Alférez
Madrid, julio y agosto de 1948
Año II, números 18 y 19
[páginas 4-5]

Ante Europa: anverso y reverso

Fe, fe en la espontaneidad propia, fe en que siempre seremos los mismos, y venga la inundación de fuera...
Unamuno, en «Sobre el marasmo actual de España».

Después de la derrota que han sufrido por igual todos los pueblos europeos, la atención y la curiosidad españolas se han dirigido principalmente hacia las dos grandes potencias que hoy se disputan la hegemonía política: los Estados Unidos y la Unión Soviética. Existe, además, un interés creciente por la vida de las otras naciones de lengua y cultura hispánicas, aunque es de muy distinta naturaleza, es el interés que se siente por lo propio, más cerca del amor que de la curiosidad. Estas dos cosas se reparten hoy la atención española.

No obstante, ahí está también Europa, la vencida Europa, herida, pero aún viva. Ejércitos de los otros cuatro continentes han pisado su suelo, han destruido sus fábricas y sus bibliotecas: sin embargo, el espíritu europeo sigue existiendo e influyendo poderosamente en el resto del mundo. En Europa reside la más alta cultura de la tierra. Esta realidad no puede escapar a nadie, y, menos aún, a nuestra juventud. La generación española actual, como todas las anteriores, se siente frente a Europa, comprende que es preciso resolver el problema de las relaciones con la cultura europea.

Este problema se nos muestra hoy bajo un aspecto completamente distinto al de fines del siglo pasado y principios de éste. Hace poco más de cincuenta años, en el primero de sus ensayos En torno al casticismo, Unamuno, decía:

«Elévanse a diario en España amargas quejas porque la cultura extraña nos invade y arrastra o ahoga lo castizo, y va zapando poco a poco, según dicen los quejosos, nuestra personalidad nacional. El río, jamás extinto, de la invasión europea en nuestra patria, aumenta de día en día su caudal y su curso, y al presente está de crecida, fuera de madre, con dolor de los molineros a quienes ha sobrepasado las presas y tal vez mojado la harina.»

Quien lea las líneas precedentes comprenderá que, desde 1895, las cosas han cambiado mucho. Se trataba entonces de un último deslumbramiento español ante la supuesta superioridad espiritual y política de las naciones europeas. Tan gigantesca desproporción parecía existir entre el valor de lo «castizo» y el de lo extranjero que temíamos estar a punto de perder nuestra personalidad. Las formas culturales del otro lado de nuestras fronteras invadían España, como consecuencia de la atracción que ejercían sobre la mayor parte de los españoles.

Hoy, aquel exagerado prestigio de lo europeo ha desaparecido. La personalidad de lo español se ha ido afirmando más y más. En lo espiritual, el espectáculo de la angustiosa crisis filosófica y religiosa por la que están atravesando las naciones ultra pirenáicas, orgullosas un día de haberse desembarazado del dogma católico como verdad fundamental, constituye para los españoles, en general, un motivo para aferrarnos aún más a nuestra fe y para compadecer a Europa, que no supo guardarla como el más precioso tesoro. En lo político, España funda su actual superioridad en haber mantenido su independencia intacta, en medio de las más difíciles circunstancias, mientras que Europa se encuentra invadida y dominada por fuerzas extraeuropeas. Tenemos hoy plena conciencia de que, por primera vez desde hace algunos siglos, España es el arma militar y política más importante del Continente.

Hace cincuenta años, en las relaciones hispanoeuropeas el papel de Europa era activo, mientras que el de España era simplemente pasivo. El problema que se planteaba era si debíamos aceptar la invasión cultural europea o resistirnos a ella. En la polémica suscitada, Unamuno, por ejemplo, era partidario de que nos abriéramos a todos los vientos ultrapirenaicos, incluso como medio indirecto para llegar a conocernos de verdad a nosotros mismos. Tachaba a los que temían la invasión, de falta de seguridad en la fuerte personalidad de lo español: «¡Pobre temor el de que perdiéramos nuestro carácter al abandonarnos a la corriente!», exclamaba. Según él, el contacto con la cultura europea era para nosotros una experiencia necesaria: «Carecemos de la rica experiencia que sacaban los castizos aventureros de nuestra Edad de Oro de sus correrías por Flandes, Italia, América y otras tierras, aquéllos que vertían en sus producciones el fruto de una vida agitadísima, de incesante tráfago, y no sustituimos esta experiencia con otra alguna.» Estas palabras expresan claramente su preocupación. La de que España quedara arrinconada.

Pero decimos que la cuestión ha cambiado. Hay para nosotros un anverso y un reverso de «Europa». Veamos cuáles son.

El anverso de la cuestión europea consiste en el deber de España de contribuir con su ventajosa posición actual a la reconstrucción espiritual del Continente. Hemos afirmado siempre que el alma de Europa es la cultura cristiana, y que, a partir de la Reforma, el espíritu europeo comenzó a salirse de los cauces de esa cultura, llegando en filosofía, en política y en todos los campos de la actividad humana a la negación de lo cristiano y, como consecuencia, de lo verdaderamente europeo. La preocupación por lo temporal, sustituyendo cada vez más a la preocupación por lo eterno, ha originado una civilización materialista, uno de cuyos brotes es el marxismo antieuropeo. España, por el contrario, acusada tantas veces de estar ausente de las corrientes del pensamiento continental, representaba para Unamuno, y sigue representando para nosotros, la fidelidad al antiguo espíritu de Europa, que centraba la vida en Dios y tenía vivo el sentido de lo eterno. Recordaba Unamuno, a propósito de esto, aquellos versos de Calderón:

Acudamos a lo eterno
que es la fama vividora
donde ni duermen las dichas
ni las grandezas reposan.

Y decía: «Tras esto eterno se fue el vuelo del alma castellana.»

Queda así señalado el lugar de España en la reconstrucción del espíritu europeo: nuestra misión es separar lo permanente de lo caduco, el trigo de la cizaña, salir al paso de los espíritus eclécticos para los cuales deben defenderse igualmente frente al actual enemigo de Europa –el marxismo– Hegel y Cristo, la filosofía escolástica y el pensamiento nietzscheano, puesto que todos son valores «europeos». A esto España debe contestar que, ciertamente, del mismo tronco secular cuyas raíces se hunden en Grecia y Roma y cuya savia es la cristiana, proceden, por ejemplo, Santo Tomás y Nietzsche: pero que Santo Tomás es una muestra de rama sana, mientras que Nietzsche lo es de rama enferma. Pretendiendo salvar la cultura europea, ¿trataremos de igual modo a las ramas sanas y a las enfermas? De ninguna manera: debemos hacer una poda conveniente y defender la salud del tronco, el alma de Europa, el cristianismo.

Pero la cuestión europea tiene también un reverso para nosotros, que no puede olvidarse. Este viejo continente que agoniza, en apariencia, y del cual España no se siente del todo parte, aún debe enseñarnos algo. Esto que debe enseñarnos es el amor a la verdad científica y el heroico esfuerzo por encontrarla. Lo cual no es incompatible con un espíritu predominantemente religioso, sino que lo complementa. Debemos vencer nuestra incapacidad en este campo, plenamente reconocida por Unamuno, en contra de lo que opinaba Menéndez y Pelayo: «Casta la castellana de conquistadores, mal avenidos al trabajo, no se compadecía bien a interrogar y desentrañar la realidad sensible, a trabajar en la ciencia empírica, sino que se movían a conquistar, con trabajos sí, pero no con trabajo, una verdad suma preñada de las demás, no por discurso que se arrastra pasando de cosa en cosa, ni por meditación que anda y cuando más corre, entendiendo uno por otro, sino por gracia de contemplación que vuela y desde un rayo de visión se difunde a innúmeros seres...» Unamuno contraponía, pues, la Ciencia del fin, a las ciencias del medio, afirmando que lo español era quedarse con la primera y desdeñar las segundas: «El espíritu castellano tomó por filosofía castiza la mística». Y no puede negarse que el camino preferido por el español es el más rápido y seguro para llegar a la Verdad. No obstante, hay también mucha imperfección en nuestro histórico desprecio por las ciencias matemáticas y experimentales. Porque, si bien es posible hablar de distintos órdenes de verdades, en la práctica no cabe disociarlas, nuestra ansia de Verdad es una sola, y negar a la Ciencia equivale a negar a la Verdad y, por tanto, a Dios. En la perfecta comprensión de esta idea nos aventajan muchos europeos, cuyo pensamiento está representado con toda claridad en las siguientes líneas de Henri Poincaré, extraídas de su obra El valor de la Ciencia. Dicen así:

«Cuando hablo aquí de la verdad, quiero hablar, sin duda, en primer término de la verdad científica, pero también de la verdad moral, de la cual lo que se llama justicia no es más que uno de los aspectos. Parece que abuso de las palabras, que reúno con un mismo nombre dos cosas que no tienen nada de común: que la verdad científica, que se demuestra, no puede, de ningún modo, aproximarse a la verdad moral, que se siente.

Sin embargo, no puedo separarlas, y quienes gusten de una no pueden dejar de gustar de la otra. Para encontrar una, como para hallar a la otra, es menester esforzarse en librar completamente al espíritu del prejuicio y de la pasión, es necesario alcanzar la absoluta sinceridad. Una vez descubiertas, estas dos clases de verdades nos producen la misma alegría; ambas, desde que se las advierte, brillan con el mismo fulgor, de modo que hay que verlas o cerrar los ojos. Ambas, en fin, nos atraen y nos huyen; no están nunca fijas, y cuando se cree haberlas alcanzado, se ve que es necesario andar todavía, y aquel que las persigue está condenado a no conocer jamás el reposo.

Debemos agregar que aquellos que tienen miedo de una, también tienen miedo de la otra, pues son los que en todas las cosas se preocupan ante todo por las consecuencias. En una palabra, reúno las dos verdades porque las mismas razones nos las hacen querer y las mismas razones nos las hacen temer.»

¡Magníficas palabras de un matemático francés, contemporáneo de Unamuno, después de las cuales ya no es posible defender nuestra actitud anticientífica, disfrazada de preocupación religiosa, pero que esconde en su interior, sobre todo, abulia, pereza, falta de valor intelectual para enfrentarse con las dificultades de la Ciencia! ¿Qué español joven no suscribe hoy estas ideas de Poincaré? Ya no es tiempo de contraponer la Ciencia del fin, la Religión, a las ciencias del medio. Es tiempo de unir y no de disociar, tiempo de llegar a una síntesis armoniosa de actitudes incompletas. Menos preocupación de que nos arranquen nuestro carácter, nuestro «yo» nacional, y más empeño en corregir nuestros defectos. Debemos, no obstante, reconocer que la juventud de hoy comienza a ser distinta de la de aquella época en que Unamuno decía: «Hay abulia para el trabajo modesto y la investigación directa, lenta y sosegada. Los más laboriosos se convierten en receptáculo de ciencia hecha o en escarabajos peloteros de lo último que sale por ahí fuera.» Esta observación ya no es valedera para los tiempos que corren: ejemplos como el de Ángel González Álvarez –para citar alguno– demuestran que nuestra juventud comprende ya lo que España debe enseñar a Europa, y viceversa, lo que de Europa debemos aprender.

Miguel Sánchez-Mazas


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