Alférez
Madrid, 31 de mayo de 1947
Año I, número 4
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Piedras universitarias

Desde San Agustín viene el pensamiento cristiano insistiendo sobre el vital enlace que existe entre la inteligencia y el amor. Este enlace debe cumplirse en todos los campos de la vida humana y en todas las relaciones entre los hombres, muy principal mente en la relación pedagógica. No hay posibilidad de que la verdad emigre de hombre a hombre si en su alforja no lleva un inmenso repuesto de amor, y en haber desconocido este hecho está, precisamente, la gran falla de la pedagogía científica moderna. En cierto sentido –sólo en cierto sentido; no hay aquí asomos de irracionalismo– todas las bibliotecas de pedagogía podrían reducirse a aquella frase que San Agustín dirige al maestro: ama et fac quod vis.

Salirse de esta realidad, hija de la constitución misma del hombre, y tratar de sustituir el papel del amor con profusas técnicas científicas y pedagógicas o con un alarde material de edificios y laboratorios es, a fin de cuentas, buscar la cuadratura del círculo. Por eso la pedagogía –sobre todo la pedagogía universitaria– anda hoy en general escorada, y bajo apariencias de culto desinteresado al espíritu se ha vuelto, en realidad, materialista. Todas sus construcciones grandiosas tienen, como las pirámides, el triste destino de ser piedras amontonadas sobre un cadáver, cuando, si hubiera amor, podrían ser órganos que hicieran música el espíritu. En España, sobre todo, donde el amor a la ciencia pura no basta casi nunca a movilizar las vocaciones individuales, es necesario, para que haya Universidad, la existencia de un auténtico amor pedagógico. Mientras no surja una generación de maestros que lo tengan y se inflamen en él, no nos engañemos a nosotros mismos empeñándonos en creer que nuestra Universidad ha resucitado.

Lo intelectual y lo inteligente

Cuando se predica adecuación entre la inteligencia y la política se corre el grave riesgo de considerar aquélla únicamente sub specie theoriae, y no como sal sazonadora de la acción. Sería, naturalmente, muy necio decir que el hombre político tiene que ser forzosamente especulador, o, para decirlo en términos corrientes, intelectual.

El irracionalismo moderno nos ha estragado tanto el oído que la palabra inteligencia sólo evoca ahora una especie de realidad frígida y disecada, no un principio de operación. Hemos recortado lo inteligente hasta quedarnos con el núcleo de lo intelectual, con lo cual se plantea entre la inteligencia y la vida –entre la inteligencia y la política– un divorcio insalvable. La teoría, a su vez, sacó los pies del plato y quiso muchas veces meter en su fría jaula a la realidad, sin darse cuenta de que no apreciar los pliegues y sinuosidades de ésta es una manera tan grave coma cualquier otra de pecar contra la inteligencia.

La política, de este modo, fue cortejada la vez por el teórico despreciador de la vida y por el hombre de acción despreciador de la inteligencia –en la que sólo veía un montón de inertes lucubraciones teóricas– sin que nadie la casara con la inteligencia entendida en su pleno sentido, como criatura que tiene la cabeza en el cielo metafísico y los pies en la humilde tierra de la prudencia y de los recursos tácticos.

Conste, pues, de una vez por siempre, que cuando defendemos la primacía de la inteligencia estamos muy lejos de intentar un monstruoso connubio, sin grados intermedios, entre especulación y realidad. Especular –esto es, espejear– es actitud estática, y la inteligencia también tiene palabras que decir al caminante.

Alférez.


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