Alférez
Madrid, 31 de agosto de 1947
Año I, número 7
[página 4]

La juventud como obligación

Hablábamos, en un número anterior, del pecado colectivo y de su consecuencia inmediata, el pecado histórico, como fruto de un olvido de nuestros deberes como «seres colectivos» miembros inseparables de la sociedad humana: además de las obligaciones comunes a toda persona, tenemos otras derivadas de nuestro papel en la vida común, tanto en aquello en que coincidimos con todo prójimo como en aquello en que nos diferenciamos de la mayoría; por ejemplo, el oficio o la edad.

El joven, en cuanto que tal joven, tiene unas obligaciones peculiares –aparte de las suyas individuales– que nos urge estudiar, por tocarnos directamente el asunto. Por supuesto, no hará falta recordar que nos referimos sólo al orden histórico, inferior al terreno inmóvil de la fe: a lo que, en la realización concreta de los mandatos de esta misma fe, participa de la eventualidad continua del cambio y renovación incesante que es propiedad de lo histórico. Aunque tengamos anclada la mirada en las inmóviles estrellas, nos hallamos inmersos en el río de los siglos, en que nunca nos ciñe dos veces la misma agua.

La mayoría de edad trae el deber de seguir la propia vocación, aunque el desprendimiento del claustro familiar no se haga a gusto de todos. Mal honraría a sus padres el que por obedecerles renunciase a su propio camino. Cuando menos, siempre nos imponen tal obligación nuestros futuros hijos, que demandan en su genitor una personalidad ya propia y libre, conquistada por uno mismo, so pena de resultar «hijos de su abuelo».

Pero hay peligro de que esta originalidad que propugnamos se entienda en un sentido puramente romántico y antitradicional, de enfants terribles, con lo que al pasar ahora al plano de la vida social –cultural y política– se produciría un equívoco de anarquismo. La originalidad, como ha dicho Laín Entralgo, acuñando un fecundo maridaje de conceptos, tiene dos caras si no quiere ser extravagancia: la recapitulación y la innovación. Así, lo nuevo no ha de ser pirueta ni plagio, sino tradición, o sea, continuidad y renovación; antigüedad y novedad. Recogemos la herencia no para tirarla por la ventana ni para conservarla intacta y mohosa, sino para darle nuestro peculiar empleo.

En la vida de una nación, cada elemento tiene que actuar a partir de lo que es por naturaleza. La juventud, por tanto, debe aportar su nativa independencia, aún intacta; su novedad, su originalidad. Debe ser el soplo de oxígeno que entra –cada generación, una inspiración– y mantiene fresca, siempre nueva y siempre la misma, la vida del individuo. Si la juventud deserta de su misión natural, la vida nacional se detiene, se fosiliza, hasta que –como la vida nadie la sujeta– otra generación, o, en último caso, los futuros hijos de esa juventud, hagan saltar violentamente el hielo, y el río siga su curso, aunque turbulento ahora, y arrastrando grumos, tristes consecuencias que tardan en reabsorberse.

Por eso, el grupo rector de cualquier nación –si es inteligente– no debe intranquilizarse porque la juventud crezca en su margen natural de relativa disconformidad, sino, al contrario, alegrarse, porque esto garantiza que el país va a seguir siempre vivo, y la obra de unos dirigentes encontrará continuidad, herencia original, no mera prolongación muerta ni eco inconsciente. Las canciones de los padres han de hallar nuevo acento y timbre en boca de los hijos, o se harán arqueología. El error acostumbrado, a lo largo de la Historia en todo revolucionario es el tornarse súbitamente conservador, sin comprensión para lo nuevo, en cuanto pasa él a ser poder constituido. Para poner un ejemplo en el plano de lo cultural: algunos patriarcas del surrealismo –así, Breton– viven hoy lamentablemente momificados porque se estacionaron en su primer hallazgo, en vez de seguir como los demás el camino –hacia la salvación o hacia al abismo, esto ya es cuestión aparte–.

Claro que en realidad no hay tales detenciones ni estancamientos, sino retrocesos. El Padre Gratry escribió: «...y esta ley de progreso es necesaria hasta el punto de que, antes de detenerse, la vida, cuando es menester, irá en sentido inverso y tendrá su progreso al revés». En seguida vamos a ilustrarlo con una conocida ejemplificación.

Todas estas cosas, hace veinticinco o treinta años, no sólo estaban bastante claras en todos los países, sino demasiado claras. Se pecaba por carta de más; sin verdadera «recapitulación», sin herencia que emplear –el caudal cristiano estaba casi dilapidado–, la originalidad nacía al borde de la extravagancia, y la juventud crecía poco menos que con vocación de expósita. Pero en ciertos estados europeos surgió un remedio peor que la enfermedad, y fue invertir la función natural de la juventud, remedio ciertamente impuesto por la necesidad casi absoluta de rebañar todas las fuerzas existentes en el campo nacional y potenciarlas hasta el máximo, aun bordeando el gravísimo peligro de sacarlas de quicio. Estos Estados han «alquilado» a sus propias juventudes, interrumpiendo su función natural, para que fueran ejecutores, entusiastas coros generales de sus proyectos. Tal ha sido la quiebra de su política; sin evitar la muerte por estallido, ha introducido otra enfermedad también mortal: la gelificación, si se nos permite emplear tal terminacho biológico, que expresa el cese del estado coloidal, íntimamente móvil, característico del ser vivo.

En general, se ha dado demasiada importancia a la juventud (en el mal sentido de la palabra «importancia», almidonado y con nómina), con detrimento de ella misma. En el moderno Estado mítico y heroico –conste que estos adjetivos no implican ningún desprecio póstumo a los regímenes de Alemania e Italia, ni mucho menos indirecta preferencia por sus vencedores– se cotizaban tan alto los valores propios del joven, que se acabó dando a los jóvenes un lugar contra natura: el de motores de una máquina en cuyo mecanismo no intervenían.

... Parodiando la célebre frase de León Bloy, podríamos decir que el resumen de estas tristes historias es así: «Los padres han sido demasiado padres, incluso patronos de sus hijos, y los hijos han tratado de ser sólo repeticiones, siervos más que hijos.»

Gambrinus


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