Alférez
Madrid, mayo de 1948
Año II, número 16
[páginas 1-2]

Colegios mayores

Es aún pronto para que nadie –ni aun los que hemos vivido de cerca el gran experimento de los Colegios Mayores– pueda atreverse a decir, de una manera definitiva y detallada, lo que éstos han de ser. Pero sus ocho años de funcionamiento, las tres o más hornadas de profesionales que han lanzado ya a la vida española y su indudable y creciente éxito obligan a enunciar grosso modo la media docena de verdades que la experiencia de este lustro y medio ha dejado, como un precipitado, tras de sí.

Resulta extrañísimo ver hasta qué punto se ha descuidado dar unas normas generales que, inspirando las concretas reglamentaciones internas de cada uno de los Colegios Mayores, evitaran –sobre todo en las provincias en los que se creaban ex novo– que éstos siguieran una orientación distinta y aun opuesta a la deseada. Si cualquier otra institución educativa –v. gr.: los campamentos– ha suscitado una abundante bibliografía y una perfecta regulación legal en cuanto a la selección de sus jefes, y a su composición y funcionamiento, los Colegios Mayores han vivido una vida autárquica, cada uno sujeto al capricho de quien en cada momento les dirige, con mayor o menor acierto.

Vamos, pues, a ver, con un cierto sistema, unos cuantos principios, producto de la experiencia de estos últimos años, en orden a los Colegios Mayores Universitarios.

La tradición. Siguiendo una inspiración para la que no podemos tener sino elogios se ha tratado de enraizar directamente, los Colegios Mayores actuales en los gloriosísimos de nuestros siglos áureos. Esto –insistimos– está, en principio, bien. Ha querido hacercárseles, así, últimos eslabones de una tradición. Pero ninguna tradición puede referirse sólo a un período –por glorioso que sea de una historia; como no hay cadena si se la limita a un único y áureo eslabón. La tradición es un camino histórico en el que hay que aceptar cada uno de los pasos, el que avanza y el que retrocede, el errado y el que rectifica el error. Los siglos no pasan en vano, y cuando con desprecio de la Historia se quiso volver a la Iglesia de los apóstoles, se dio en el protestantismo. Al querer que nuestros Colegios Mayores sucedan, sin intermediarios, a los de nuestros siglos XVI y XVII se omite la existencia de una creciente e interesante experiencia: la de la Residencia de Estudiantes de la Junta de Ampliación de Estudios, en Madrid. Buena o mala –piense cada cual como quiera–, hay que contar con ella. Sus aciertos o sus errores han de pesar en el ánimo de quienes rijan los actuales Colegios Mayores. En mayor o menor grado –como queráis– ha de dar elementos a esta obra nuestra de hoy. Porque, por apartados de nosotros que se nos aparezcan su orientación y postulados, no se puede pensar –sin pecar de maniqueísmo– que en ésta, o en otra obra humana, sea todo radicalmente malo y recusable.

El director. La designación de directores para los Colegios Mayores es una cuestión fundamental en la que se ha procedido, sin embargo, con la mayor impremeditación. Si para ser jefe de un campamento juvenil se exigen, acertadamente, una serie de condiciones personales, una probada experiencia en la materia, la asistencia de unos cursos, etcétera, para ser director de un Colegio Mayor no se ha requerido, hasta ahora, más requisitos que el estar más o menos vinculado a la Universidad –como catedrático o auxiliar– y ser nombrado por la superioridad.

Se hace preciso, pues, dejar bien sentado lo que sigue:

Primero. Para ser Director de un Colegio Mayor es requisito casi imprescindible haber antes sido colegial de otro. La vida de una institución de este tipo tiene modalidades que sólo conoce quien la ha vivido largo tiempo. Su desconocimiento lleva, casi irremediablemente, al fracaso. Es preferible, como Director de un Colegio Mayor, cualquier ex-colegial, medianamente inteligente y con ciertas dotes de mando al más sabio investigador o la más preclara –y senecta– gloria de la ciencia.

Segundo. La experiencia de instituciones análogas –v. g.: Colegios de Enseñanza Media– no sólo no facilita, sino que estorba. Porque, por buena voluntad que se tenga, se tiende inconscientemente a transplantar modos y normas que teniendo en aquéllas justificación y oportunidad, aquí resultan absolutamente inadecuadas. Aun recordamos el horror que nos produjo la lectura del Reglamento de un Colegio Mayor de provincias en el que se fijaba un horario que empezaba así: «Ocho de la mañana: Levantarse. Aseo. Santa Misa. Desayuno y lista. Salida para las clases.» Esta monstruosidad no tiene otra explicación sino la de que se había intentado llevar, sin modificarlo, un régimen de Colegio secundario, que si puede resultar aceptable –y aun deseable– para muchachos de Bachillerato, no lo es, en ningún caso para hombres de veintitantos años, próximos a salir de las aulas y a enfrentarse –solos y sin andaderas– con el áspero mundo de la lucha profesional y a responsabilidad política.

Tercero. Parece aconsejable que el director sea joven, lo bastante para que comprenda sin esfuerzo a la gente joven que ha de guiar, pero no tanto que peligre el respeto que necesariamente ha de inspirar. Es conveniente que una labor profesional destacada y conocida le haya dado un prestigio que suscite la adhesión de quienes, por jóvenes y por inteligentes, no obedecen fácilmente sino cuando admiran. Y, por último, es recomendable –para los de Colegios Mayores del Estado– su condición seglar.

Los colegiales. Es este un punto sobre el que hay mucho que decir.

En primer lugar, en cuanto a su número. Este ha de ser ni demasiado grande ni demasiado pequeño, como el de los habitantes de la ciudad ideal del filósofo griego. Si queréis más precisión, digamos que ese número ha de oscilar entre veinticinco y doscientos cincuenta colegiales. Si es menor, hay el peligro de que la convivencia forzada con una cantidad muy reducida de personas a las cuales se ve a todas horas cree un clima «de náufragos en una isla desierta», es decir, propicio a los roces y a las susceptibilidades. Aparte, claro está, de que no se logra uno de los grandes fines del Colegio Mayor, el de lograr una convivencia todo lo amplia posible. Son obvios, por otra parte, los inconvenientes que ofrece la presencia de un número excesivo de colegiales

Un segundo problema es el de la composición, desde el punto de vista profesional, de la masa colegial. ¿Ha de buscarse una cierta unidad? ¿O, por el contrario, se ha de intentar que en el Colegio Mayor estén representadas todas las carreras y especialidades? Lo segundo parece lo mejor. En efecto, por la convivencia con gentes de distintas profesiones, se evita la soberbia del especialista, la creencia de que la propia profesión es la única seria y las demás mera charlatanería –si se trata de las del ramo de Letras– o aburrida especulación –si se piensa en las de Ciencias–. De un modo semejante a lo que ha hecho la Academia General Militar, se evita, por la vida en común, el nacimiento de un perniciosísimo «espíritu de cuerpo». Es conveniente –por razones que veremos más abajo– la convivencia de estudiantes y licenciados dentro del mismo Colegio.

La admisión de los colegiales ha de ser hecha en forma de que se disponga a priori de un excelente material humano, sin el que nada puede hacerse. ¿Cómo ha de hacerse su selección? En un futuro lejano y cuando por toda España vivan repartidos antiguos colegiales, ya profesores o profesionales de prestigio, parece que el sistema ideal sería el de encargar a los de más confianza de aquéllos, especialmente a los que ocupen cátedras de enseñanza, la elección de los futuros colegiales. Nunca puede conocerse a un hombre a través de la lectura de su expediente académico como por el trato personal y directo.

Hasta tanto que esto sea posible, será necesario hacer una doble selección: anterior al ingreso en el Colegio por el estudio de los expedientes académicos y de los informes que den los que han dirigido el aprendizaje pre-universitario del futuro colegial. Una vez en el Colegio, gracias a una temporada de prueba, en la que ha de demostrarse la aptitud profesional y social necesaria para continuar en aquél como «colegial» con todos los derechos y obligaciones que esta calidad lleva consigo.

Y aquí surge el problema de la expulsión. De acuerdo con la opinión de uno de los más conspicuos directores de Colegio Mayor, hemos de afirmar que todo colegial que no se haga culpable de una grave falta de disciplina o que no incumpla gravemente sus deberes profesionales, tiene perfecto derecho a continuar en el Colegio. Llevar a cabo –como se ha hecho alguna vez– unas depuraciones anuales que dejan fuera del Colegio a una cuarta o una tercera parte de los componentes del mismo es sencillamente intolerable. Se crea con ello un clima análogo al de la Rusia de la época de las grandes sangrías stalinianas, un ambiente de inseguridad en el que nadie hace proyectos para el año futuro por temor a que el capricho de una de las autoridades del Colegio los trunque por su base, colocando al colegial fuera de un marco –el del Colegio Mayor– que ha llegado a serle imprescindible. Insistimos, pues, sobre esto: es preferible conservar cinco años un colegial mediano que «repoblar» cada año el Colegio con gente nueva, impidiendo así todo espíritu de continuidad.

¿Debe darse a los colegiales intervención en la vida del Colegio? La experiencia demuestra que sí. Esta intervención ha de llevarse a efecto de tres maneras diferentes. En primer lugar a través de los Decanos, uno por cada piso o pabellón, que servirán de portavoz de los colegiales cerca del Director del Colegio. En segundo, a través del control de diversas partes del organismo colegial (administración, bar, &c.), ejercido bien por esos mismos Decanos, bien por pequeñas Comisiones especiales nombradas al efecto. Por revolucionaria que esta idea parezca, ha dado resultado en la práctica y lleva consigo el beneficioso efecto de preparar a los que ejercen estas funciones para el desempeño de futuras tareas administrativas. En tercer lugar, por la creación de Comisiones de deportes, conciertos, fiestas, excursiones, conferencias, &c., dotadas de una cierta autonomía y encargadas de organizar los distintos aspectos de la vida social del Colegio.

Continuidad. Con esto llegamos al final. Si un Colegio Mayor es algo, es sobre todo una tradición, una continuidad. Cada generación que pase por él ha de sentirse heredera de la anterior, predecesora de la siguiente. Fomentar ese espíritu de continuidad es, pues, la gran tarea de los Colegios Mayores.

Y esto puede llevarse a efecto de tres maneras diferentes:

En primer lugar, manteniendo en el Colegio un grupo pequeño y selecto de viejos colegiales, ya graduados pero aún vinculados como profesores o investigadores a la Universidad. Su labor como transmisores del espíritu del Colegio será enorme; por ellos se conservarán los viejos modos y las tradiciones que dan carácter a una institución. Aparte de que su superior formación profesional les permitirá ejercer una labor de orientación y asesoramiento en extremo útil.

En segundo lugar, manteniendo contacto con los antiguos colegiales. Para ello se fomentarán las Asociaciones de éstos, se invitará a los más destacados a pronunciar conferencias. Incluso –como ya ha hecho algún Colegio Mayor– se reservarán dos o tres habitaciones para los antiguos residentes que vivan fuera de la capital del distrito y vengan por cualquier motivo profesional a ésta. Será grato para ellos –que revivirán viejos y queridos días– y útil para los estudiantes que conversando con profesionales ya en ejercicio podrán aprender facetas inéditas de la vida real de la profesión que escogieron.

Por último, piénsese en que cada Colegio Mayor habrá producido lógicamente al cabo de unos años algunos hombres eminentes: un catedrático ilustre, un médico de fama nacional. Pues bien: cultívese su recuerdo y su ejemplo, inscríbase, como en los Colegios ingleses, su nombre en la pared de la habitación en que vivieron: ténganse, sus libros en lugar preferente; hágaseles convivir unos días, siempre que sea posible, con la generación nueva. Todo ello podrá tener incalculable valor como estímulo. Y vinculará a cada colegial con el pasado. Y le hará ver en su labor no el esfuerzo de un hombre solo enfrentado con el vasto mundo de la cultura, sino un eslabón, un paso más en la dura y gloriosa tarea secular.

José María Lozano Irueste.


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