Alférez
Madrid, 30 de abril de 1948
Año II, números 14 y 15
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Los nuevos Erasmistas

De Erasmo de Rotterdam, nadie ha podido alabar la belleza ni negar la singularidad. A lo primero, no llega ni aun Stefan Zweig, admirador suyo, aunque admirador al modo erasmista, esto es, cautelosamente y con reservas. En lo segundo, convienen todos sin regateos. Pues, aparte sus personales excelencias, aquel hombrecillo, enfermizo y frágil, que fue Erasmo, lanzado como una pelota por la mano vigorosa del destino en la vorágine de su tiempo, se obstinó en mantenerse solo, en medio. Unos afirman que para su gloria. Otros decimos que para su vergüenza.

A Erasmo le cegó un error frecuente: identificar la virtud con la estoica ausencia de pasiones, que es como igualar buen carácter y falta de carácter. Sentada esta premisa, no puede por menos de considerarse matonismo toda gallardía, y se excluirán de la inteligencia el grito y la intuición. De ahí que, ante las dos banderas de su tiempo, nuestro intelectual –que se desmayaba viendo sangre, y cuyo sibaritismo retrocedía espantado ante la sola perspectiva del sacrificio; un hipersensible que quizá no era, después de todo, más que un mal fraile, como dijo Menéndez y Pelayo–, rechazando el vendaval de la bandera «reformista», no se decidiera plenamente a alistarse bajo la otra. Como si apelar a la pasión equivaliera a deificarla, y no fuera usada, entonces, para salvar la razón, mejor que contra ella, Erasmo optó por la «tercera solución» de una componenda, inútil en su zona media, indecisa y escurridiza, siempre reacio a comprender que la paz, a veces, ha de conquistarse, o al menos tiene que ser negociada con un calor que de él estuvo ausente en los momentos decisivos. Y fue lo peor que ese espíritu de helada conciliación le arrastró a él, que nunca abandonó dogmáticamente a Roma, a convivir, más que con ella, con sus enemigos, y a hablar el lenguaje de éstos, y a abrirles, burla burlando, más de un camino, que sin tanto halagarlos, sin tanto sacrificarles parte de la verdad con la vana pretensión de atraerlos, sin tanta política de «mano tendida», en suma, les habrían quedado cerrados. Es verdad que, luego, nuestro aprendiz de brujo se espantó de las fuerzas que la crítica –necesaria en un principio, pero sólo en un principio, y diferente de como él la hizo– había desencadenado. Ya era igual.

Pues ese volteriano madrugador, nada genial, pero brillante, que fue Erasmo, tuvo a sus pies, en algún momento, a las más finas inteligencias de su época. Mas, por eso mismo, les hizo mayor daño, arrancando de las manos de muchos, con sus argumentos, las mejores armas con que el enemigo podía ser atajado en no pocos casos, sin que cupiera poner a nadie en guardia contra quien no era, sin embargo, enemigo, y, sobre todo, ante el «sí» o el «no», temblando como un azogado, corría a refugiarse en sus salvedades, sus reticencias y sus equívocos, como el que, tras arrojar la piedra, esconde la mano. Sus razones –la necesidad de plegarse a la circunstancia de su tiempo– eran verdaderas razones, y solamente se las podía atacar yéndose a medir el grado de concesiones que esa posición intermedia exigía, y esto ya no era error dogmático, sino error práctico, o, si queréis, político; pero, en todo caso, error peligrosísimo.

Lo dañoso de Erasmo, por eso, fue principalmente la confusión y el desconcierto que dejó tras sí. De ahí que San Ignacio, para conocerle, tuviera que apelar a medios más sutiles que los silogismos: porque, mientras lo leía –según nos cuenta el padre Rivadeneyra, en un conocido pasaje– advirtió el santo que «se le comenzaba a entibiar su fervor y a enfriársele la devoción», que fue la causa de que determinara no volver a tomarlo en sus manos. Y la Historia nos prueba que ello resultó de notable provecho para los cristianos, que por eso, «sin rencor, pero sin pena, acabaron por alejarse para siempre de un hombre que, ante la crisis más dolorosa por que habían atravesado los valores espirituales de la Humanidad, permaneció completamente ciego, tratando, además, con una buena fe muy vecina de la más absoluta inconsciencia, de comunicar su propia ceguera a hermanos suyos cristianos».

Pero ¿y los nuevos erasmistas?, me preguntaréis. Y yo os contesto el párrafo último no lo escribió su autor, el padre Osvaldo Lira, de Erasmo, y en lo sustancial, vale, para Erasmo; igual, ciertas expresiones antes usadas. ¿Por qué no lo contrario? Entendámonos; no trato de equiparar a Erasmo con cualquier otro nombre contemporáneo nuestro, nombre harto discutido para que yo me arriesgue ahora a juicios definitivos y sin explanación, tanto más cuanto más innegable resulte la diferencia entre ciertas tendencias personales discutibles y determinados movimientos colectivos nacidos de aquéllas, pero extremados sin duda alguna; mas, ya que no, sin que surgieran discrepantes, de un segundo Erasmo, ¿no podremos hablar, y esto sin ningún género de reservas, de los nuevos erasmistas? Releed la historia de Erasmo, el neutral; el de los pactos, las tácticas y las fórmulas. Tendréis la historia de los nuevos erasmistas.

El escrupuloso

En el Compendio de Teología ascética y mística, de Tanquerey, se dice: «son los escrúpulos una enfermedad física y moral, que produce una especie de enloquecimiento de la conciencia, y es causa de que el alma tema a cada paso, y por razones sin peso, haber ofendido a Dios». San Francisco de Sales asegura que, «a excepción del pecado, no hay mayor mal para el alma que la inquietud». Pero la inquietud y el escrúpulo no se dan sólo en moral, y también fuera de ella son muy perniciosos, sobre todo en quienes mejor curados puedan creerse de más o menos advertidos erasmismos.

Pues como el erasmismo, pero en mayor grado, el escrúpulo se viste de virtud, y de virtud sobresaliente, y puede actuar, por eso, con mayor eficacia que otros riesgos más perceptibles. Y es que éste nace de un laudable anhelo de purificación, que puede seguírsenos presentando como excelente, cuando ha degenerado ya en impertinente meticulosidad o en obstinado aferrarse, no a la verdad, sino a una interpretación personalísima de la verdad.

De ahí derivan los males propios de esta dolencia. El erasmista peca por blandura moral; el escrupuloso, por rigidez. Con términos prestados, diré que, en él, la fidelidad reemplaza despóticamente a la inteligencia, y el dogma invade el terreno de lo perfectible. Le da miedo, al escrupuloso, avanzar, y prefiere estancarse en una idolátrica adoración de sus obras. Erizado de púas, para no oír, falto de la mínima flexibilidad, se niega a admitir que todo disconforme pueda ser otra cosa que traidor, y se debate sin descanso entre los dos extremos de la entrega incondicionada o de la negativa a la menor colaboración. El arte de «hacerse cargo» le es desconocido, y, encerrado en la cárcel de su puritanismo, se condena, irremisiblemente, a la esterilidad.

Claro que todo esto no puede entenderse absolutamente, sino inteligentemente. Hay casos y casos, y en algunos puede ser aconsejable hasta el escrúpulo. Pero en otros es más que probable que al escrupuloso, de puro adelgazar los conceptos, acaben éstos por escabullírsele de las manos, y que, de tanto pulirlos y repulirlos, terminen por secarse de todo jugo vital, reducidos a la seca hojarasca de una interpretación casuística y leguleya. Es verdad que el punto de arranque es noble, y que este exceso suele darse en los ofrendados por entero a un ideal, que se esfuerzan en purificar de ganga en la mayor medida posible; pero, no se olvide, también los fariseos empezaron como idealistas y portaestandartes de la tradición judaica, y terminaron cifrándola en ese «mar de futilidades y pedanterías», en ese «lecho de espinas que laceraban constantemente la conciencia, sin dar consuelo alguno de íntima religiosidad», a que se refiere, en su Vida de Jesucristo, el padre Ricciotti.

Fariseo, además, significa «separado». Del escrupuloso suele señorearse ese «espíritu de división, espíritu de secesión, espíritu para buscar aristas, espíritu para encontrar disconformidades», que le conducirá fatalmente hacia la «capillita», con sus mortales consecuencias: crítica a ras de tierra, insensible paso desde la plausible intransigencia frente al enemigo a la censurable intransigencia con el amigo, de quien el escrupuloso cree estar separado por insalvables abismos, y, sobre todo, inacción. El escrupuloso gasta su tiempo en afilar las armas, y cuando llega la hora de esgrimirlas, sin la fuerza que malbarató dando tajos al aire, falto de espíritu generoso, amplio y confiado, aun comprendiendo la necesidad de salirle al paso a la indecisión erasmista, se encuentra, impotente para oponerle otra cosa que una aséptica y enclenque protesta verbal.

Del escrupuloso y del erasmista debe tomar el político la parte buena que contienen, a saber: la intransigencia y la transigencia, respectivamente; la fe y la crítica; pero debe cuidar de dosificarlas convenientemente, aprendiendo a esquivar el peligro que las dos posturas, tomadas de manera absoluta, representan. El peligro del erasmismo es el peligro del análisis excesivo, y luego, ante sus consecuencias, de las indecisiones, de las concesiones temerarias para «pacificar los espíritus», de contentarse con enjabelgar las paredes cuando hace falta levantarlas nuevas, de conformarse con un gris sucio, porque espanta el negro y falta valor para escoger el blanco. El peligro del escrúpulo es el peligro de la desconfianza, de la intransigente minuciosidad, del fariseísmo y de la sequedad, y eso sólo si, atendiendo exclusivamente al prurito equivocado de una mayor purificación, excluimos lo que yo llamaría el escrúpulo del escrúpulo, es decir, la constante y atormentada vacilación, el volver sin tregua sobre las pasadas decisiones, desandando lo andado, el temblor angustioso y la parálisis ante la acción que caracterizan las formas más típicas del escrupuloso moral. De los dos peligros, tomados como digo, importa especialmente, a los maduros, precaverse contra el primero: a los jóvenes, contra el segundo. Porque la enfermedad de Erasmo es, en último término, achaque propio de viejos; pero los escrúpulos son, preferentemente, dolencia de jóvenes.

José María García Escudero.


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