Alférez
Madrid, septiembre de 1948
Año II, número 20
[página 8]

Aclaraciones

Hay pocas cosas tan difíciles como hacerse entender. Todo el que haya escrito alguna vez con propósito de novedad –no por amor a la novedad en sí misma, sino por creer que la moneda dialéctica corriente ya está gastada y necesita nueva acuñación– sabe qué enorme inercia lastra el espíritu de los lectores medios. Por mucho que procure situarse en el fiel, ponderar la expresión, dibujar exactamente las fronteras de cada concepto, le entenderán la mayoría de las veces de una manera burda y superficial. El lector medio es un entomólogo implacable de las ideas: en vez de ojos y cerebro tiene un cazamariposas y una gran caja donde filiar sus presas con arreglo a una nomenclatura establecida desde siempre.

No se vea en esto desprecio hacia nadie, sino una simple lamentación de tipo general. Una lamentación hija de la experiencia. En estas páginas hemos tratado –sobre el éxito del empeño no somos nosotros los llamados a juzgar– de clarificar determinados aspectos espirituales, culturales y políticos de la juventud española; de animar en ella determinadas virtudes todavía latentes y de impedir el desarrollo desviado o en exceso ingenuo de otras virtudes ya poseídas y patentes. Nunca se nos ocurrió –y queremos creer que nunca nos traicionó la expresión hasta el punto de engañar al lector avisado y cordial– ponernos en exclusiva e idolátrica adoración de las primeras o en trance de despreciar las segundas. Ambas son absolutamente necesarias y deben interpenetrarse y fundirse.

Las virtudes latentes, hablando grosso modo, son virtudes de universalización. Nuestra juventud guarda en su alma una fundamental sanidad –religiosa, moral y política–, y es necesario que esta sanidad se abra, como la flor, en una corola de formas superiores: formas de pensamiento, de dialéctica, de arte, de inteligencia operativa. Las virtudes patentes, hablando también grosso modo, son virtudes de concreción –fidelidad, entusiasmo, pureza– y es necesario que se desarrollen rectamente y que sean el calor que provoque la eclosión de las virtudes latentes. En resumen, que a éstas hay que despertarlas del sueño que duermen, y a aquéllas hay que vigilarlas para que no degeneren nunca en sus caricaturas posibles: simplismo, desmentalización, ingenuidad. Se trata de dos problemas simultáneos, concatenados y equiparables por su trascendencia: uno de alumbramiento y otro de educación y poda. La poda, claro está, es el único modo de que llegue algún día a dar fruto un árbol.

Estas dos tareas exigen diversidad de instrumentos y de estilo, pero ambas van encaminadas al mismo fin: los buenos frutos finales. No hemos de extirpar nada, de rechazar nada, sino de recoger y exaltar toda la fuerza nutricia de nuestro interior. No se trata de condenar, ni mucho menos, los modos espontáneos, llanos y directos, sino de ponerlos al servicio de finalidades superiores, con lo que quedarán justificados. Hablemos claro: lo que urge es tomar todo el magnífico entusiasmo del Frente de Juventudes y traducirlo al lenguaje de la inteligencia y de la madurez. Pasado el bachillerato no se puede tener el espíritu con pantalón corto. Claro que sólo el que hasta esa edad lo haya llevado, sabrá alargarlo sin peligro de claudicación.

Ahora bien, no hemos de creer que este alargamiento del traje del espíritu sea cosa fácil. Un grave engaño es el añadirle retales de frases hechas, de recetas, de fórmulas: todo eso que se suele llamar «capacitación política». El clima del espíritu es cosa distinta: no está hecho a trozos. En sus tres cuartas partes no puede definirse, sino tan sólo olfatearse. Se trata de una mezcla de moderación y de entusiasmo, de equilibrio y ardor, de táctica y de intransigencia, que sólo se aprende abriendo los ojos a todo y dejándose penetrar por todo. Acceder a los problemas de la madurez –los grandes problemas nacionales, culturales y espirituales de orden superior–, exige el atrevimiento alegre de una zambullida. Al espíritu no se le capta a través de consignas y conciliábulos ardorosos –aunque buenos sean a su tiempo y en su medida–, sino mirando de frente a hombres y cosas. No hay otro modo posible. Huelga decir, desde luego, que aquí no se predica anarquía ni entrega moral. Tan sólo alma abierta.

Al servicio de esa labor de traducción está Alférez, y os rogamos que lo leáis siempre teniéndolo en cuenta. Si en determinados momentos se exaltó lo ideológico o se abundó en temas de especulación tal exaltación y tal abundancia no implicaban ningún soterraño menosprecio a lo práctico y elemental. Estamos acostumbrados –mal acostumbrados– a creer que todos los elogios tienen dos caras: la visible y otra invisible de correlativa censura. Estamos acostumbrados a creer que toda censura de una determinada realidad implica un elogio de la realidad diametralmente opuesta. Pues bien, si queremos llegar a un verdadero equilibrio, al gran equilibrio cristiano en el cual pueden perfectamente coexistir los contrarios a condición de que no sean contradictorios, hemos de acabar con estas instintivas vinculaciones mentales. Cada cosa tiene su oportunidad y su lugar. Alabar al día no significa denigrar la noche, y viceversa. Análogamente, alabar lo intelectual no significa rechazar lo instintivo y espontáneo, ni alabar lo instintivo y espontáneo significa rechazar lo intelectual. Lo único verdaderamente rechazable es lo confuso y equívoco: el instinto ocupando el lugar de la inteligencia o la inteligencia ocupando el lugar del instinto. En estas zonas fronterizas y variables radica el peligro, y en ellas es necesario montar una especial vigilancia.

Si habéis leído lo hasta aquí dicho con los ojos y el cerebro abiertos, sin usar del cazamariposas, os percataréis de lo triste y descorazonador que tiene que resultar para los que hacen esta revista el que les cuelguen etiquetas obtusas: intelectualistas, enemigos de la espontaneidad juvenil, cautos «demócratas cristianos», frígidos jóvenes con gafas en el espíritu... En las páginas de los números publicados de Alférez hay bastante literatura contra esta fauna, y si no abunda más es porque creemos mejor dirigirnos –para alentarles y para enderezarles en lo que esté de nuestra mano– a los que poseen esas dos específicas virtudes juveniles sin las cuales nada se puede construir: gallardía y generosidad.

La manía de filiar y de poner etiquetas a las actitudes y a los grupos, sin preocuparse antes de examinarlos, es manía peligrosa. A veces sucede como en El Gran Galeoto: que la mentira, a fuerza de repetirla, se hace verdad. Por nuestra parte, no tememos llegar a merecer ninguno de los epítetos mentados, pero nos gustaría que sus autores profundizaran un poco más. Una revista es algo esencialmente diáfano, visible, público. Basta leerla con espíritu de comprensión y sin sospechar en ella trasfondo de ninguna especie.

Alférez no quisiera nunca ser un grupo, sino una actitud; una actitud exigente y realista para ver las cosas de España. En estos años, en estos días, está pasando ante nosotros, mudamente, la gran ocasión histórica de crear una generación española a la vez equilibrada y extremosa. Solamente con exigencia y realismo –esto es, alumbrando de nuestro seno las virtudes latentes y situando, en su lugar a las que ya poseemos– lograremos aprovecharla.

Alférez


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