Alférez
Madrid, mayo de 1948
Año II, número 16
[páginas 6-7]

Avisos a los universitarios fieles

Los dos modos de la verdad

Nuestros universitarios, grosso modo, pueden partirse en dos grupos: el de los que mantienen frente a los varios aspectos de la vida una actitud antiliberal y gallarda, enraizada en José Antonio, y el de los que se dejan arrastrar por una especie de neoliberalismo temperamental más o menos armado ideológicamente. Los primeros representan la fidelidad y la pureza, esto es, la levadura del mañana. Los segundos representan el aflojamiento y la abdicación, esto es, el veneno que puede destruir, si se propaga, toda esperanza española.

Entre estos segundos, empero, hay para los fieles un enorme campo de misión. Mas han de saber darle a su fidelidad vida íntima, vigor intelectual, riqueza. Nada más triste que el poseedor de la verdad la proclame estática y cansinamente, como un disco rayado.

La verdad –de esto hay que penetrarse hasta la médula– tiene dos modos de manifestarse: un modo rígido e inmutable, como el de la moneda acuñada, y un modo fluyente. Según el primer modo, se manifiestan la verdad religiosa y la verdad política en sus líneas esenciales y maestras. Según el otro modo, se manifiestan las verdades de aplicación y de estilo, esto es, aquellas que son arbitrios con que hacer frente a una determinada situación histórica. Y están estos dos modos de verdad dispuestos en relación tan paradójica, que cuanto más ahondemos y vivamos el primero más fácil nos será la captación del segundo. El santo que vive inmerso en Dios, por ejemplo, vibra mejor que nadie ante los estímulos de la hora transeúnte, y sabe hacerle frente a ésta sin refunfuños y sin gestos de hierofante. Por el contrario, el integrista que no vive desde la raíz del alma su verdad, o la vive reducida a una fórmula enteca, ha de autosugestionarse, en el correr de la lucha diaria, adoptando un perfil de agresivo heroísmo hasta para el más simple menester. En lo que toca a la relación vital del hombre con la verdad, uno y otro, pese a las primeras apariencias, se sitúan en dos polos opuestos diametralmente.

Busquemos, en consecuencia, la semejanza del primero y no la del segundo. Instalémonos en la verdad constante, que ella nos hará libres, y no sobre el escabel artificioso de unos cuantos arbitrios históricos petrificados. Si es pecado borrar la verdad acuñada, también lo es acuñar la verdad fluyente.

La unidad y el sincretismo

Asusta muchas veces ver cómo jóvenes magníficos, en declaracionales orales o escritas, atentan inconscientemente y con la mejor intención contra la virtud máxima de la vida de un pueblo: la unidad. Por huir del fofo sincretismo y de la componenda recaen en una vidriosidad muy poco inteligente, una vidriosidad que les hace desmesuradamente irritables frente a cualquier postura política y vital que difiera, aun exterior y mínimamente, de la suya.

Tal actitud tiene complejas raíces. Una de ellas es la necesidad de crearse enemigos –así el predicador que inventa a su guisa el maniqueo para después refutarlo– que con su presencia espantable mantengan la tensión y el empuje en las filas propias. Otra es, sencillamente, la ingenuidad: el no darse cuenta de que resulta muchas veces más eficaz la obra de captación (no captación artera, se entiende, sino revestida de caridad) que la fulminación de anatemas. Estos –es necesario dejar las cosas claras– son necesarios en muchísimos casos, pero no en todos. Entre la cobardía y la guerra santa hay una actitud intermedia: la apostolización amorosa e inteligente. El cruzado debe salir a la escena después de que el misionero haya cumplido su papel, y afirmar esto no es espíritu de componenda, sino sentido común y doctrina cristiana.

¿Descubrirá la juventud española una forma típica de apostolado político, un modo inteligente y eficaz de acercarse al prójimo para asimilárselo y para disolver los posibles fantasmas de diferenciaciones ideológicas que con tanta frecuencia suele crear la falta de contacto? Tendrá energía espiritual suficiente para no gritar cuando no sea necesario, para asegurar su propia línea de conducta sin necesidad de buscar oposiciones debajo de las piedras o de agigantar las oposiciones reales? De que estas preguntas tengan respuesta afirmativa depende buena parte del futuro de España. Y conste que esta crítica se formula sobre la seguridad de que el peligro contrario –el de que por buscar con demasiado empeño la unidad se caiga en el sincretismo– está, afortunadamente, lejos de nosotros.

Crítica de precisión

La crítica, cuando se ejerce desaforadamente, es ineficaz. Su mayor valor radica precisamente en la justeza: en hincar el diente allí donde está el mal y tener el tino y la serenidad necesarios para no ir más allá. Cuando el meollo verdadero de la crítica va revestido de desorbitaciones e inexactitudes, es muy fácil para el criticado hacer oídos sordos y tomarla en bloque a beneficio de inventario. La mentira –léase la exageración– embota los filos hirientes de la verdad y la incapacita para cumplir su labor clarificadora y alumbrante. Muchas veces la fuerza mayor de una determinada postura radica, precisamente, en haber sido objeto de críticas injustas.

Hoy, si repasamos mentalmente los modos de manifestación oral y escrita de nuestra juventud, comprobamos que –en general– la crítica es inicialmente exacta y noble, pero desaforada en sus modos y con una cierta inclinación al tenebrismo y al dislate. Es como un alma radiante en un cuerpo torpe. Consecuencia: que los oídos de los criticados se han ido embotando poco a poco y ya podemos gritar junto a ellos sin que nos oigan. A fuerza de hacer frecuentes el grito y el denuesto, los hemos hecho poco menos que inútiles. Es posible que este modo de critica tenga algún efecto galvanizante en las filas propias, pero este efecto es absolutamente ficticio y transitorio. La mentira nunca es medicina; es estupefaciente.

Urge crear una crítica medicinal, esto es, una crítica de precisión. Cuando la máquina denostadora que llevamos dentro se aplique con absoluta rigurosidad a su objeto propio comenzarán a hacernos caso. Y conste –siempre es necesario hacer alguna última aclaración– que la rigurosidad, bien entendida, no implica frialdad ni cautela sórdida.

Cabeza fría y corazón caliente

La política de los últimos años –la que engendró los totalitarismos y la mística democrática; consiéntasenos unir a fines meramente dialécticos ambos extremos– era una especie de terapéutica aplicada a un cuerpo moribundo, y cifraba toda su virtud en reanimar el corazón a fuerza de calentar la cabeza. Con objeto de poner en pie la energía cordial de los pueblos, los saturaba con el explosivo mental de los grandes mitos: raza, Estado como realidad absoluta, democracia niveladora. Estos mitos, cerebralmente digeridos, propagaron su acción por todo el organismo, y un buen día los cuerpos exánimes echaron a andar, con su corazón batiente y sonoro. Pero pronto se les acabó la cuerda. La mentira tiene en contra suya, aparte de su intrínseca inmoralidad, una poderosa razón pragmática: que sobre ella no se puede construir nada demasiado estable. El único que puede cimentar su obra sobre la mentira sin que a su propio ser repugne es el demonio.

Caldear la cabeza no es, por consiguiente, recurso admisible para caldear el corazón. Dios ha dispuesto un orden natural inviolable Y magnífico: cabeza fría y corazón caliente. Cuando aquella cumpla, sin concesiones a ninguna terapéutica artificiosa, su propia función de desvelar la verdad y de humillarse ante ella, éste comenzará naturalmente a reanimarse y latir. El frío mental, la adscripción limpia y sincerísima de la mente a las cosas sin buscar prematuros enardecimientos, es un frío termógeno, un frío que da calor, como el de los helados. Y si en el fondo de esas cosas la mente encuentra al Creador, estará asegurado el caldeamiento normalísimo del corazón para siempre.

Nuestra juventud, en medio del cadavérico mundo actual, tiene que realizar este ideal de la cabeza fría y el corazón cálido. Nada de jugar a las mentirijillas, a la mitomonía, a las beatas ficciones. Nada de andar en volandas de irrealidad. Todo lo que por esta vía se consiga es efímero, y se desvanecerá en cuanto la historia nos ponga frente a los arduos problemas de la madurez. Si no querernos rehuir este enfrentamiento, es necesario que desde ahora comencemos a alimentarnos de verdades. Entiéndase; de verdades y no de esquemas simplistas.

Medite el lector todo esto y ponga después la mano sobre el corazón, sobre ese corazón que es necesario enardecer cuando en una publicación o en un diálogo juvenil encuentra proclamado y defendido algo que a todas luces es pía ficción, mentira casi creída a fuerza de reiterada, ¿no siente roerle una enorme angustia, no siente que toda su naturaleza rechina? Esta angustia y este rechinamiento tienen un origen preciso: son la respuesta del espíritu, hecho para la verdad, frente a una táctica que pretende, consciente o inconscientemente, romper el vínculo que Dios puso entre la cabeza y el corazón y caldear a éste a costa de llenar aquélla de mentiras, aunque sea de mínimas mentiras propagandísticas.

El joven político

La política, queramos o no queramos, implica siempre una determinada tensión de fuerzas, una pugna más o menos acentuada. Cuando los dos pugnantes se sitúan en posiciones demasiado diversas, la política se esteriliza y se va al diablo, esto es, al liberalismo apoyado en el régimen de partidos. Cuando los dos pugnantes se sitúan sobre el terreno común de una honda identidad previa, su pugna puede ser fecunda: el agonismo se transforma en colaboración.

Un cierto grado de agonismo es consustancial a la vida política, y aquí está la raíz del régimen representativo y de la inevitable constitución de equipos –si no partidos– deseosos de controlar los varios resortes del poder. Ahora bien, estos equipos tienen siempre una composición necesariamente compleja: en ellos hay, por una parte, puntos de vista exactos y deseos nobles, y por otra errores y anhelos más o menos bastardos. El diamante de la buena intención y de la rectitud ideológica está engastado en el barro de los intereses individuales, de la ignorancia suficiente, del orgullo monopolizador de la verdad.

¿Cuál debe ser la actitud juvenil ante este juego, puro e impuro a la vez, de los equipos políticos? Ante todo, hay que armarse de realismo y de inteligencia despierta y efectuar en el seno de la vida política una delicada discriminación: separar todo aquello que es problema muerto de aquello que es problema vivo. Los equipos políticos están constituidos por hombres, y el hombre es un ser que arrastra a cuestas los cadáveres de sus enconos pasados, las consecuencias de sus actitudes antiguas. Dos políticos de cincuenta años son como dos boxeadores después del quinto o del sexto asalto: sobre la pura y noble deportividad, único sentimiento admisible, se ha sobrepuesto el amor propio picado, el afán del desquite. La verdad se presenta en ellos con máscara. En cambio, el político joven –esto es, el joven que sienta la específica llamada de la política– llega a la palestra con el alma sin cicatrices, pura y desnuda, y sería absurdo que empezara su combate contaminándose con el personalísimo encono de cualquiera de los anteriores contrincantes.

Su deber es aprender de ellos las buenas artes –el amor propio lícito y las reglas del juego– pero no la pasión y la ceguera con que las han averiado. Ya la vida le irá dando a él sus propias cegueras y enconos sin necesidad de hacerse en este punto heredero de nadie.

A poco que ahonde, este joven político verá que entre él y su antagonista –nos referimos, claro está, a un régimen político decoroso, no a una merienda de negros democrática– hay puntos de contacto y zonas de unidad bastante grandes, o por lo menos posibilidad de borrar muchas diferencias mediante una labor de acercamiento inteligente y efusiva. Algunos de los problemas por los que pugnan los padres se desharán, como espectros, al tocarlos. Y bajo ellos brotarán del suelo de la actualidad –que es lo que nos interesa– otros más reales y sólidos. Y en torno a estos problemas hay que agruparse, no en torno a las dicotomías ya superadas.

La tarea del joven político es, en esencia, alumbrar los problemas vivos y enterrar los muertos. Esto, naturalmente, después de haberse consustanciado con la inconmovible solución de los problemas eternos –la solución católica– y con la de los problemas nacionales permanentes respecto a los cuales no es la disensión admisible –la solución patriótica y unitaria.

Rodrigo Fernández-Carvajal


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