Filosofía en español 
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Presencia del Pasado

¿Hubo filosofía entre los antiguos mexicanos?

Por Samuel Ramos

El impulso de conocer y explicar los fenómenos naturales es propio del hombre, desde que se encuentra en los estadios mas rudimentarios de la civilización. Atemorizado el primitivo ante el caos de la naturaleza, se esfuerza con su intelecto en buscar lo semejante en medio de la variedad de cosas que le rodean, lo permanente en medio de las continuas mutaciones, lo imperecedero en la existencia mortal. La necesidad de ordenar y reducir a ciertas unidades el mundo de la representación surge en el primitivo como un imperativo vital para librarse del temor que le causa el mundo desordenado y caótico. Su instinto le hace comprender que solo puede dominar al mundo y asegurar en el su existencia cuando logre manejar las fuerzas que lo mueven. Mediante un esfuerzo tosco e imperfecto de abstracción logra reducir la multiplicidad de las cosas a ciertas representaciones constantes, pero que no alcanzan todavía el grado conceptual, sino solo el de intuiciones. A esta unificación del mundo en formas abstractas tiende el lenguaje, el arte y la religión. El lenguaje primitivo es sobre todo, poético, lleno de imágenes y metáforas. Por medio del arte y la religión consigue también de otra manera fijar ciertas imágenes duraderas que contrastan con la mutabilidad de lo real. El lenguaje, el arte y la religión, tienen para la mente primitiva un sentido mágico, son recursos de que se vale para conjurar a su favor las fuerzas cósmicas y tener dominio sobre las cosas que conciernen a su vida. La magia es la forma más universal y primitiva de entender los fenómenos naturales y se funda en los principios de una lógica inconsciente que, según Frazer, pueden reducirse a dos: la ley homeopática de que lo semejante produce lo semejante y la ley del contacto. En definitiva, según observa el mismo Frazer, estos principios se fundan en la ley psicológica de asociación, la magia homeopática en la asociación por semejanza y la magia por contacto en la asociación por contigüidad. La magia no es, pues, un resultado del pensamiento conceptual, sino del pensamiento asociativo. Es una creencia que además se expresa directamente, de un modo práctico y nunca han llegado los primitivos a formularla en abstracto. Falta a estos completamente la idea de la ciencia. La magia es una manifestación de lo que Levy-Bruhl llama la mentalidad pre-lógica de los primitivos. La concepción mágica del mundo en estado puro pertenece al tipo más primitivo de cultura.

En las culturas matriarcales que representan la iniciación del sedentarismo y la agricultura, hace su aparición el animismo, la creencia en espíritus que mueven o animan las cosas. Pero el espíritu está aún lejos de representarse como algo inmaterial, sino más bien no se le representa de ningún modo, porque se supone que es una potencia invisible y misteriosa. La vaga noción de lo sobrenatural empieza a surgir en el primitivo aunque para el, como dice Levy-Bruhl, lo sobrenatural es la cosa más natural del mundo. El animismo se caracteriza por el culto de los muertos y la creencia en que el hombre prolonga su existencia después de la muerte. Antes se suponía que el animismo era una creencia universal de los pueblos primitivos, pero hoy se admite que algunos de éstos no muestran huella de haberla tenido.

En los pueblos patriarcales es en donde la concepción personalista de los dioses se destaca ya con toda nitidez, al par que en la vida social empieza a definirse la individualidad. El hombre primitivo es un ser completamente solidarizado con su grupo, de manera que no solo su vida, sino también sus representaciones tienen un carácter colectivo. Así que en estas representaciones se reflejan por modo inevitable las modalidades de su estructura social. Hay en las sociedades primitivas una estrecha unidad entre los diversos elementos de la cultura, de manera que las concepciones del mundo se reducen a ciertos tipos que corresponden a ciertas formas culturales también típicas. Esto es lo que ha hecho resaltar Graebner en su interesante libro El Mundo del hombre primitivo. Parece que los primitivos, sobre todo los que han alcanzado una cultura mas avanzada, tienen un conjunto de nociones sobrenaturales del origen del mundo, de su forma y composición, de la vida y de la muerte, del destino del hombre, que en nuestra civilización se agrupan con el nombre de metafísica. ¿Existe una metafísica en los primitivos? Más particularmente ¿existe una metafísica entre los primitivos mexicanos? Sabemos de los aztecas y los mayas que tuvieron no solo una complicada religión, sino también una ciencia principalmente aritmética y astronómica. ¿Habrá, al menos, una metafísica latente en las creencias religiosas y científicas de estos pueblos? La clase intelectual de los aztecas y los mayas era el sacerdocio, y se dice que ellos poseían un saber esotérico de un carácter mucho más refinado que el que daban al pueblo. Las concepciones religiosas y mitológicas que consignaron los frailes misioneros, representan solamente la versión popular de la religión, pero no las concepciones más abstractas y filosóficas, que tal vez poseían los sacerdotes y quizá otras personas más cultivadas de la comunidad. Domínguez Assiayn en un pequeño escrito sobre la filosofía en los antiguos mexicanos afirma que los obstáculos para el estudio de esta cuestión son “la falta de tradición escrita y el implacable hermetismo de los indígenas que sistemáticamente se rehusaron a revelar la parte esotérica de sus cultos”. Esta misma impresión se desprende de un pasaje de Clavijero, sobre la sabiduría del rey de Texcoco, Netzahualcóyotl. “Pero en nada se deleitaba tanto Netzahualcóyotl como en el estudio de la Naturaleza. Adquirió muchos conocimientos astronómicos, con la frecuente observación que hacía de los astros. Aplicóse también al conocimiento de las plantas y de los animales; y por no poder tener en su corte los que eran propios de otros climas, mandó pintar en su palacio al vivo, los que nacían en la tierra de Anáhuac. De estas pinturas habla el Dr. Hernández que las vio e hizo uso de ellas; y por cierto que son mas útiles y más dignas de la mansión de un rey que las que representan la perversa mitología de los griegos. Investigaba atentamente la causa de los fenómenos naturales y esta continua observación le hizo conocer la vanidad de la idolatría. Decía privadamente a sus hijos, que cuando adorasen con señales exteriores a los ídolos, para conformarse con los usos del pueblo, detestasen en su interior aquel culto despreciable, dirigido a seres inanimados; que él no reconocía otra divinidad sino el Creador del Cielo y que no prohibía en sus reinos la idolatría, como deseaba, porque no lo acusasen de contradecir la doctrina de sus mayores. Prohibió los sacrificios de víctimas humanas; pero viendo después cuán difícil es apartar a los pueblos de las antiguas ideas en materia de religión, volvió a permitirlos, prohibiendo, sin embargo, otro sacrificio que el de prisioneros de guerra. Fabricó en honor del Creador del Cielo, una alta torre de nueve pisos. El último era obscuro; su bóveda estaba pintada de azul y adornada con cornisas de oro, ….”

En el estadio de Cultura a que llegaron Aztecas y Mayas, el pensamiento filosófico, si lo hay, muy difícilmente puede separarse de las ideas físicas y religiosas. La unidad sociológica que liga las diversas manifestaciones espirituales de un pueblo permitiría, tal vez por medio de paralelismos, inferir cual haya sido o debió ser la filosofía, en ausencia de documentos positivos. O con unos cuantos datos reconstruir el tipo de filosofía, como Cuvier con una vértebra fósil reconstruía la figura de los monstruos paleontológicos. “La sociología del saber –dice Scheler– es quien ha de poner de manifiesto, las más de las veces, las metafísicas ocultas”. Vasconcelos apunta lo que quizá pudiera ser una ley de la sociología del saber aplicable al caso de los aztecas y los mayas. “Donde quiera que ha habido arquitectura ha existido también filosofía. En el reino de las Bellas Artes, la arquitectura corresponde al momento de los sistemas en el desarrollo del pensamiento. Y no se llega a construir con gracia y ligereza, con majestad y armonía, mientras no se conquista en lo espiritual, el orden armónico y sólido de una doctrina filosófica coherente y comprensiva”.

¿Cómo pensaba –diremos nosotros– y cómo se representaba el universo el pueblo que construyó pirámides, templos y monumentos tan admirables como los de los toltecas y los mayas?

Panorama de las culturas mexicanas

Las grandes migraciones de pueblos que tuvieron lugar en la América del Norte originaron una mezcla de culturas de la que resultó al final la cultura azteca, tal como la encontraron los españoles a principios del siglo XVI. Las tribus errantes que venían del norte se sedentarizaron en una gran extensión geográfica que abarca una parte de México y Centroamérica. Seguramente fue la invención de la agricultura, en especial el cultivo del maíz, lo que hizo sedentarios a esos pueblos, autores de una cultura primitiva caracterizada por la alfarería y la fabricación de toscas estatuillas de un estilo peculiar. Las creencias animistas deben haber hecho su aparición entonces, porque es una de las manifestaciones típicas de las culturas labradoras. Sobre esta cultura llamada hoy arcaica, vino a establecerse en la mesa central de México el pueblo Tolteca, quizá después de destruir o sojuzgar a los antiguos moradores, no sin antes asimilar su cultura y desarrollarla a un alto grado de refinamiento. A esta cultura corresponden las pirámides y templos de Teotihuacán que reflejan un espíritu de alta racionalidad, por el equilibrio armonioso de sus elementos y la concepción abstracta de sus formas. Sus ideas religiosas se formaron en torno a la leyenda de Quetzalcóatl, deidad civilizadora, cuyo origen, tal vez fue una gran personalidad realmente existente, pero que a través del tiempo la fantasía mitológica convirtió en un Dios. Los aztecas que dominaron más tarde al pueblo tolteca encontraron concepciones religiosas muy desarrolladas que fueron la base para formar las suyas propias. Pero como los aztecas eran una raza ambiciosa que tendía a pensarlo todo en grande, hicieron perder a la cultura el severo y proporcionado estilo de los toltecas y le dieron un desarrollo que hoy podríamos calificar de barroco y monstruoso.

El historiador Spinden ha observado una sugestiva analogía entre las grandes líneas de la evolución de las culturas superiores americanas y las antiguas de Europa. Desde tal punto de vista, los mayas aparecen como los griegos de América. Esta analogía se justifica por varias razones: el pueblo maya creo un arte monumental comparable, en su sentido de la proporción, con la arquitectura helénica. Ningún pueblo de la antigua América dio muestras, en el estilo de su cultura, de un parecido refinamiento de espíritu. Si además del arte de la construcción tomamos en cuenta la capacidad sobresaliente de los mayas para la astronomía y el cálculo, podemos decir que, en cuanto al desarrollo intelectual, admiten también el parangón con los griegos.

El pueblo maya se componía de varios grupos étnicos que, no obstante diferencias de dialecto y de costumbres, se sentían unificados por una religión común y concepciones de la vida muy semejantes entre sí. Pero cada grupo habitaba una ciudad distinta, con su completa autonomía política, que hace recordar la organización peculiar del mundo griego en ciudades-estados, manteniendo cada una, celosamente, su independencia. Existen otros puntos de semejanza, verdaderamente curiosos, como las confederaciones políticas, que de vez en cuando se realizaban entre ciudades, unas veces con propósitos defensivos –que, en el caso de Grecia, se originaban en las agresiones del poderoso imperio de los persas–, o bien por otras conveniencias políticas, como la famosa liga de Mayapan en la que se revela una conciencia muy desarrollada de la nacionalidad.

Puede considerarse a los mayas como un pueblo relativamente pacífico. En la escultura de las ciudades del sur, que florecieron en el antiguo imperio, observa Morley una ausencia completa de motivos guerreros. En la época de la liga de Mayapan las gentes vivían en tal quietud que, según un testimonio de Landa, “no había pleito ninguno, ni usaban armas y arcos aun para la caza”. Sólo ante la amenaza de los mexicanos, los mayas cambiaron de actitud. El mismo Landa afirma que estos “aprendieron de los mexicanos el arte de las armas”.

Los aztecas estamparon en su historia ciertos rasgos decisivos que reproducen, en menor escala, el cuadro de la vida política romana. Pertenecieron a una tribu errante que, a la zaga de otras del norte, después de una penosa y larga peregrinación, fue la última en establecerse en el valle de México. Su desarrollo y culminación política es de una rapidez sorprendente. Bastaron cien años para que la tribu de los aztecas, tan misérrima que era vista con lástima por las demás, se convirtiera en un pueblo fuerte y dominador que ascendió a la grandeza imperial. Esta hazaña es suficiente para revelar la potencialidad que se ocultaba en la insignificante tribu de los aztecas. Dotados de gran sentido político y de temperamento guerrero, fundaron uno de los imperios más vastos en la época precortesiana. Su insaciable voluntad de poderío los impulso en un movimiento incesante de expansión militar que había traspuesto ya las fronteras de la península yucateca. En Yucatán se pusieron en contacto las dos grandes culturas indígenas, y el arte de Chichén-Itzá es una fase especial del estilo maya transformado en algo nuevo bajo la influencia avasalladora del espíritu mexicano. El arte de Chichén-Itzá representa la época del helenismo en la historia maya, es decir, el momento en que se acrisolan en una síntesis nueva los elementos pertenecientes a culturas diversas.

Ya la cultura azteca no era en sí una creación primaria, sino derivada de culturas anteriores, en cuyos sedimentos había venido a superponerse. Los productos más característicos de la cultura azteca son el resultado de la asimilación que una mente ruda hace de los elementos de una cultura anterior muy refinada. Se trata de la cultura tolteca que, en la dimensión del tiempo, constituye un estrato medio, colocado entre los restos de una cultura arcaica, y la moderna de los aztecas. Las relaciones que se entablan entre la cultura tolteca y la azteca son exactamente las mismas que existieron entre los etruscos y los romanos. Se puede imaginar lo que fue del buen gusto de los etruscos en las manos toscas de aquella raza en que los hombres pensaban sobre todo en cuestiones prácticas, como políticos y conquistadores.

Estas analogías históricas cobrarían tal vez mayor justificación si se tomara en cuenta, además, la magnitud geográfica ocupada por los pueblos que han entrado en la comparación. El área cubierta por los aztecas y los mayas abarca veinte grados de longitud y diez de latitud, mientras que la ocupada por la civilización antigua europea incluyendo Creta y Asia menor, comprende apenas ocho grados de longitud y seis de latitud.

La guerra civil que concluyó con la destrucción de Mayapan, anuncia el fin de la cultura maya, que en una espléndida soledad, sólo interrumpida al final de su historia, pudo recorrer la órbita completa de su evolución. La decadencia de la cultura maya se había precipitado ruidosamente, unos ciento veinte años antes de la venida de los españoles. No así la cultura azteca que se encontraba en pleno desarrollo al comenzar el siglo XVI, y quién sabe hasta dónde hubiera llegado de no haber sido bruscamente interrumpida por la conquista. La descripción que hace Spengler del fin de la cultura azteca no puede ser más exacta: “No falleció por decaimiento, no fue estorbada ni reprimida en su desarrollo. Murió asesinada en la plenitud de su evolución, destruida como una flor que un transeúnte decapita con su vara”. La gigantesca ciudad de Tenochtitlán, no fue destruida en virtud de un destino histórico. “Lo más terrible de este espectáculo –dice Spengler– es que ni siquiera fue tal destrucción una necesidad para la cultura de occidente. Realizáronla privadamente unos cuantos aventureros, sin que nadie en Alemania, Inglaterra y Francia sospechase lo que en América sucedía”. “Y en el caso de esta cultura mexicana fue el azar cruelmente trivial, tan ridículo, que no sería admisible ni en la más mezquina farsa. Un par de malos cañones, un centenar de arcabuces, bastaron para dar remate a la tragedia”.

Aparte de que las analogías aquí señaladas ayudan a comprender, al menos aproximadamente, el papel histórico que los aztecas y los mayas desempeñaron en la vida antigua de América, sugieren, al mismo tiempo, la existencia de una importante diversidad psicológica, suficiente para dar a cada una de las razas aludidas, una personalidad inconfundible.

La imagen del mundo entre los aztecas

Es una ley de la sociología del saber que la amplitud de la representación del mundo en un pueblo determinado está condicionada por la mayor o menor magnitud de su organización política y social. Dado que los aztecas llegaron a formar un vasto imperio en cuya área geográfica habitaban numerosos pueblos, se debe encontrar en sus imágenes cósmicas una dimensión proporcionada a la espaciosidad de su existencia político-social. Los aztecas cuentan trece cielos y nueve mundos inferiores, en cuyo contenido entran como parte más importante los grandes cuerpos celestes. Estos cielos son morada de los dioses que se confunden con los astros. “Nociones de la forma y carácter del Universo, están bien definidas en la sabiduría de los aztecas. La extendida creencia que el Universo consiste en tres mundos superpuestos, el superior o mundo del cielo, el medio, de los hombres vivientes y el mundo inferior de los muertos, se encuentra en forma desarrollada. El mundo superior se divide en trece planos. Los cuatro más elevados que se llaman Teteocan, la morada de los dioses, son considerados como invisibles. El creador de todos Ometeuhtli, Señor de la Dualidad, vive con su esposa en el más alto cielo y bajo él en orden sucesivo están el lugar del Dios rojo del Fuego, el lugar del Dios amarillo Sol, y el lugar del Dios blanco, la Estrella de la noche. Los cielos inferiores que se llaman Ihuicatl, se entregan arriba a las visibles actividades celestiales. Hay un cielo para las tempestades, otro para el firmamento azul del día, el cielo obscuro de la noche, los cometas, la estrella nocturna, el sol, las estrellas, &c.”{1}

La astronomía de los aztecas y de los mayas, aun cuando se encuentre vinculada con ideas religiosas, constituye sin duda alguna un esfuerzo racional por conocer el universo. Se empieza por distinguir los signos del zodiaco tomando como punto de referencia el curso de la luna. Los mexicanos distinguían trece figuras a diferencia de las doce que actualmente se señalan. Además del zodiaco que envolvía al cielo y le daba vida, se procuraron establecer los cuatro puntos cardinales del universo y la dirección central de arriba a abajo. De aquí la importancia que tienen para el espíritu mexicano, los números 4 y 5. “El culto de los cuartos esta íntimamente asociado con el concepto del Universo. Con los cuatro puntos cardinales se toman otro cierto número, incluyendo el zenit, el nadir y el medio. Es concebible que los números sagrados puedan derivarse de los puntos del espacio, aun cuando sería muy incierto afirmar que así se han derivado. El concepto general de un universo dividido en cuartos, quintos o sextos es un poderoso factor de convenciones en mitología, religión y arte. Plegarias, cantos o actos importantes son repetidos en forma idéntica o variable para cada punto del espacio”.{2}

Estas direcciones son empleadas para agrupar bajo cada una de ellas a todos los seres. Según el día en que nace cualquier individuo hombre, animal o planta pertenece a una de las cuatro regiones del mundo. Tres direcciones se representan por colores diferentes: el Norte negro, el Sur azul, el Este rojo; la cuarta dirección o sea el Oeste está representada por el Dios Quetzalcóatl. Tenemos pues aquí ciertos principios de ordenamiento del cosmos, cuya elección depende de motivos religiosos, pues en general, como ya hemos dicho, no se pueden separar las ideas astronómicas de las creencias de la religión. En una misma persona se reúnen el sabio y el sacerdote. El universo esta poblado de fuerzas y seres sobrenaturales que en la imaginación primitiva cobran la forma de Dioses. Los fenómenos celestes y los cuerpos siderales son para los aztecas la misma cosa que los Dioses. Su representación del mundo, no obstante que en ella se esboza una forma racional, esta llena de color y de vida, presentándose a la mente con revestimiento antropomórfico. Para la imaginación popular los componentes del universo, los hechos que suceden ante sus ojos, los seres inanimados y los vivientes tienen un significado “místico”, son manifestaciones divinas, o las deidades mismas. El mito ocupa el lugar de las explicaciones racionales y en el pueblo azteca la abundancia de la mitología forma una selva intrincada en que el conjunto del universo aparece más bien caótico. Quizá entre los sacerdotes u otros individuos cultos de la comunidad la presencia de conocimientos racionales imprimía a su representación del universo una cierta coherencia y unidad, como lo atestigua la opinión de Netzahualcóyotl recogida por Clavijero. En la tendencia monoteísta que existía en algunos individuos excepcionales, se expresa sin duda la exigencia de unificar las concepciones religiosas, y este afán de unidad es ya quizá un indicio del espíritu filosófico.

Las concepciones astronómicas muestran su parte racional en aquellos puntos que tenían que servir como sistemas de referencia para la cronología. La astronomía está pues forzosamente ligada con la aritmética para formar el Calendario y en éste se expresa de un modo claro la concepción temporal que estos pueblos se hacían del Universo. En la concepción temporal se incluyen también los mitos que explicaban la génesis del Mundo y de los hombres, así como aquellas creencias sobre el destino de las criaturas en el futuro. Esto quiere decir que para los aztecas –así como para el pueblo maya–, el Mundo no solo se extiende en la dimensión del espacio, sino que tiene además una historia que se desarrolla en la dimensión temporal. Los aztecas no tuvieron de la historia un concepto progresivo, sino que separaban las edades de la tierra por verdaderas catástrofes: monstruos devastadores, ciclones, lluvias de agua y fuego. Cronológicamente los mexicanos dividían el tiempo en ciclos de cincuenta y dos años, y siempre se esperaba con terror el fin de cada uno de esos ciclos, porque se suponía que podría sobrevenir el fin del mundo. Una imponente ceremonia religiosa se celebraba en estas ocasiones, para obtener el favor de los dioses y sólo renacía la tranquilidad cuando se encendía el fuego nuevo para indicar que todo peligro había pasado. Es pues una característica de la concepción cósmica de los aztecas su dilatación en el sentido espacial y temporal en la que tienden a articularse los elementos particulares en cierto orden racional para dar unidad al conjunto. “No solamente el transcurso único y propio del mundo –dice Graebner– recibe una poderosa extensión, sino, más aún, así como el número de espacios cósmicos ha aumentado hacia arriba y hacia abajo, así la imagen cronológica del universo se dilata por adición de las edades cósmicas ya transcurridas. Es uno y el mismo proceso el que se verifica en el espacio y en el tiempo de la concepción cósmica, al articularse y concretarse sus elementos más pequeños”.{3}

Es de suponer que tras de las formas externas del culto, en los antiguos mexicanos existía una doctrina esotérica, quizá con un contenido más puramente filosófico. Esta es una opinión de Domínguez Assiayn, en el único estudio que existe sobre la filosofía de los aztecas y que nosotros seguiremos en nuestra exposición.{4} Es desde luego cosa sabida que en los pueblos primitivos las doctrinas filosóficas son inseparables de la teología. Las doctrinas religiosas de los aztecas son una mezcla de magia y animismo que proviene de la fusión de diferentes tipos de cultura. En el desarrollo peculiar de aquellas ideas influye de una manera notable la organización política y social del pueblo azteca. Las concepciones monoteístas traducen, sin duda, la influencia del estado monárquico en la mentalidad indígena.

Los aztecas eran monistas, creían en la existencia de una causa única de la cual todas las demás cosas eran sus manifestaciones. Este principio monoteísta se expresa a través de un mito solar en que se asocian las ideas de fuego, calor y vida, para tomar la representación del Sol. Pero sin embargo, parece haber existido la concepción puramente ideal de este principio o Dios, como lo demuestra el hecho de que los aztecas no le ponían rostro cuando lo figuraban en la piedra. Esto se interpreta como que los aztecas concebían que este principio era invisible.

”En la alta teogonía náhuatl, Ometeuhtli no era un hombre, sino un principio astronómico, físico y espiritual. Ellos admitían la inmortalidad de la energía y de la materia, reconociendo la contemporaneidad de ambas. El calor es energía, pero para que lo sea necesita de la materia. Adoraban, pues, al Fuego, pero no el fuego del hogar o el producido por la frotación de dos leños secos, descubrimiento que conmemoraban también, sino al Fuego tal como se concebía el Calórico en la antigua física. El calor era la primera manifestación de todo lo existente. De ahí que lo llamaran Huehueteotl, el dios mas viejo, “el abuelo de todos los dioses”. Mas Huehueteotl no era limitación del infinito Ometeuhtli: le era inherente. Por más que aplicaran diversos nombres para expresar su idea, afirmaron categóricamente la existencia de una causa única, cuyo nombre más completo era Yoalliehecatlosteestezcaltlipoca. Contenía el sol, pero no lo era, pues que el sol no es invisible, ni incorpóreo, ni todopoderoso, ya que, convertido en Tzontémoc (Crepúsculo vespertino: dios que cae), va a alumbrar el reino de los muertos, vencido por Quetzalcóatl, la estrella de la tarde”.{5}

En la representación de Ometeuhtli se funde la noción de otros dioses que representan el agua, el fuego y la tierra, de donde resulta, que la vida ha surgido por la combinación de esos elementos. Es de presumir que para la mente azteca no existe lo inerte, la materia inanimada, pues según ella todos los elementos de la naturaleza tienen un hálito viviente, están penetrados por la divinidad. Ometcuhtli “penetra lo mismo el corazón del hombre que las piedras”.

La fusión de todos los seres y elementos del mundo, del hombre con los dioses, los animales y las plantas, adquiere unidad por el principio mágico, que se atribuye a todos por igual. El culto se inspira fundamentalmente en la idea de la magia. El sacerdote influye en el curso del mundo y de los dioses a favor de sus virtudes mágicas. La fuerza vivificante del sol puede conservarse ofreciéndole en sacrificio el corazón de la víctima. La gran ceremonia del “fuego nuevo” se funda en la magia; su finalidad era salvar la existencia del mundo al terminar el gran ciclo de cincuenta y dos años, encendiendo una hoguera para que el sol siguiera alumbrando y calentando. Las creencias astrológicas se fundan también en la atribución de fuerzas mágicas a los astros. Mediante los hechizos los dioses se aproximan unos a otros y son atraídos al mundo terrenal; así que el animismo y la magia constituyen el fondo común del Universo. De esta suerte el monoteísmo a que tiende la religión de los aztecas, conduce al mismo tiempo a una concepción panteísta del mundo o, al menos, la prepara.

En pueblos de una cultura tan desarrollada como el azteca la individualidad humana adquiere un realce que contrasta con la actitud puramente social de los pueblos salvajes. Ahora bien, la diferencia de la individualidad se enlaza con la aparición de la conciencia moral. En la cultura mexicana aparecen con toda claridad un conjunto de normas éticas que muestran un profundo sentimiento de los valores humanos.

Profesaban los aztecas un concepto del libre albedrío aunque reconocían las limitaciones que al ejercicio de la voluntad impone el temperamento individual. Tenían plena conciencia de lo bueno y lo malo y consideraban que el hombre había nacido para el bien y era bueno y puro por naturaleza. Las buenas costumbres naturalmente son apoyadas por las creencias religiosas, y es muy posible que en ciertas épocas, aquellas costumbres se hayan relajado por diversas causas. Pero de todos modos subsiste el hecho de que entre los aztecas existió una conciencia moral plenamente formada.

En cuanto al destino humano, los aztecas profesaban la creencia en la inmortalidad; es decir que la vida continúa después de la muerte. Creían en la existencia de una vida futura donde según la edad, la conducta o la profesión el hombre moraría en diferentes lugares en los que encontraría pena o contento.

Todo lo anteriormente expuesto sobre las concepciones del pueblo azteca no es suficiente para afirmar que en este haya existido una filosofía aun cuando tales concepciones hayan desempeñado una función espiritual equivalente. Faltó sin duda a los aztecas la conciencia del conocimiento racional, como algo distinto a las representaciones religiosas. No llegaron por lo tanto a comprender la posibilidad de un conocimiento científico, ni siquiera aún a la noción de la ciencia. Pero tal vez su evolución mental los condujo a un grado muy próximo a estas nociones como lo prueba el hecho de que al ser dominados por los españoles, los indios que se educaron en los primeros colegios, mostraban, según el testimonio de los misioneros, una capacidad sorprendente para comprender y asimilarse los pensamientos de la Filosofía europea.

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{1} H. J. Spinden, Ancient Civilizations of Mexico and Central América, p. 206.

{2} H. J. Spinden, Op. cit. p. 207.

{3} El Mundo del hombre primitivo, p. 197 y sig.

{4} Salvador Domínguez Assiayn, “Filosofía de los Antiguos Mexicanos”, Rev. Contemporáneos, núm. 42-43, 1931.

{5} Domínguez Assiayn, op. cit.