Alférez
Madrid, 30 de septiembre de 1947
Año I, número 8
[páginas 1-2]

Misiones

A nuestro amigo Enrique Loring, que
está en África con los Padres blancos.

Cada día nos dicen y repetimos que la propaganda misional se ha instalado de verdad en casi toda la vida española. Cuando se acerca el Domund el tema se hace más que familiar en las columnas de los periódicos, que conjugan muy bien la doble espuela del reportaje y del artículo: una deliciosa vestidura de exotismos en letras negras da a la prensa española un sentido de universalidad, de ventana abierta a todos los mundos que podemos manejar y que de hecho hemos manejado mil veces como el mejor testimonio, como el más desinteresado testimonio del catolicismo español. Cuando, hace unos meses se celebró en Roma la reunión anual, primera después de la guerra, el director nacional de las Obras Misionales Pontificias, Monseñor Sagarmínaga –autor entre nosotros de innumerables triunfos personales, de encandilamiento por las misiones, conseguidos por la verdad y la gracia de su humanísimo ajetreo– llevó en vanguardia de su informe un escueto resumen de las cosas hechas por la radio y por la prensa. Mundos demasiado impermeables a puras consideraciones de vuelo alto, el mundo del cine, por ejemplo, se incorporan también, y con guiones misionales, donde el exotismo y el sentimentalismo tienen sólo valor de ambiente y de perspectiva se ganan premios de primerísima calidad literaria.

A muchos que, como yo, hemos sido arrancados de caminos muy queridos, muy familiares y muy cotidianos, para venir de la música, de la novela o del poema a enterarnos y a gritar aún semienterados las verdades esenciales de la dogmática misionera, se nos podría preguntar si se han colmado, humanamente hablando, las esperanzas que acumulábamos hace unos años cuando empezamos, animados a estimulaciones personales o al puro compromiso. Debemos decir que no, defendidos de la pereza y del buen cerco de las cosas hechas ya; ahora, precisamente, lograda la propaganda fácil, tiene su precisa coyuntura el problema de dar forma, rango intelectual a esta tarea. En una palabra: crear una «conciencia misionera» dirigida desde el espíritu, desde una minoría universitaria que coloque el problema en la oración y en la mesa de estudio. Primera tarea: liberarnos definitivamente de tópicos. En el problema misional, como en todos los problemas de nuestro tiempo, necesitamos polemizar de verdad y con ira, colocarnos frente a una propaganda misional sentida «románticamente». No aplicamos la palabra para polemizar con nebulosas: el romanticismo, los hombres católicos del romanticismo, se han entusiasmado hondamente con las Misiones; basta pensar en el puesto de fondo que ocupan las misma en una obra como la de Chateaubriand. ¡Cuánta y qué buena literatura romántica! Ellos han creado el tipo novelesco del misionero solitario, rodeado siempre de salvajes, necesariamente mártir. El pagano es el «salvaje», y al mirarlo con ternura se cuela de rondón una herencia palpable de Rousseau. El «salvaje» es descrito con tintas bien sombrías o con prosa tropical de idilio paradisíaco. Dios nos libre de olvidar la enorme dosis de heroísmo que se ha desplegado en las misiones, pero Dios nos libre también de olvidar que no es el peor enemigo un «salvaje» auténtico, si no tiene enfrente un mundo completo de cultura. La misionología, como tal, vive hoy teniendo en cuenta esos mundos. Sólo una frase, la frase que resume todo el genial impulso de Pío XI, sirve para darnos cuenta de cómo se plantea el problema: «clero indígena», «sacerdotes de color», «jerarquía indígena», conceptos que no sólo Chateaubriand, sino muchos que devoran hoy revistas misionales, están a cien leguas de comprender.

¿Punto final para el heroísmo? ¡Qué cómodo es pensar que sólo hace falta «vocación de héroe» para ser misionero! Maravillosa manera de sentirse aparte, y con curiosidad, pero sin una tarea definida y propia. A nosotros, universitarios, nos hace falta para colaborar en las misiones un heroísmo enormemente difícil, un heroísmo que yo llamaría «cultural». Por reacción necesaria, inevitable, revalidamos la idea de Europa: sentimos su primacía, y a pesar de divisiones, de hambres y de locuras, somos incapaces de ser comparsas en un canto funeral hacia una cultura sin la que la vida, así, la vida, nos parece amarga e insufrible. Heroísmo es dar un adiós a la splengleriana teoría de las culturas como «ciclos cerrados» y creer que de allí, de China o de la lndia, puede venir un impulso caliente para el catolicismo. Ligamos demasiado Roma con Europa y hemos de comprender que hoy en China, en la India, un misionero que lleve la cultura europea como emblema, como defensa y aun como clausura, está haciendo traición al dogma de la universalidad de la Redención. No está el problema en que el pagano se haga europeo, sino cristiano; no puede interesarnos plantar una capillita gótica entre almendros ni música de Perosi entre cocoteros. Esto no lo entendió el siglo XIX y no lo entendió por estorbárselo el orgullo de su poderío material o la pobre ternura de su concepto de la «filantropía», cuando no entraba en juego un peligroso, por banal, sentido del «exotismo»: dígalo el Japón, que todavía la gente ve a través de «Madame Buterfly». El concepto liberal del progreso, la filantropía y el exotismo: he aquí los enemigos de la auténtica labor misional.

Heroísmo hace falta para discernir qué es lo que no nos gusta en Tagore por europeos o por cristianos. Heroísmo de doble faceta, porque cabe también enamorarse de esas culturas por lo que tienen de anticristiano: mucho más peligroso que las entradas de la filosofía india en el mundo decimonónico –Schopenhauer y hasta Wagner–, entradas que Europa absorbió enseguida, es esta petición de nueva mística que gentes de primera fila en el pensamiento europeo enseñan con un lirismo mucho más serio y hondo que el baratísimo de la teosofía, un poco de moda –recordemos los avisos de Scheler– en la Europa anterior a la guerra. En el décimo número de Temoignages, una revista modelo de los benedictinos franceses, se recogen las figuras más representativas de una generación hecha estos años y se dice lo siguiente en la presentación: «En religión, Lanza del Vasto, cristiano discípulo de Gandhi, que quiere juntar la fe católica y la ascética hindú y, gracias al Oriente, conducir otra vez Occidente hacia los grandes caminos místicos...»

Este heroísmo cultural es la única posible postura de relativa retaguardia universitaria y misional, la única postura de camaradería y de fidelidad con amigos, hermanos nuestros, que están en las misiones, que necesitan del báculo de nuestro estudio para ser héroes con eficacia: no se han ido para huir, para gritar el catecismo en la lengua que allá no se entiende ni para morir con prisa: se han ido para contribuir al crecimiento del cuerpo místico de Cristo, para salvar almas y cristianizar, no europeizar, culturas enteras. Al universitario español le hace falta desatarse no sólo del tópico romántico, sino de otro más actual. Hemos de reconocer sin reticencias, con amplio estilo de colaboración y cuando haga falta de aprendizaje, lo realizado por otros países europeos. No es bueno, ni noble, ni eficaz, creer que el trabajo de heroísmo humano y de heroísmo cultural de un Charles de Foucauld, de todo un grupo de militares franceses que fueron capaces de enseñar a Péguy lo que era el mundo árabe, o la perfecta, agilísima y constante preocupación misional de la Universidad de Lovaina, se explican sólo por un decisivo factor de defensa imperialista. Charles de Foucauld sirvió a Francia, pero terminó celebrando una misa sin testigos en el corazón de África: esa política, sin cristianismo, sin el enorme apoyo cultural que tuvo, pudo ser otra cosa. Y, sobre todo, los españoles tenemos detrás, en la Historia, el ejemplo más decisivo. Pero, por Dios, por Dios, que no nos demoremos en el éxtasis del pasado año y nos falte la centella de alma suficiente para liar el petate e irnos un día, cuanto más pronto mejor, a conocer nuestras misiones de Guinea o de América. A conocerlas y, si Dios quiere, a quedarnos, para que se acabe ya esa visión puramente presupuestaria, de tanto opositor en ciernes, de tanto estudiante de Medicina que juega al seguro del triple sueldo y al probable del tifus o de la mala melancolía.

Federico Sopeña


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