Alférez
Madrid, 29 de febrero de 1948
Año II, número 13
[página 8]

Política y cautela

Parece que, al fin, vamos sorteando –y purgando– la insensata manía racionalista de arbitrar sistemas cerrados de ideas, de fórmulas, a los que ceñir como a un corsé el vasto y complejo tórax del universo. Vamos cayendo en la cuenta de que el mundo es ancho y la Verdad es poca –aunque suficiente–, por lo que hay que andarse con tiento en eso de prodigar los testimonios de su imperativa presencia, evitando –de paso– esa euforia que colma hasta los más insignificantes gestos de nuestra vida privada de un petulante dogmatismo. Entre otras cosas, porque dogmas, lo que se dice dogmas –auténticas encarnaciones dialécticas de la Verdad–, hay muy pocos; incluso en el campo de la Fe religiosa, el cual, por su típica contextura, se alimenta precisamente de ellos, como frutos espléndidos de la absoluta Verdad de Dios. Y, si esto ocurre con las cosas de la Fe, ¿qué no sucederá con las cosas de la ciencia, expuesta a eterna rectificación y mejoramiento, o con las de la política, más mudable aún que las cortesanas y los estetas?

La dogmatización de la vida; he ahí un pecado de juventud, y, al tiempo, el error inicial de mi generación. Porque uno también ha sufrido, con la mocedad, ese afán insaciable de hinchar con el fantasma augusto de la Verdad las más modestas lucubraciones de teorizador. Uno ha creído, como buen totalitario a ultranza –como buen fascista que uno ha sido, y a mucha honra– en una Verdad política de muy parejos quilates a la Verdad religiosa y, por extensión, en una serie de verdades de orden cultural que imprimían su implacable costumbre y faenas del vivir pretendían tener una valedera consistencia en el rígido esquema ideal de la propia vida. Creo yo que ese pecado estribó no más que en el error de un bien poco meditado –sí que entusiasta– planteamiento; alimentado –empujado violentamente, mas bien– por una poderosa vitalidad y un rabioso y disciplinado enamoramiento de España. De la abundancia del corazón habló la boca, y lo malo fue que esa exuberancia había inundado previamente los recintos puramente intelectuales donde las ideas recuecen su problemática verdad, y allí fue la confusión. De la excesiva disciplina, ya en otra ocasión dije aquí mismo algún decir.

Esa dogmatización del vivir, empero, tuvo, con su hora, la justificación. Y bueno será recordarlo, ahora que tantas cosas, harto más anacrónicas e injustificables, se aceptan sin dificultad. El planteamiento del vivir como un esquema lógico implacable, completo, susceptible de ser construido entero con toda la urgencia que el angustiado corazón apetecía; la proyección de una idea inicial sobre el complejo y complejo laberinto del vivir, ¿puede haber algo más sugestivo para una juventud en trance de levantar, sobre ruinas, un orden nuevo y radiante? Ese puro afán mental y cordial tuvo en mi generación, inmersa en un mundo enemigo de falsedad política, su principal desagüe en el campo de lo público, pero no únicamente en él. Hallar una seriación de ideas de aérea perfección, con las que no sólo presidir la vida política de nuestro pueblo, sino a las que ajustar por entero –y de cuajo– su histórica deformidad; he ahí el intento. Un afán de definirlo todo, de encasillar cada una de las facetas del vivir como otras tantas piezas exactas, dogmáticas, inconmovibles, dentro de un nuevo sistema absoluto, taumatúrgico, creado todo en función de una Política escrita con mayúscula sobre las calendas de la nación. Tendida ya la perfecta arquitectura de esa Política, tómase a ésta como única clave de la verdad histórica, y se alzan luego sobre ella los más heterogéneos edificios, dotando a la vida de una insensata, aunque honesta y entusiasta rigidez.

Un frenético afán de novedad llenó de esta suerte, como un viento de mañana, nuestro corazón; la nueva Política trajo consigo para nosotros, como corceles jadeantes sujetos, a la disciplina de la cuádriga, nuevos conceptos del arte, de la ciencia, de la moral, de la vida entera generosamente aprestada en el servicio de lo que nosotros entreveíamos como una espléndida y posible España; tan recta, tan limpia y cabal como nuestro ingenuo corazón de veinte años.

Ahora bien. Una cosa es esa absoluta dogmatización de la vida o politización radical que, a la postre, ha de rectificarse, y otra muy distinta vivir políticamente sin principio alguno rector que impulse la conducta en una determinada dirección. Vicio que consiste en un giro absoluto sobre los talones del escepticismo y lleva, no sólo a negar que la Verdad esté en este o aquel sector domiciliada con carácter exclusivista, sino, más aún, a negar que exista la Verdad presidiendo con su soberana mayúscula la plana –cien veces enmendada– del azaroso vivir.

Y aludo más que a escepticismo alguno declarado –el cual no deja de ser una postura ante la Verdad–, a esa ubicuidad e inestabilidad que ante ella se adopta hoy día en política con el nombre de tecnocracia, socialcracia, o alguna híbrida zarandaja por el estilo, y en cuya virtud el hombre hace de la cautela el único ideal político.

Frente a los absolutos idealismos, el posibilismo absoluto del cauto jovencito contemporáneo intenta bandear el espíritu de la política a cualquier viento que sople; con lo cual, él mismo renuncia ya a ser viento y a enderezar cosa alguna que lo haya menester. El cauto juega siempre a varias cartas, y, como su moneda brilla siempre en varias posturas diferentes, en el fondo no le importa demasiado que una u otra se lleve el premio: casi lo que más le apetece es que no gane ninguna, porque así tampoco ninguna pierde. Mientras, mantiene el statu quo de sus diferentes puestas, va tirando, que es lo que pretende. Como punto de partida de toda su política, principio rector de ella es la necesidad de transigir. Transacción con la realidad vivía de los pueblos; transacción con los principios doctrinales e ideales de los adversarios; transacción con los principios de las fuerzas más o menos afines donde sus otras puestas políticas aguardan también una oportunidad propicia.

Cosa distinta a esa transacción como principio, es, naturalmente, que se admita, como no puede por menos de hacerse, la posibilidad de que algún día habrá acaso precisión de transigir en alguno de los sectores en que se trazaron los planteamientos iniciales; porque las teorías políticas, que uno ha ido levantando en las víspera, desgasten luego sus aristas ideales al choque de la dura realidad. Pero esta transacción ab initio; esta conciencia de la propia inestabilidad del edificio político que se quiere levantar, antes, ya de que su efectiva construcción comience sobre la problemática realidad, retrae, ab initio también, la fuerza y sinceridad del que trata de llevarla a cabo. La seguridad previa en la bastardía de los resultados, en la impureza de la propia obra, tiñe de impureza también, de mezquindad, los propósitos mismos y vuelve asimismo bastardas las intenciones.

Hay aquí, frente al dogmatismo radical que antes señalaba, un antidogmatismo esencial, una inseguridad fundamental que impiden toda obra grande, y, con ella, toda intervención decisiva en la vida nacional. La política se convierte así en un perpetuo compromiso que paraliza; neutralizándola, la vida nacional. La política se mantiene así misma, pero no a la Nación; se agota en componendas internas, buenas sólo para armar la máquina política, pero incapaces de hacerla andar. Porque, a la postre, ocurre con estas tácticas sabias y prudentísimas, lo que Julián Benda decía que ocurría con determinados realistas; que omiten la mitad de la realidad, lo que la realidad misma tiene de ambición ideal, de cosa perceptible, que anhela su perfección y la necesita, al menos como propósito, para pervivir. El posibilista absoluto se encuentra, por eso, con que, de pronto, la realidad –esa realidad urgente de cada día a la que creía plegar todos los obstáculos ideales de su alma y en cuyo holocausto se retorcía cada mañana el corazón para no emborronarla con el confuso plasma sanguíneo– se encuentra, digo, con que esa realidad falla a sus plantas, con que se le hunden los pies en un terreno insospechadamente movedizo, en una suerte de pantano histórico que se lo traga, de la noche a la mañana, con el rostro pasmado del que se ha pasado de listo.

Gaspar Gómez de la Serna


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