Alférez
Madrid, 30 de septiembre de 1947
Año I, número 8
[página 8]

Puntos de política

Toda política, quiérase o no se quiera, supone un diálogo, y en saberlo mantener con dignidad está una de las claves del éxito de un régimen. Junto a los gobernantes que ocupan la escena hay que situar el coro que refleje y contraste. Si este coro falta, o acusa demasiado su presencia, no pueden andar bien las cosas.

Surge, por consiguiente, el problema de fijar la naturaleza y las fronteras de este diálogo. Una limitación inicial tiene, y muy grande, en lo que toca a los sujetos dialogantes: no es necesario –aquí está el error de los demócratas a ultranza– que intervengan todos los miembros de la sociedad, sino únicamente sus representantes orgánicos, el puñado de hombres capaces de elevar a plano dialéctico y a desinteresada y serena pugna los intereses que en el seno de la sociedad palpitan. Otra limitación no menos importante tiene por razón de los temas que pueden ser objeto de debate: habrá que excluir los dogmas religiosos y una serie de intangibles principios patrióticos y políticos, para dejar solamente los de carácter opinable, esto es, aquellos que por no estar aún esclarecidos pueden beneficiarse de la luz que el diálogo produce.

La estabilidad de un régimen estará asegurada cuando se logre un diálogo de este tipo, limpio por una parte de confusión gregaria y limpio por otra de delirante radicalismo. Los aceptados al convivio de la política deben ser, sobre pocos, los mejores, y después de esto trabados entre sí por la común aceptación de unos dogmas, y por la escrupulosa sujeción a unas leyes de juego limpio.

En las épocas de plenitud política esta base dogmática se engrosa y fortalece de tal modo que sobre ella pueden librarse grandes batallas. Por mucho que discutieran un representante real y un procurador en nuestras Cortes tradicionales acerca de la instauración de un impuesto, no había peligro de que se conmoviera el cimiento de respeto al rey y a una serie de dogmas espirituales y políticos que a ambos los sustentaba. La plataforma sobre la que nacía el diálogo estaba hincada en el alma colectiva, en la región de los hábitos heredados, y su textura era tan fuerte y espontánea que ni siquiera podría reducirse a una formulación intelectual. Algo parecido a esto ocurre, aun hoy, en la vida política inglesa. Por mucho que se encrespe la oposición contra el Gobierno, nunca llegará a pedir la partición del territorio nacional en pequeños fragmentos soberanos, el derrocamiento de la monarquía o la supresión de la libertad de cultos. En contraste, la política francesa actual, con su suicida predominio del Parlamento, no es más que un empobrecimiento progresivo de la plataforma común sobre la que, aun en los peores tiempos de la III República, se desplegaba el diálogo.

España, desde la crisis de 1812, libró sus discusiones políticas en campo abierto, sin que bajo los pies de cada uno de los contrincantes hubiera la más leve película de ideas o sentimientos comunes. Derechas e izquierdas, grandes árboles enemigos donde los españoles vivieron encaramados durante más de cien años, hundían sin contacto ninguno sus raíces hasta el suelo de la metafísica y de las creencias religiosas. Toda esta poca la pasamos en guerra civil, latente o manifiesta, sin que se lograra otra cosa que ahondar cada vez el abismo. Durante la Restauración hubo un mimético ensayo de compostura anglosajona, pero la base común sobre la que debatían y se turnaban liberales y conservadores estaba hecha, más que de verdadero acuerdo, de claudicaciones y cansancios. En vez de un ring parecía una pista de circo, y Cánovas su inteligente empresario.

Así llegamos a José Antonio, primera voz que un acento actual clama contra la absurda división de izquierdas y derechas, y muy poco después suena de nuevo la hora de la acción. En la esencia del 18 de Julio hubo, ante todo, un tremendo esfuerzo para replantear la vida política española en terreno distinto al de la pugna clásica; se trataba de rescatar del caos unos cuantos principios, afirmarlos como inconmovibles y proseguir sobre esta plataforma cara hacia el futuro.

La hora histórica en que surgió el 18 de Julio y el hecho evidente de que el Frente Popular fue su enemigo directo y principalísimo nubló un tanto esta significación esencial de movimiento superador de la dualidad entre derechas e izquierdas. Aquí es, sin embargo, donde está su gloria y su tremenda resonancia. En general, una revolución, y tanto más una guerra civil, no está justificada más que cuando edifica u consolida una nueva plataforma de convivencia sobre la que pueda fluir con más seguridad la vida histórica. El problema que se plantea, una vez alcanzado el triunfo, es hacer que esta plataforma se convierta en substratum habitual e instintivo de los que tomen parte en el diálogo político, para lo cual no hay mejor arbitrio –estamos dentro de un círculo vicioso– que fomentar éste. El mejor modo de conseguir la identificación en lo fundamental es estimular la disensión en lo accesorio. El mejor modo –el modo natural– de que no rebroten en España el separatismo o el odio a la Religión es que en el diálogo político se planteen de verdad los problemas parciales y concretos.

El éxito del diálogo está, sobre todo, condicionado por la autenticidad y competencia de los dialogantes. Y aquí tocamos el punctum saliens de la política actual: la organización del régimen representativo. Mientras la pura ejecución tiene un entrenamiento histórico respetable, logrado a través de toda la vida del Estado moderno, la representación sigue siendo hoy, según los casos, el enfant terrible o el niño tonto de la vida pública, siempre esta oscilando entre una demagogia esterilizante y una artificial mansedumbre. Los órganos deliberantes elegidos por sufragio universal pecan por desmelenamiento, y los representativos de corporaciones públicas y sociedades inferiores al Estado por insulsez y falta de nervio. Dos formas a cual peor de enturbiar la vida política. En el primer caso el coro anula la voz de los actores, y en el segundo los actores le dictan por lo bajo su papel al coro, o, al menos, no le reconocen –sencillamente porque no la tiene– su personalidad de fiel contraste.

Es necesario confesar que, pese a los muchos esfuerzos hechos desde hace veinte años, a partir de Dollfus y Mussolini, no ha encontrado todavía Europa la fórmula del nuevo régimen representativo. Acaso se haya, como en tantas otras cosas, empezado por las etapas finales: concediendo rango político a fuerzas que aún no tienen auténtico rango social. Es inútil, por ejemplo, nutrir una cámara con representantes de los oficios o gremios si éstos no hunden verdaderamente sus raíces en la entraña espiritual y material de la nación.

Para crear, pues, un régimen representativo eficaz, lo primero que ha de hacerse es organizar la sociedad y conferir a estos órganos fuerza social. Las corporaciones y los municipios no han de ser nunca un escenario fantasmal sobre el que actúa el Estado como único personaje, sino la piel con que se recubren las fuerzas sociales y en donde asoma, serenada, su temperatura interior. El Estado tiene que tomar de una vez en seno, las instituciones inferiores, único aislante capaz de cortar esta serie de choques entre él y la sociedad informe –la masa– que constituye la historia Política moderna.

Todo esto es, a fin de cuentas, simplicísimo, en su enunciado aunque fabulosamente arduo en su desarrollo. Lo importante es, que, quede inscrito en el horizonte de los ideales últimos, para que vayamos acomodando a su tenor la obra de cada día y no nos perdamos en soluciones artificiales.

Alférez.


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