Alférez
Madrid, julio y agosto de 1948
Año II, números 18 y 19
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Revisión de un tópico

Todos nosotros recordamos muy bien hasta qué punto se usó hace años la palabra «estilo». Se abusó tanto de ella que llegó a convertirse en tópico. Cuando fue un tópico lo del «estilo nuevo» se tranquilizaron las conciencias en trance de arrinconar tal término. Se hizo todo menos aquello que reclamaba Unamuno como mejor remedio para librarse de los tópicos: ahondar en ellos. Se arrinconó la palabra y hasta la idea, amén de todas las expresiones que la sirviesen: modos de vida, modo de ser y de pensar, nuevas maneras. Por no ahondar, no se llegó a percibir que en el fondo había una tarea tan seria como la de levantar frente a unos usos, convenciones y modos determinados ajenos a nuestra esencia toda una teoría de notas definitorias y características que sirviesen para situaciones que van de lo personal a lo colectivo.

Por aquellos días de amanecida nacional se creía posible inventar un tipo humano nuevo, con unos modales y comportamientos determinados en sus relaciones de convivencia y que fuesen justa correspondencia con el pensar y sentir de la gente. Si el hidalgo o el villano, el santo o el bandolero reúnen unas cualidades, se comportan según unas maneras que le son propias y definitorias, no hay por qué extrañarse de que José Antonio quisiese para sus hombres un «estilo nuevo» que no quedaría agotado en fijar la estética y plástica de las concentraciones políticas, ni en señalar los colores y distintivos de los uniformes. Bien claro quedó en las expresiones joseantonianas que se trataba de un «modo de vida», y que por lo tanto afectaba a todas las manifestaciones del individuo.

Aquella preocupación por la creación de un estilo fue poco a poco languideciendo, en buena medida ahogada por la creencia de que estaba conseguido en virtud de lo mucho que se había hablado de él. Se hablaba, se repetían citas y frases hechas, pero se descendió muy poco a los detalles concretos, de orden educativo casi, en los que quedase fijado en qué había de consistir el estilo. Hoy se puede precisar una serie de notas definitorias del hidalgo (ahí está el buen libro de García Valdecasas), notas que forman un arquetipo al cual recurrir como término de comparación. Nada se fijó respecto a cuál había de ser el nuevo estilo. Y no se tardó en comprobar que los buenos deseos de que cambiasen los modos de relación y convivencia entre los españoles, habían quedado en aire. Recuerdo haber oído a un escritor falangista, tras hacer balance de ciertas realizaciones y empresas conseguidas con éxito: «Pero la calle no es aún nuestra.» Y naturalmente que no se refería a la conquista política, que es cosa distinta, sino a otros más sutiles matices relativos a maneras de ser y de manifestarse que seguían siendo ajenos a lo que se soñaba como nuestro estilo.

Y ahora resulta que aquello que creíamos tópico encerraba una trascendental importancia. No hace muchos días un escritor tan agudo como José Coronel Urtecho nos decía que ellos, los hispanoamericanos, llegan a España con la esperanza de encontrar ejemplos vitales que seguir. Ellos, que sufren el incesante y ordenado asalto de un modo de ser –el norteamericano– desean hallar otros paradigmas más apegados a su tradición. Pero exigen también, y esto no hay que perderlo de vista, que este paradigma enraizado en la tradición tenga aptitud para ser realizado en el mundo actual con sus circunstancias.

¿Brinda España este ejemplo? Los entusiastas del estupendismo, los arrebatados por la idea de que lo nuestro es siempre lo mejor, afirmarán rotundamente que sí. En su optimismo, sin embargo, se encierra un equívoco: el estilo no es una categoría mental, sino vital –conceptos que no se excluyen, pero que tienen distinto radio–. Únicamente cuando las ideas unánimemente compartidas empapan las almas y predeterminan el modo de actuar en todos los momentos –no tan sólo cuando se proclaman–, surge el estilo. Hay también unanimidades muertas, ideas colectivas que no llegan a empapar la vida y de las cuales ningún estilo llegará a surgir, aunque ellas en sí sean valiosas. ¿Será acaso la nuestra una unanimidad viva o una unanimidad muerta? Esta es la cuestión capital, y no se la escamotea haciendo apelación –tan sólo– a la permanencia incólume de los principios.

Ángel-Antonio Lago Carballo


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