Alférez
Madrid, junio de 1948
Año II, número 17
[página 8]

Nuevos avisos

Aclaración

Hablar o escribir sobre un terna –esto es de Perogrullo– implica una renuncia a hablar o escribir sobre todos los otros. Como evitar esta limitación es imposible, no le queda al escritor o al locuente más que un recurso: confiar en que el buen juicio del que lee o escucha sabrá tenerla en cuenta. Interpretar en su sentido justo el silencio –gran mar que aísla cada palabra– es la primera cualidad del buen entendedor.

Ocurre muchas veces, sin embargo, que la imaginación puebla este inevitable silencio de reticencias o segundas intenciones, como antes del descubrimiento de América poblaba el océano de monstruos. Los mitos son siempre un engendro de los espacios inexplorados.

Todo esto viene a cuento de algo muy concreto. Hay quien cree que las censuras parciales, cuando al canto de ellas no van con excesiva pormenorización los elogios, nacen sobre el trasfondo de una tácita censura total. Esta actitud es consecuencia de lo poco que suele ejercitarse una obvia distinción, con la cual tenemos necesariamente que operar: la distinción entre las actitudes fundamentales y últimas, que pueden ser, según los casos, perfectamente buenas o malas, y el tejido de argumentos y tácticas concretas mediante el que estas actitudes se manifiestan.

Cuando se ven las cosas de bulto, y no en un solo plano, esta distinción brota fluidamente y no entraña ningún peligro. No se trata de estrujar la cabeza ni de pensar con escalpelo, sino de reconocer la estructura de la realidad, siempre compleja y orgánica.

Sería de desear que las notas siguientes, como todas las de igual tenor, fueran vistas precisamente a esta luz y no a otra. Se trata de un serie de humildes esfuerzos por corregir y mejorar los frutos –ya de por sí buenos, pero mejorables– de unas actitudes espléndidas en su raíz.

Junto a su frialdad ponga el lector una hoguera de enorme entusiasmo.

Espíritu reaccionario

Ante el espíritu reaccionario experimenta nuestra generación cierta repulsa instintiva. La reacción, como el mono de la feria, baila al son que le toquen. Sus palabras y obras surgen en contrapunto de algo que las precede y domina: la acción. Los movimientos reaccionarios pertenecen al reino frío y espectral de los ecos, así como los movimientos activos pertenecen al reino cálido y animado de las voces. Entre ambos, por consiguiente, no debe ni puede haber para un joven ninguna vacilación.

Ahora bien; la reacción no se aloja tan sólo, como tópicamente suele creerse, en las forman concretas del reaccionarismo burgués, sino en todas aquellas que elaboran su perfil a costa de señalar diferencias con formas extrañas, y se acendran y forjan en la perpetua oposición a ellas. Es reaccionaria toda actitud de pura oposición, toda actitud que nace o se mantiene como consecuencia de otra que marca el compás y elige el campo de lucha. Es reaccionaria toda actitud apologética, incluso cuando adopta la táctica de defenderse atacando.

¿Qué consecuencias se pueden ordeñar de esta apreciación obvia? Que, aunque parezca paradoja, tanto hay reaccionarismo revolucionario como reaccionarismo burgués. Variarán, desde luego, en sus contenidos y modalidades concretas, pero ambos se mostrarán unidos en su naturaleza profunda; ambos son carros enganchados a la cuadriga de un definidor inicial, y su tragedia está en que cuanto más hostigan y espolean a éste, más veloz se hace la carrera.

Por imperativo de la hora histórica, siempre abundarán más en nuestra época los reaccionarios burgueses que los reaccionarios revolucionarios. Sin embargo, el demonio del reaccionarismo acecha al revolucionario a cada paso, y se instala en sus entrañas purísimas a poco que se abandone y a poco que extreme el gesto integrista y las vociferaciones contra el enemigo. El reaccionarismo, en el fondo, es una forma subrepticia de la pereza mental; una pereza disfrazada de falso movimiento.

Elogio de la inutilidad

La polarización del hombre hacia la política –e incluso hacia el apostolado– tiene frecuentemente como consecuencia apartar demasiado su espíritu de las cosas divinamente inútiles y bellas con que pobló Dios el mundo. Al político, el acto estético puede llegar a resultarle aberrante, como gastador de una energía vital que mejor hubiera estado empleada, según él, en fines más prácticos. Al apóstol –no al santo– el acto litúrgico puede llegar a resultarle incomprensible y superficial, como si Dios no hubiese alabado a la mujer que vertió sobre Él el vaso de aromas.

Hay que iniciar, entre los férvidos deapostolización religiosa y política, una grande y difícil Cruzada: la Cruzada por la reivindicación de las cosas inútiles. Si no, seles irá secando poco a poco el alma, falta de raíces en el hondo suelo de la vida, y pararán en máquinas de cantar himnos patrióticos o en máquinas de pregonar la Verdad.

En la intimidad misteriosa del alma no hay departamentos estancos, y de unos a otros fluye el mismo veneno o el mismo jugo vitalizador. El amor a la sabiduría y a la belleza trasminan hasta el órgano de la acción práctica y lo agilitan y fecundan. Si este amor falla, hay un cierto peligro –un peligro genérico, se entiende– de que todo el hombre se empobrezca y de que toda su obra resulte mezquina o brutal. En términos generales, puede decirse que el puro apóstol y el puro político son monstruos, al menos si la santidad no crece paralela a su fervor. En ellos una determinada facultad ha agotado el impulso vital destinado a todas las restantes, con lo que a la larga esta facultad misma, falta de vida orgánica, acabará por atrofiarse o por hipertrofiarse.

A muchos jóvenes políticos les convendría una sangría de ocupaciones inútiles, una sangría de ver crepúsculos, de comprar antigüedades y de escuchar conciertos de violoncelo. A algunos jóvenes apostólicos les convendría enamorarse pasear por el Retiro.

Los dos equilibrios

La generalidad de las posturas colectivas cristianas durante los tres últimos siglos, conseguían guardar equilibrio frente a los varios extremos solamente a costa de volverse eclécticas. Equilibrio y eclecticismo, amalgamados, formaban un todo monstruoso –recuérdense los típicos partidos de derecha– y nuestro órgano visual se acomodó de tal modo a él que ahora le es difícil discernir un componente de otro. Hoy, inevitablemente, lo equilibrado tiene un aire ecléctico y lo ecléctico tiene un aire equilibrado. A la armonía musical del verdadero equilibrio ha sustituido –pero sin confesarse la sustitución– la armonía mecánica de la componenda. Y muchos años de componenda, simio que imita el equilibrio como el diablo a Dios, nos han convertido en gatos escaldados ante cualquier postura con pretensiones de mantenerse en el fiel.

Sin embargo, hemos de comenzar poco a poco a curarnos. Una balanza puede estar nivelada por dos razones: por tener sus dos platillos vacíos o por tenerlos con un número igual de pesas. El primer equilibrio es el equilibrio burgués, y va fatalmente unido al espíritu ecléctico. El segundo es el equilibrio cristiano, y por paradoja se concilia con cualquier extremosidad. La Cruz sobre el Calvario –revolucionaria extremosidad de Amor– estaba equilibrada exactamente.

Rodrigo Fernández-Carvajal


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