Alférez
Madrid, 29 de febrero de 1948
Año II, número 13
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La deslealtad del silencio

En estas páginas se ha puesto muchas veces el dedo en la Llaga. Con ánimo de curación. Pidiendo soluciones terapéuticas y, en ocasiones, taumatúrgicas. Pero distinguiendo, nítidamente, estos dos verbos: curar y hurgar.

Con este mismo espíritu, sin sacar a luz de buena gana aquello que es desagradable, sin pretender que reencarne en nosotros el alma, perpetuamente reprobadora, de un Catón –actitud bien poco juvenil, por cierto, porque no parte de la intuición, sino de la experiencia–, queremos encararnos hoy con un triste hecho, fácil de percibir en torno nuestro: una impresionante tergiversación de lo que es disciplina, olvidando a lo que obliga una verdadera lealtad.

La restauración de valores perdidos, postergados al menos, que motiva y resume el drama español de los últimos lustros, ha hecho girar, otra vez en la historia, el destino de nuestro pueblo sobre los goznes de la disciplina y el sentido de lo jerárquico. Los españoles –tan genuinamente liberales que en nuestro suelo se acuñó la expresión, y en él, acaso, se limpie la idea de la ganga, acumulada en su universal peregrinaje, para incorporarla al acervo perenne de las verdades fundamentales– han vuelto de nuevo a tener la seguridad y la alegría de la obediencia. Los españoles hemos vuelto a ser disciplinados. Disciplinados, eso sí, para lo que es de veras importante. Para aquello que sirve un patente interés común. Para esas cosas también –cuando hay profesión de por medio–, nimias al parecer profano, que mandan la Regla o la Ordenanza; porque ellas, al revés que los Códigos, desprecian lo cuantitativo, pasan sobre toda exterioridad –aunque la regulen– e intentan apresar en el enrejado de sus preceptos algo tan huidizo como el espíritu. Se trata en ellas de avivar la vocación –religiosa o militar– y expulsar al que no la tenga.

El espíritu de disciplina es, pues, difícil de alcanzar, y no sólo valioso, sino –es preciso decirlo– inevitable. Ya Onésimo Redondo dio un lema, juvenil y apresurado, a aquellas hoy olvidadas «Juntas Castellanas de Actuación Hispánica»; era éste: «Audacia y disciplina». En fin de cuentas, y pese a tanto denuesto en contrario, era un lema equilibrado, como era equilibrado aquel hombre que murió –nadie sabe bien cómo– camino de la sierra, en julio de 1936. Hoy, sin duda –decir «los tiempos cambian», sería mentir; es la inalterable vigilia del tiempo la que nos ve movernos a nosotros–; hoy, digo, habría que añadir a aquello de «audacia y disciplina» una palabra más: la de «eficacia». Aunque sólo fuera en nombre de ella, que en achaques políticos o cosa semejante no debe ser esta invocación desatendida, querríamos poner, al fin, nuestro dedo en la llaga que, antes, apenas apuntamos.

La disciplina es poco más que un grueso, impresionante, tronco hueco, si dentro no se halla la pulpa vivificante de la lealtad. Es la lealtad el alma de la disciplina, y una y otra se suponen e imponen mutuamente. Pero es que la lealtad obliga muchas veces a hacerse escuchar del superior, a decirle una verdad que acaso ignora, a negarse resueltamente a realizar aquello que un criterio, bien sopesado, no aconseja llevar a cabo. Hay una forma de deslealtad que contraría la virtud, que niega, aún más gravemente que la misma traición, palabra que sólo en contadas e importantes ocasiones parece aplicable, salvo para aquellos que, llenándose con ella la boca, la repiten cada día, trivializándola y sumiéndola en su propio caldo de cultivo, que es lo melodramático, esa grave manera de ser desleal a que aludimos, es la del hombre que los ingleses, con un idioma privilegiado para hacerlo, han perfilado con sólo una palabra: el «yesman»; el hombre del «sí» a todo evento, del indefectible «sí, señor» ante el requerimiento del que manda, el hombre que, en las tareas de trascendencia colectiva, elimina su propio juicio, calla su opinión –que siempre cabe expresar sin herir– y borra, en suma, su personalidad por una falsa idea de la disciplina o por móviles que apenas pasan de lo fisiológico.

Cuando este desleal silencio ha de tener una nociva trascendencia social, hablar, advertir, oportune et importune, es un estrecho deber de conciencia. Sólo el deber del sigilo –sacramental, profesional– puede hacer callar en tales casos, y son, en definitiva, muy contadas las ocasiones.

Por lo demás, sólo aquellas singulares disciplinas que imponen la Regla y la Ordenanza, en cuanto no afectan a intereses generales, justifican la callada obediencia como instrumento de perfección. El soldado que en nuestros viejos Tercios andaba media Europa semidescalzo y peleando, comiendo cuando para ello había, soñando cada noche con las pagas que sólo tarde y mal el rey mandaba y soportando, acaso, un castigo feroz por cualquier pequeña fechoría, daba, en última instancia, la suprema lección de su callada obediencia al seguir anos y anos –y morir defendiendo– la bandera coronela cruzada por las rojas aspas de San Andrés. Los blancos monjes de San Bruno, como cuantos por vida someten a una Regla el gobierno de su cuerpo y su alma, nos dan la incomparable –muda– lección cartujana de por qué se puede callar.

Quienes no viven bajo la Regla o bajo la Ordenanza –y aun entre aquéllos cabrían las lógicas limitaciones– tienen siempre el supremo deber de hacerse escuchar de los que están más alto. La obligación de ser leales para con la verdad.

José María Moro Martín-Montalbo


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