí, pues siempre han procurado mantener un estrecho contacto entre las colectividades de todo el Continente (incluso Estados Unidos y Canadá), con un sentido panarabista muy marcado. Siendo el más importante acto de unión y nacionalismo el gran «Congreso Panárabe Americano» que se celebró en Buenos Aires del 8 al 12 de marzo de 1941, y al cual asistieron representantes de la totalidad del millón y medio de emigrados, proclamando allí la existencia de la «Gran Madre Patria Arabia».
A pesar del empeño que la mayoría de los sirio-libaneses-palestinos de América del Norte y Sur ponen en conservar siempre que pueden su raza y sus sentimientos nacionales originarios, la actitud hacia los países en que viven es de sincero afecto. En los de lengua española y lengua portuguesa es muy curioso observar el afán con que los árabes participan en la tarea de impulsar el adelanto de las naciones iberoamericanas, especialmente en la economía, concibiendo los negocios y la manera de realizarlos con una seriedad y laboriosidad tenaces, que les conquistan con frecuencia el aprecio de los criollos, los cuales algunas veces han comparado a sus colonias con una colmena de abejas en movimiento activo. A ese aprecio corresponden los árabes con actitudes de exuberante entusiasmo, proclamando la necesidad providencial de un destino glorioso preparado para Hispanoamérica por la Divina Providencia. Y cantan las excelencias de Buenos Aires, La Habana, &c., a las que ellos ven en su imaginación tan deslumbrantes como las ciudades encantadas de las Mil noches y una noche. Eso unas veces se explica por el carácter franco y campechano de los criollos, tan semejantes al árabe como diferente del de muchos europeos transpirenaicos que los arábigos conocen en su Oriente. Otras veces fue el origen del entusiasmo el que los primeros sirio-libaneses llegados a América lo hicieron huyendo del Imperio otomano que les trataba con dureza, y los emigrantes posteriores fueron conociendo la lucha contra algunos empeños dominadores de potencias coloniales. Al llegar perseguidos o amargados encontraron un ambiente de excepcional libertad y simpatía en los países hispanos que calentaron para ellos nuevos hogares, lo mismo si se querían nacionalizar americanos que si persistían en su nacionalismo nativo.
A la etapa inicial de adaptación al medio por simpatía tiende a suceder otra que, dejando de considerar a los arábigos como inmigrantes exóticos que llegan casualmente, ve en ellos piezas esenciales de la Hispanidad más histórica. Es decir, que el sirio-libanés o el árabe del Norte de África en América del Centro y Sur puede estimar su suelo como suelo propio, alegando que toda América ha sido descubierta, y casi toda organizada, por España, y que España, durante la Edad Media (además de algo de la Edad Antigua), fue en parte un país de colonización y civilización árabes, donde precisamente el espíritu de la «Arabidad» dio sus mejores frutos en artes, ciencias, filosofía, &c. Por eso, si las naciones americanas del lado meridional proceden de la Península Ibérica, en la que el sector racial árabe se mezcló abundantemente con el ibero y celtíbero, muchos pensadores árabes sacan de ello la consecuencia de la identidad de la sangre de la estirpe y el alma entre arábigos e hispanos. Esa tesis la desarrolló el ex presidente de la Academia de Damasco, Habib Estéfano, afirmando en 1925 en Madrid, tanto en los locales de la Universidad como en los de la Unión Iberoamericana, que cada árabe tiene dos patrias naturales, una el país en que nació, otra la América hispana donde los árabes, antes dispersos, recobraron el sentimiento de su unidad y «Arabidad». Tampoco puede dejarse de citar la arraigada creencia de que la «Fiesta de la Raza» del 12 de octubre fue iniciada y sugerida al presidente Irigoyen por un grupo local de árabes porteños.
Habib Estéfano fue también, nombrado por el general Primo de Rivera, delegado en América de la Exposición de Sevilla, y entonces lanzó la sugestión de considerar a Sevilla como la clave del gran arco que por un lado forman los hispanos del Atlántico y por el otro los arábigos del Mediterráneo. Pensando en que Sevilla, la «Hispalis», de fundación libanesa, fue luego gran ciudad de los musulmanes, y por último cabecera de la colonización americana, y que hoy el Archivo de Indias, está contiguo al Alcázar como marcando un necesario destino. Desde Sevilla, el corazón arábigo-criollo se extiende por toda Andalucía. Primero, por el recuerdo de las capitulaciones con Colón hechas no lejos de la Alhambra, y el de que la Rábida de Huelva fue un «Rabat» arabo-musulmán. Luego, por la casualidad de haber sido Andalucía sucesivamente asiento de la colonización de fenicio-cartagineses (que eran libaneses); cuerpo del Estado árabe del Jalifato cordobés, y principal base de la colonización del mundo americano, donde el idioma español se pronuncia a estilo andaluz precisamente. Además, en Andalucía se formó, a través de un largo contacto con lo arábigo (desde mil años antes de la Era Cristiana), un tipo mixto racial sirio-hispano, que también se encuentra en América y en Oriente, hasta el punto de que algún viajero que mundo adelante se tropieza con muchachas sirias o palestinesas, casi siempre las toma por andaluzas. Todo ello se comprende si se piensa que en España no ha habido nunca lo que se llama «invasión árabe», ni siquiera en la época musulmana, en la que los guerreros y jefes llegando sin mujeres se mezclaban con las del país, formándose la mezcla racial desde el primer momento.
La España peninsular es, pues, para los árabes cosa siempre propia y entrañable por la razón de que el Sur lo forma Andalucía, que fue zona esencial de la cultura árabe más completa, y por las nuevas conexiones establecidas a través de lo hispanoamericano. Pero también dentro de la España moderna hay núcleos de árabes puros, con o sin nacionalidad española. Entre los primeros, además de algunos naturalizados en Canarias, figuran las comunidades islámicas de Ceuta y Melilla, compuestas por ciudadanos españoles de nacimiento, cuyas lenguas usuales son, a la vez, el español y el árabe (entre los cuales hay figuras tan ilustres como el general Mirrian). Entre los segundos figuran los numerosos árabes católicos de nacionalidad libanesa que residen en Canarias y Guinea, además de otros libaneses cristianos sueltos de Almería, Barcelona, Madrid, etcétera. Y ya fuera de España, pero formando casi cuerpo con ella, la zona Jalifiana del Protectorado marroquí prolonga con sus costumbres, origen y cultura la antigua Andalucía. Hay, pues, que observar cómo los árabes, lo mismo los de religión católica que los de religión musulmana, están en contacto directo con España en todos los sitios en que ésta tiene intereses. Dentro de la España de hoy, de su historia vieja, en Marruecos, en el Mediterráneo, en América, en las colonias guineanas, &c. No hasta el punto de que lo árabe pueda identificarse totalmente siempre con lo español. Pero sí lo suficiente para que ni en la Península ni al otro lado del Atlántico pueda considerárseles como unos extranjeros cualesquiera.
A las tres conexiones, andaluza, criolla y de contacto directo actual, se unen las de las semejanzas psicológicas y universalistas, que tiene un anverso y un reverso. Del primero puede servir como ejemplo el caso de Cervantes y su «Quijote», que él, por una ficción literaria, afirma haber estado escrito primero en árabe por Sidi Hamed Benengeli. A Cervantes le ha definido el rector de la Universidad de Alejandría, doctor Tana Hussein, como un cruce de lo caballeresco nórdico medieval con lo caballeresco del desierto, diciendo que Don Quijote «es un héroe del ciclo europeo cristiano, por cuyas venas corre sangre árabe y vive en España, siendo por eso triplemente caballero». Y destaca que ese libro no se escribió por casualidad, sino porque sobre él influyó el espíritu universalista de la tierra en que se escribió, la cual es el más fecundo cruce de culturas. Antes, el gran escritor árabe de Nueva York, Amin Rikani, dijo, hablando en Tetuán: «Vuestro gran genio Cervantes y nuestro gran poeta Almaarri se unen en mi alma y conservan en ella aquella unidad que Dios quiso, la unidad de la Humanidad.» En lo político, desde Tetuán también, se ha definido como misión esencial del Protectorado la conservación de la vieja cultura hispanoárabe, una de cuyas tendencias era el sentido jurídico del respeto a los derechos de todos. Hoy, que en el mundo cuentan tan poco los individuos y las pequeñas potencias, en las Naciones Unidas las voces que suenan de vez en cuando en su defensa son árabes o suramericanas, como las del doctor Arce y Faris-el-Khuri. Es que ambos espíritus de «Hispanidad» y «Arabidad» siempre han repugnado establecer barreras entre los hombres por fútiles pretextos de color, lengua o clase. No en vano el Derecho codificado en Beryto (Beyrut) bajo Roma tuvo por grandes maestros a los árabes Papiniano de Homs y Ulpiano de Tiro, mientras que con Suárez y Vitoria llegó en España a su apogeo.
El reverso, aunque más escondido, es más esencial, porque se refiere a lo eterno. En Arabia, con una mayoría de Islam y minoría de cristianismo, o en España, con mayoría de cristianismo y minoría de Islam, el concepto de la vida y la otra vida ha sido siempre idéntico. El santo árabe San Juan Damasceno antaño y el sabio sacerdote español don Miguel Asín Palacios demostraron que entre el musulmanismo y la Iglesia Católica no hay verdadera incompatibilidad en lo más esencial del dogma, sino sólo desviaciones, y que en la vida del espíritu no hay separación. Por ejemplo, si los místicos sufíes de Andalucía y Murcia, como el gran Abenarabi, fueron influidos por el monacato oriental, e influyeron a su vez sobre el misticismo cristiano posterior, hasta el punto de que Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz pertenecen a la misma escuela espiritual que Aben Abbad de Ronda y el marroquí Muley Abdesselam, patrón del Protectorado de Tetuán. Así, desde los materialismos del comercio y la política actual, hasta las excelsitudes de la fe, Hispanidad y Arabidad están siempre presentes muy próximas, aunque diversas, como dos colores complementarios.